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Reseña de “Qué hacemos con la deuda” (Akal)

El impago de la deuda, ¿una quimera?

Fuentes: Rebelión

La credibilidad, el respeto con los compromisos adquiridos, el rigor, la seriedad, el peligro de que los mercados internacionales cierren la espita de los préstamos, la solvencia internacional… Todos estos argumentos se alegan habitualmente contra la constitución de auditorías ciudadanas que pudieran establecer el impago de una parte de la deuda pública, por considerarla «ilegítima» […]

La credibilidad, el respeto con los compromisos adquiridos, el rigor, la seriedad, el peligro de que los mercados internacionales cierren la espita de los préstamos, la solvencia internacional… Todos estos argumentos se alegan habitualmente contra la constitución de auditorías ciudadanas que pudieran establecer el impago de una parte de la deuda pública, por considerarla «ilegítima» u «odiosa». Sin embargo, en un pequeño ensayo de 67 páginas -«Qué hacemos con la deuda» (Akal)- un grupo de reputados economistas críticos diseccionan el origen de la deuda en España y se plantean posibles alternativas.

Pero, sobre todo, Bibiana Medialdea (profesora de Economía en la Universidad Complutense), Nacho Álvarez (profesor de Economía en la Universidad de Valladolid), Juan Laborda (profesor de la Universidad Carlos III y del IEB), Iolanda Fresnillo (quien ha trabajado como investigadora en el Observatorio de la Deuda en la Globalización) y Óscar Ugarteche (investigador del Instituto de Investigaciones Económicas de la Universidad Autónoma de México) ofrecen lo que consideran «enseñanzas útiles» sobre procesos de reestructuración de la deuda en diferentes países. Experiencias internacionales con las que contrastar la consigna de «no hay alternativa» que propaga la ortodoxia económica.

El primero de los ejemplos puede extraerse del «periodo de entreguerras», cuando en la conferencia de Lausana (1932) se acuerda que Alemania suspenda los pagos por reparación hasta que encarrile su economía. De este modo se recuperaba un criterio que los economistas habitualmente olvidan: la «capacidad de pago» del deudor. Además, se suspende la deuda que los países aliados contrajeron con Estados Unidos, que nunca será pagada.

Lo sucedido con la República Federal Alemana, en 1953, choca de modo flagrante con las dinámicas de pago de la deuda centro-periferia que actualmente se imponen en la Unión Europea. Los acreedores acordaron cancelar el 50% de la deuda pública externa germana. Y se redujeron los intereses de la deuda remanente. En el Acuerdo de Reestructuración de la Deuda se abordaban puntos como la «necesidad de dispensar un trato humano al deudor», «(…) tener en cuenta la situación de económica general de la República Federal y los efectos de las limitaciones en su jurisdicción territorial»; tampoco se debía «dislocar la economía alemana con efectos indeseables en la situación financiera interna (…)». Por último, se trataba de proporcionar «una solución global ordenada y asegurar un trato justo y equitativo de todas las partes afectadas».

Tras la invasión y control de Iraq en 2003, el gobierno de Estados Unidos planteó la renegociación de la deuda iraquí ante los acreedores del Club de París. Se recurrió, incluso, al concepto de «deuda odiosa», que actualmente utilizan los grupos que reclaman auditorías ciudadanas de la deuda. The Economist empleó el mismo argumento. «Nunca un país (Iraq en este caso) ha recibido una propuesta de reestructuración tan ventajosa por parte de los acreedores», explican los autores de «Qué hacemos con la deuda». Se propuso anular el 80% de la deuda (que ascendía a 37.000 millones de dólares) y reestructurar la restante. Además, «se presionó a acreedores como Alemania y Francia a que firmaran la cancelación condicionando su participación en los negocios de la reconstrucción de Iraq». En estos casos la reestructuración depende de la voluntad de los acreedores.

Otra cuestión es cuando hay que enfrentarse al poder de los bancos. La clave aparece en la página 45 del libro, cuando los autores responden a la pregunta de si hay escapatoria al «chantaje» de la banca acreedora. «Aunque no se suelen publicitar, hay casos que demuestran que hay margen para que el sector financiero privado cargue con gran parte de la factura de su propio desastre. Como siempre, la correlación de fuerzas y la presión social que se ejerza en esa dirección resultan determinantes».

El ejemplo citado es la actuación del gobierno sueco durante la crisis bancaria de 1992, muy diferente a lo que ha ocurrido con el «rescate» financiero en el estado español. En Suecia se aceptó que los bancos tendrían que asumir pérdidas, y algunos de ellos hasta quebrar (además, el coste de la crisis bancaria había de ser el mínimo posible para el contribuyente, al tiempo que se priorizaba la protección de los depositantes frente a acreedores y accionistas). En Suecia se creó, como en el estado español, un «banco malo», pero con la diferencia de que en el caso sueco se compraron los activos «tóxicos» de la banca a precios muy bajos. Así, en cuatro años el «banco malo» recuperó todo el capital público invertido.

La salida a la crisis financiera de Islandia (2008) también parte de otra perspectiva. Además de las responsabilidades políticas asumidas, el estado decidió nacionalizar las entidades financieras dada su pésima situación. Se constituyó, asimismo, un «banco malo» que adquirió activos «tóxicos». Pero los anteriores directivos de los bancos tuvieron que abandonar las entidades nacionalizadas, al tiempo que el estado realizó un plan selectivo de pago a acreedores (estos y los accionistas fueron los obligados a pechar con las pérdidas bancarias -quitas de aproximadamente el 70%- aunque es cierto que tuvieron un acceso preferencial en la reprivatización posterior de dos de las tres entidades nacionalizadas). Por último, se respetaron íntegramente los depósitos en moneda local, aunque no ocurrió lo mismo con los extranjeros.

El problema, como ocurre en el caso español, radica en las entidades nacionalizadas -caso de Bankia, donde el estado ha inyectado 23.000 millones de euros- que continúan desahuciando gente. Además, Bankia está presida actualmente por un gestor, José Ignacio Goirigolzarri, que abandonó en 2009 el BBVA con una pensión de 68,7 millones de euros (a razón de 3 millones de euros de pensión anual que cobró de golpe). ¿Hay alternativa? En Estados Unidos, durante la «Gran Depresión», el gobierno de Roosevelt resolvió crear un «banco malo» que adquiría las hipotecas a las entidades financieras por debajo del precio que figuraba en los balances (llegó a comprar el 20% de las hipotecas del país). Y después mejoraba las condiciones de estas hipotecas para las familias: se reducía el valor de la deuda, los tipos de interés y se alargaban los plazos. Tras la crisis financiera de Islandia (2008), también se reestructuró la deuda hipotecaria de miles de familias, que evitaron así el desahucio.

España es un país «serio» que paga sus deudas, claman los tertulianos afines al bipartidismo. Pero según los autores de «Qué hacemos con la deuda», el estado de Misisipi (en el siglo XIX) o la URSS en 1918 rechazaron el pago de la deuda. En 2002 el gobierno argentino resolvió suspender pagos. Se anunció un impago que finalmente terminó en moratoria (los pagos de la deuda comercial continuaron en 2005), pero al menos se forzó una renegociación en unos términos más favorables. «Si bien es cierto que la mayor parte de los acreedores favorecieron el canje de bonos, accediendo a la recompra, hubo una pequeña proporción que prefirió vender sus títulos de deuda argentina a los denominados Fondos Buitres, que actualmente siguen litigando para recuperar su valor completo», explica el grupo de economistas autores del ensayo.

Añaden otro ejemplo, el de Nigeria en 2005. «El repudio unilateral fue crucial para forzar una renegociación ponderada». Algunos detalles del ejemplo nigeriano pueden servir de lección para el presente. A pesar de cuatro reestructuraciones de la deuda, Nigeria continuaba siendo uno de los países más endeudados del África subsahariana. Finalmente, se logró uno de los acuerdos más favorables (junto al caso citado de Iraq) de reestructuación y cancelación de la deuda. Pero el ejemplo más citado, y que se utiliza como referente, es el de Ecuador a partir de 2007. Con el apoyo de los movimientos sociales, Rafael Correa inició un proceso de auditoría de la deuda pública externa entre los años 1976 y 2006. Se trataba de determinar la legitimidad de la misma. Con eso, y con la posición de fuerza que representa amenazar con suspender pagos, se inició un proceso de renegociación que acabó con la recompra de la mayor parte de los bonos de deuda comercial, con quitas de entre el 65 y el 70% (unos 3.000 millones de dólares), explican los autores de «Qué hacemos con la deuda». ¿Quimera?

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.