La activista social y periodista Esther Vivas recorre el estado español durante los últimos meses presentando «Sin miedo» (Ed. Icaria), libro que ha publicado junto a Teresa Forcades. Pero no deja de participar en los movimientos sociales. Combina activismo y periodismo: sus artículos pueden seguirse en el blog «Se cuecen habas«, en el periódico digital […]
La activista social y periodista Esther Vivas recorre el estado español durante los últimos meses presentando «Sin miedo» (Ed. Icaria), libro que ha publicado junto a Teresa Forcades. Pero no deja de participar en los movimientos sociales. Combina activismo y periodismo: sus artículos pueden seguirse en el blog «Se cuecen habas«, en el periódico digital Publico.es. Esther Vivas es conocida, sobre todo, por los trabajos e investigaciones en torno a la soberanía alimentaria, los intereses de la agroindustria y el negocio de las grandes superficies y cadenas de distribución (recientemente ha escrito artículos sobre la cara negra de Coca-Cola o Mercadona). En este apartado, ha coordinado los libros «Del campo al plato» y «Supermercados, no gracias». Desde su praxis en los movimientos sociales, y en colaboración con Josep Maria Antentas, ha publicado «Planeta indignado». La activista se ha acercado recientemente a Valencia con el fin de participar en una jornada organizada por Ingeniería Sin Fronteras titulada «¿Quién decide lo que comemos?».
-En síntesis, ¿qué explicas en las conferencias sobre «quién decide lo que comemos»?
Hay un puñado de empresas de la agroindustria que monopolizan el mercado de la producción, transformación y distribución de alimentos. Me refiero a empresas como Monsanto, Cargill, Dupont, Kraft, Nestlé, Mercadona, Eroski o El Corte Inglés. Está claro que si nuestra alimentación está en sus manos, no tenemos la seguridad alimentaria garantizada. El objetivo de estas empresas es hacer negocio y ganar dinero con los alimentos. Un ejemplo. Según la FAO, en los últimos 100 años hemos visto la desaparición del 75% de la diversidad agrícola y alimentaria en el planeta. ¿A qué se debe esto? A que unas pocas empresas han priorizado una serie de variedades agrícolas y alimentarias, por el hecho de que se adaptan a sus intereses particulares. Variedades de alimentos que recorren grandes distancias, con buen aspecto para que puedan comercializarse en un supermercado, y en los que se priorizan elementos como el sabor. Si los alimentos se corresponden con variedades autóctonas, es muy posible que no cuenten para el mercado. En definitiva, son grandes empresas que promueven aquello que les da rentabilidad económica.
-¿Cuál es la situación del campesinado en el estado español y en el conjunto de la Unión Europea?
El trabajo campesino en el estado español es una práctica en extinción. Entre el 4 y el 5% de la población activa se dedica a laborar en el campo. Esto se debe a que, hoy en día, la práctica campesina tiene muchas dificultades para sobrevivir en un mundo que se diseña al servicio de la agroindustria. En Europa la tendencia es parecida. Por ejemplo, la Política Agraria Común (PAC) de la Unión Europea no apoya al campesino sino a los empresarios de la agroindustria, supermercados y grandes terratenientes. De hecho, hay una élite hipersubvencionada con la PAC. De hecho, el 16% de los receptores de las ayudas de la PAC reciben el 75% de las ayudas, mientras que el 84% de los receptores percibe el 25% restante. Entre las principales empresas beneficiarias, según Veterinarios Sin Fronteras, destacan Campofrío, Pastas Gallo, Nutrexpa, Leche Pascual, Mercadona o Lidl. Por otra parte, escala global está produciéndose una ofensiva muy importante contra el pequeño campesinado y las poblaciones indígenas, que en muchos casos practican la agricultura de subsistencia.
-Otra cuestión relacionada, y que no siempre alcanza al gran público, es el control de las semillas transgéncias.
La agricultura transgénica importa a diferentes niveles. Primero, por su impacto social. Esto implica la privatización de las semillas, que quedan en manos de grandes empresas que las comercializan. Me refiero principalmente a Monsanto, pero también a Syngenta, Pioneer, Dupont o Cargill. Se acaba, por tanto, con la capacidad de los campesinos para producir e intercambiar semillas. Podemos hablar asimismo de un impacto medioambiental y de la desaparición de variedades. A fin de cuentas, la coexistencia entre la agricultura transgénica y la tradicional es imposible. Mediante el aire y la polinización, la agricultura transgénica contamina los otros campos. Además, acaba con las variedades locales y promueve las semillas transgénicas o híbridos, que las grandes empresas comercializan. Asimismo, hay un impacto sobre nuestra salud, como han señalado distintos informes críticos como el de Seralini. Greenpeace señala que no hay informes independientes que garanticen que los transgénicos no resultan nocivos para la salud humana, ya que los informes existentes están financiados por empresas con intereses en el sector.
-En uno de tus artículos has trazado la dicotomía entre «obesos» y «famélicos». ¿A qué te refieres?
Uno de los ejemplos más claros de que este sistema agrícola y alimentario no funciona, y de que está enfermo, es la cuestión del hambre en un mundo de comida en abundancia. Vemos actualmente que se producen más alimentos que en cualquier otro periodo de la historia. Según Jean Ziegler, antiguo relator de Naciones Unidas para el derecho a la alimentación, actualmente se producen en el mundo alimentos para 12.000 millones de personas (en el planeta viven 7.000). Por lo tanto, habría alimentos suficientes para toda la población y para garantizar la soberanía alimentaria. Pero, en cambio, una de cada siete personas pasa hambre. Esta es la gran aberración del hambre en un mundo de abundancia. No falta comida sino que «sobra». Ahora bien, el hambre no es sólo patrimonio de los países del Sur, sino que en el presente también golpea a nuestra puerta. Según datos del Síndic de Greuges, en Cataluña hay 50.000 niños y niñas que padecen malnutrición, lo que significa que no ingieren los suficientes nutrientes para desarrollar su actividad diaria. Hay, aquí, una espiral que vincula paro, pobreza, desahucios y hambre.
-¿A qué razones obedece el hambre en el mundo?
A razones políticas. Se nos quiere hacer creer que el hambre en el planeta es consecuencia de factores como guerras o sequías. Sin embargo, el hambre tiene causas políticas, que tienen que ver con quién controla las políticas agrícolas y alimentarias y quién controla los recursos naturales (tierra, agua y semillas). El hambre en el Sur es fruto del expolio de los recursos naturales que durante décadas se ha llevado a cabo en estos países por parte de empresas multinacionales extranjeras. Hemos visto cómo las instituciones internacionales (Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional o la Organización Mundial del Comercio), mediante sus políticas, han apoyado este modelo de agricultura industrial en manos de unas pocas empresas. Se ha fomentado el hambre mediante el comercio desigual y facilitando la entrada de productos del Norte subvencionados, de grandes multinacionales, en los países del Sur. Estos productos se venden por debajo de su precio de coste, y acaban así con la producción local autóctona (países como Haití, que en los años 70 del siglo XX producía suficiente arroz para dar de comer a toda su población, mediante las políticas citadas se ha convertido hoy en uno de los principales compradores de arroz de las multinacionales estadounidenses).
-¿Ha cambiado algo con la crisis?
Hemos visto cómo los mismos que en un momento especularon con las «subprime» (fondos de pensiones, fondos de inversión, compañías aseguradoras, entre otros), una vez estalla la «burbuja» inmobiliaria redimensionaron esas inversiones a la compra de alimentos y entran en los mercados de de futuros para especular con productos como el arroz, el trigo o la soja. Esto genera una escalada de los precios de muchos alimentos básicos para la población, especialmente en los países del Sur. Podemos decir que se ha pasado de una «burbuja» inmobiliaria a una «burbuja» alimentaria. Además, en los últimos tiempos, como consecuencia de la crisis económica, alimentaria y energética, se ha dado un incremento de la privatización de tierras (mediante la compra o el alquiler) en los países del Sur. En el Congo, el 48% del territorio agrícola se encuentra en manos de inversores extranjeros. En Etiopía, uno de los países más afectados por el hambre, el gobierno ofreció 3 millones de hectáreas de tierra cultivable a inversores de India, China y Arabia Saudí.
-En la vida cotidiana de un ciudadano común del estado español, ¿quién tiene el control sobre los productos que acaban en la mesa?
Empresas como Mercadona, Carrefour, Alcampo o El Corte Inglés son responsables de este modelo agroalimentario que no funciona. Porque pagan unos precios de miseria al productor, precarizan los derechos laborales y nos venden unos alimentos de muy baja calidad con efectos negativos para nuestra salud. En el estado español, el 75% de la distribución de alimentos está en manos de 5 supermercados y 2 centrales de compra (consorcios de supermercados), que tienen un control muy importante sobre aquello que comemos.
-Pero se dice que los productos adquiridos en los supermercados resultan más baratos.
Esto no es cierto, porque tienen unos costes ocultos. Por un lado, son productos que se fabrican explotando las condiciones laborales de los trabajadores (Inditex con Zara es un claro ejemplo; la ropa «low cost» con derechos laborales «low cost», que explota a trabajadoras en Bangladesh con consecuencias dramáticas, como la fábrica que se derrumbó en este país y mató a varias de sus empleadas). Además, se trata en general de alimentos «kilométricos» con un impacto ambiental muy claro (emisión de gases de efecto invernadero y cambio climático). Según datos del centro de investigación GRAIN, el 55% de los gases de efecto invernadero a nivel mundial son consecuencia del actual modelo de producción, distribución y consumo. Así pues, pensamos que compramos barato, pero ¿quién paga los efectos sobre el cambio climático de aquello que comemos? Se trata, además, de alimentos de mala calidad, elaborados con altas dosis de pesticidas, aditivos y potenciadores del sabor, lo que tiene consecuencias en nuestra salud. En los últimos años enfermedades como la hiperactividad infantil, las alergias o la obesidad han aumentado. Esto implica también un coste para la salud pública.
-Por último, ¿Hay alternativas?
Pienso que frente a este modelo agroalimentario sí hay alternativas. Podemos apostar por el mercado local, adquirir alimentos de temporada, comprar directamente a campesinos, formar parte de grupos o cooperativas de consumo ecológico, que en los últimos años se han multiplicado en todo el estado español. También podemos participar en proyectos de huertos urbanos. Pero lo que sí es importante, más allá de estas experiencias, es plantear cambios políticos. Si queremos comer bien es necesario que el estado español prohíba los transgénicos, una reforma agraria según el principio de «la tierra para quien la trabaje»; comedores ecológicos en centros públicos, etcétera. Y tener en cuenta que, detrás de empresas multinacionales, como Coca-Cola, McDonald´s, Campofrío, Nestlé, entre otras, se esconden practicas de explotación laboral, contaminación ambiental y un modelo de consumo de mala calidad e insostenible.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.