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Entrevista a Atilio Boron

«El imperialismo no ha desaparecido para ser reemplazado por un benévolo ‘imperio’, o por una bucólica aldea global»

Fuentes: Herramienta

En esta entrevista el sociólogo argentino expone sus posiciones acerca de la actual etapa del capitalismo, las polémicas actuales sobre el poder y el Estado y movimientos sociales latinoamericanos, como el zapatismo, el MST brasileño y los piqueteros argentinos Karina Moreno: Presenciamos una reestructuración regresiva del sistema capitalista. En este contexto y desde América Latina, […]

En esta entrevista el sociólogo argentino expone sus posiciones acerca de la actual etapa del capitalismo, las polémicas actuales sobre el poder y el Estado y movimientos sociales latinoamericanos, como el zapatismo, el MST brasileño y los piqueteros argentinos

Karina Moreno: Presenciamos una reestructuración regresiva del sistema capitalista. En este contexto y desde América Latina, ¿qué nuevos elementos observas en la fase imperialista actual?

Atilio Boron: América Latina experimenta todos los rigores de la nueva fase del imperialismo. Este aparece ahora con ciertos rasgos novedosos, y no puede ser adecuadamente comprendido como si fuera lo mismo que antes y como si nada hubiera ocurrido desde los clásicos debates de comienzos del siglo xx. De lo cual brotan dos conclusiones. Por un lado, la necesidad de subrayar la importancia de estudiar, de conocer estas novedades. Entre ellas, en primer lugar, debemos mencionar el auge de la especulación financiera, que marca a fuego el funcionamiento del nuevo imperialismo y condiciona decisivamente y con una fuerte inclinación recesiva a la economía mundial. En segundo término, es preciso tomar en cuenta los alcances de la revolución informática en todos los terrenos, desde la producción material hasta la mal llamada «virtual», sus reflejos sobre los medios de comunicación de masas y sobre todo el papel de la nueva industria cultural en la legitimación del capitalismo. En tercer lugar, la consolidación de gigantescas empresas capaces de operar a escala planetaria y cuya dinámica fuertemente expansiva las lleva a penetrar en los más apartados mercados del globo. Por último, debemos señalar la divergente y asimétrica trayectoria experimentada por los estados capitalistas: debilitamiento en la periferia, fortalecimiento en el centro.

Estas son las principales novedades que, por otra parte, he examinado detalladamente en mi polémica con Hardt y Negri, en Imperio e imperialismo. Si los estados de América Latina hoy son sin excepción mucho más débiles que hace 20 ó 30 años, lo mismo no es el caso en el capitalismo metropolitano. En los Estados Unidos hubo una «estatización» de los más diversos aspectos de la vida social, particularmente acentuada a partir del 11 de Setiembre, a tal punto que las voces que se alzan alarmadas contra esta tendencia han adquirido una fuerza impresionante en los últimos tiempos. Suele decirse que en el ámbito europeo países como Francia, Alemania y todos los demás han experimentado un fuerte deterioro de sus capacidades estatales vis à vis los mercados, lo cual constituye un grueso error. Lo que ha ocurrido fue un proceso de transferencia de ciertos resortes de la soberanía estatal, sobre todo en el área económico-financiera, hacia la Unión Europea. Y ésta, más allá de la discusión de las jurisdicciones, de lo nacional y lo supranacional, se constituye como un verdadero superestado, de una fortaleza impresionante y dotado de grandes capacidades de regulación económica y social.

Estas son, de manera muy sintética, las grandes novedades. Pero, como decía antes, hay que tener en cuenta que algunos de los viejos elementos del imperialismo todavía persisten. Contrariamente a lo indicado por ciertas teorizaciones tributarias de una concepción filosófica posmoderna, el imperialismo no ha desaparecido para ser reemplazado por un benévolo «imperio», o por una bucólica aldea global en la cual todos somos interdependientes. Todo lo contrario: lo que muestra la fase actual del imperialismo es un reforzamiento de las asimetrías propias de su etapa anterior y de las reglas del juego que lo organizaron desde la segunda mitad del siglo xx. Sólo un patológico empecinamiento podría ignorar la continuidad fundamental cristalizada en las agencias y normas que regulan el sistema imperialista. Allí están para demostrarlo las instituciones de Bretton Woods: el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Está también la Organización Mundial de Comercio, sucesora del difunto GATT. Allí también está toda la parafernalia de la industria cultural del capitalismo -diarios, televisión, academia, algunas instituciones de la «sociedad civil», etcétera- manipulando nuestros cerebros y corazones para convencernos de que vivimos en el mejor de los mundos, que el capitalismo es eterno y que simplemente expresa la naturaleza adquisitiva de los seres humanos. También están los gobiernos del G-7, utilizando todos los recursos disponibles para disciplinar a los rebeldes e inconformes e imponer, como bien lo recuerda el columnista neoconservador del New York Times, Thomas Friedman, con el puño visible de la fuerza estatal el funcionamiento de la mano invisible de los mercados cuando la labor de la industria cultural resulte insuficiente.

Es por todo esto que hoy es fundamental profundizar en una discusión seria sobre el imperialismo. Que el capitalismo ha cambiado es indudable; y lo mismo puede decirse del imperialismo como su proyección concreta en el plano internacional. Pero ambos no se transformaron en su contrario, y continúan sembrando explotación, dolor y muerte a lo largo y a lo ancho del planeta.

KM: ¿Vale la pena en dicha discusión rescatar, para renovarlas, categorías tales como centro-periferia, como herramientas teóricas características de la teorías marxistas de la dependencia?

AB: Claro, pero esto no quiere decir que sean categorías que puedan ser utilizadas de la misma manera que en los años sesenta o setenta. Creo que es vital llevar a cabo una redefinición, porque en aquellos años la teorización de la dependencia tenía, en algunos casos, visos fuertemente «externalistas» que llevaba a concluir que no había espacio de decisión en la periferia y que todo el protagonismo pasaba por el centro, lo cual no era cierto antes ni es cierto ahora. En la actualidad las nociones de centro y periferia han adquirido formas mucho más complicadas, como respuesta a la complejización de lo real. Hay fenómenos típicos de la periferia que se están dando en el centro -por ejemplo, pobreza, indigencia y formas extremas de exclusión social- y al mismo tiempo el funcionamiento del sistema hace que los intereses y ciertos sujetos de los centros metropolitanos estén fuertemente representados en la periferia. De forma tal que, me parece, es posible y necesario rescatar aquellas categorías, pero a condición de que no se trate de una expedición arqueológica que se contente con volver a instalar en el debate teórico de hoy las categorías tal como se utilizaban en el pasado, sin reelaborarlas y resignificarlas a la luz de los cambios experimentados por el modo de producción capitalista en los últimos treinta años. El centro se ha complejizado enormemente y lo mismo ocurrió con la periferia. Por otra parte, los vínculos entre uno y otra cambiaron, si no en su direccionalidad, al menos en las modalidades de ejercicio de las relaciones de dependencia y sometimiento neocolonial.

KM: ¿Cómo ves la evolución de la relación entre Estados Unidos y América Latina; pensás que la región será escenario de nuevos intentos de agresión ante el fracaso en Iraq?

AB: Hoy el sistema imperialista funciona sin tener referentes alternativos, como en el pasado lo eran la Unión Soviética y lo que, de manera muy laxa, podía denominarse como campo socialista. Contrariamente a las ilusorias expectativas tan publicitadas -¿alguien recuerda el discurso norteamericano sobre «los dividendos de la paz» y su papel en promover un orden internacional más justo una vez terminada la Guerra Fría?- en los años noventa, y sobre todo después del 11 de setiembre, el sistema si algo ha demostrado es ser mucho más feroz, sanguinario y agresivo de lo que era antes. El capital recorre incesantemente el mundo y continúa buscando nuevas oportunidades para maximizar sus ganancias, y no se detiene, aunque su frenesí por el lucro requiera practicar abiertos o encubiertos genocidios, destruir irreparablemente el medio ambiente o agotar los recursos naturales.

Vistas las cosas desde esta perspectiva, es fácil comprobar la existencia de un área privilegiada, de excepcional importancia para el imperio y en la cual es preciso mantener un férreo e indisputado control. Esta área es América Latina y el Caribe. Así como Roma podía tolerar amenazas en las provincias más alejadas del imperio pero era absolutamente intolerante con quien osara amenazarla desde el Mediterráneo, como lo demuestra la destrucción de Cartago, los Estados Unidos hacen gala de la misma actitud y nuestra América tiene por eso mismo una importancia extraordinaria para Washington. Lo que podría ser eventualmente tolerado en Africa o en Asia -¡pensemos en el programa nuclear de Corea del Norte!- desataría en América Latina una respuesta de una ferocidad inaudita. Y esto a pesar de que la propaganda de Washington diga lo contrario, insistiendo en que nuestra región es irrelevante, que no gravita en el escenario mundial, que no produce bienes estratégicos para la civilización capitalista, etcétera. Tales razonamientos fueron y son utilizados por quienes desean que nuestros países se conviertan en colonias de los Estados Unidos. Esto ocurrió en la Argentina con la teoría de las «relaciones carnales» durante la época de Menem y ocurre, tal vez con matices menos escandalosos en el plano discursivo, con la gran mayoría de los países de la región que, salvo las honrosas excepciones de Cuba y Venezuela, se alinean con las políticas dictadas por Washington. En realidad, en la medida en que todos los gobiernos de la región obedezcan sin chistar lo que ordene la Casa Blanca, el diagnóstico oficial norteamericano resulta correcto y entonces América Latina está en el quinto o sexto lugar en la agenda de prioridades de los Estados Unidos. Sin embargo, basta que un gobierno de un muy pequeño país de la región haga algo, o insinúe hacer algo que cuestione las directivas de Washington para que América Latina salte al primer plano de la agenda de la política exterior americana. Esto lo han documentado hasta el cansancio Noam Chomsky y toda una pléyade de estudiosos sobre la materia, desde Gregorio Selser, Eduardo Galeano y Agustín Cueva hasta Pablo González Casanova y Víctor Flores Olea, para mencionar apenas unos pocos. Recordemos la obsesión norteamericana durante todos los años ochenta sobre el «gravísimo peligro» que la Nicaragua sandinista planteaba a la seguridad nacional de los Estados Unidos, lo que igualaba la atención y los recursos que la Casa Blanca destinaba monitorear la situación de la Unión Soviética en tiempos de Mijaíl Gorbachov. Recordemos también la gran operación militar lanzada por Ronald Reagan en octubre de 1983 en contra de la «mortal amenaza» que el gobierno de Maurice Bishop en Grenada, ¡país perteneciente a la Comunidad Británica de Naciones!, representaba para los Estados Unidos, lo que motivó que ese pequeño territorio de menos de cien mil personas en ese momento fuera invadido por una fuerza de unos dos mil efectivos norteamericanos. Para representar gráficamentge la magnitud del esfuerzo desplegado por los Estados Unidos para contener tal amenaza téngase en cuento que esto equivaldría, tomando en cuenta los datos poblacionales relativos de Grenada y Estados Unidos, a que un ejército extranjero de 5 millones de hombres hubiese invadido el territorio norteamericano. Eso fue lo que hizo Washington en uno de los países más pequeños de una región que, según la propaganda oficial, carece de toda importancia.

La excepcional importancia de América Latina se fundamenta asimismo en el hecho de que cuenta con uno de los más vastos depósitos de petróleo y las más inmensas reservas de agua potable de la humanidad, fuente segura de futuras guerras. Que alberga en su territorio una fabulosa biodiversidad y, además, que por su ubicación geográfica puede desempeñar una irreemplazable función protectora del territorio continental norteamericano. Todo esto, de paso, desmiente como puras habladurías toda esa seudocientífica argumentación sobre la «virtualidad» del imperialismo y su desterritorialización, cuestiones éstas que no responden a un análisis riguroso de lo que acontece tanto en el terreno económico como en el militar. Para los Estados Unidos el control territorial de América Latina es prioritario: de ahí la agresividad contra Cuba, sostenida durante cuarenta y cinco años, y la embestida creciente contra Venezuela.

Por último, para quienes aún tengan dudas sobre la importancia de nuestra región conviene recordar que no hay ninguna otra área del mundo en donde, tan tempranamente como en 1823, los Estados Unidos hubieran forjado una doctrina como la Monroe que sirviera como directriz política cardinal para garantizar los intereses americanos en la región. Piénsese, por ejemplo, que una doctrina norteamericana sobre África o sobre Asia, no aparecería sino hasta la segunda mitad del siglo veinte. Si somos tan irrelevantes, ¿cómo explicar tanta y tan precoz atención?

KM: Desde el discurso neoliberal, la derecha comenzó anunciando casi apocalípticamente varios fines: el de la historia, el de las ideologías y también, el del Estado-nación. Recientemente, algunos pensadores marxistas como John Holloway o Michael Hardt y Toni Negri plantean abandonar el «estadocentrismo». ¿Cuál es tu opinión al respecto y sobre el análisis teórico del Estado?

AB: Pienso que una cosa es el estadocentrismo, un exceso que hay que vigilar y corregir, y otra bien distinta es caer, a causa de ese peligro, en la negación de la importancia del Estado.

En lo personal he venido debatiendo estos temas desde hace ya un tiempo con aquellos autores. En resumen, te diría primero que no comparto para nada la «estadolatría,» ese vicio que, siguiendo a Marx y Engels, Gramsci criticara con tanto acierto y del cual hacen gala algunos sectores de la izquierda que parecen desconocer lo que la tradición marxista afirma en relación al Estado. Segundo, que pese a ese rechazo y a nuestro disgusto, mientras vivamos en una sociedad de clases será imposible sacarnos al Estado de encima, dado que es precisamente él quien organiza la dominación de las clases dominantes. Tal como lo examináramos ampliamente en el pasado, el Estado es un fenómeno multidimensional: (a) coagulación institucional de una correlación de fuerzas mediante la cual una alianza de clases y grupos sociales prevalece sobre el resto; (b) escena privilegiada de la lucha de clases; (c) conjunto de aparatos burocráticos dotados de fuertes capacidades de intervención en los más diversos ámbitos de la vida social; (d) expresión ideológica de la «voluntad general de la nación»; (e) garante final del statu quo mediante el monopolio de la violencia legítima. Pero, en su conjunto, su finalidad esencial es garantizar la preservación de una sociedad basada en relaciones de explotación.

En función de todo lo anterior, y esta es la tercera aclaración que quería hacer, el Estado también será un mal necesario durante el prolongado período de transición que se extiende desde el momento en que las clases explotadas se convierten en clase dominante, es decir, desde el triunfo de la revolución socialista, hasta que se consume el proceso de disolución de la sociedad de clases y el Estado, por eso mismo, se extinga y sea reemplazado por un conjunto de instituciones de un tipo radicalmente distinto.

Como consecuencia de todo ello es que me resulta altamente incomprensible la actual «estadofobia» que prevalece en algunos círculos de la izquierda. El rechazo al Estado, la invocación metafísica a un «antipoder» o a un «contrapoder,» lejos de favorecer las luchas populares no hace sino perjudicarlas, al sembrar una paralizante confusión que, a la larga, termina desarmándolas ideológicamente. Pensar en un renunciamiento histórico al Estado antes de consumada la revolución y antes de haber completado todo el período de transición hacia una sociedad posclasista me parece simplemente un ejercicio intelectualmente estéril y políticamente vacío.

En otras palabras, si de lo que se trata es de combatir al Estado actual, al Estado capitalista, lo que se necesita es potenciar las posibilidades y la fuerza de las organizaciones de las clases y capas populares, y eso durante un largo período histórico. Ahora bien: ¿dónde puede ocurrir tal cosa sino en el seno del Estado? ¿Cuál otro ámbito social, aparte del Estado, permite la organización de las clases y capas subalternas, y no tiene más remedio que aceptar la imposición de criterios medianamente democráticos? ¿O es que acaso se postula, subliminalmente, que dicha tarea podrá hacerse en el mercado o en la sociedad civil?

Hablar de una sociedad civil, tan exaltada por algunos pensadores de la izquierda, es hablar de una sociedad de clases, algo que parece olvidarse en el romanticismo que impregna muchos análisis sobre el tema. Este ha sido, precisamente, uno de los ejes del debate con Holloway e, indirectamente, con el propio Frente Zapatista. Personalmente, creo que esa exhortación a la sociedad civil es sumamente engañosa, porque la misma está compuesta también por la derecha reaccionaria, los terratenientes, la burguesía asociada al imperialismo, los paramilitares, los medios de comunicación -¡y de confusión!- de masas, y toda una serie de agentes sociales que para nada estarán dispuestos a colaborar en un proyecto de emancipación social. Todo eso está en la sociedad civil. Además, la estructura de la sociedad civil está marcada por jerarquías y asimetrías de todo tipo, fundadas, como es sabido, en el hecho de que es la expresión, en el terreno de la sociedad, de un modo de producción inherentemente predatorio y explotador como el capitalista. De manera que depositar esperanzas democratizadoras en la sociedad civil me parece, francamente, un despropósito mayúsculo.

El remate del razonamiento anterior nos conduce a la recuperación de la importancia del Estado, pero sin por ello pensar que es ése el único ámbito posible de actuación de las fuerzas populares. ¿Cómo ignorar las múltiples formas de organización autoconvocadas y autogestionadas que se desarrollan en muchos casos completamente al margen de la institución estatal, y en otros en algunos en sus intersticios? Pero lo que tampoco se puede ignorar es que aún en estos casos la centralidad de la toma del poder estatal no puede estar ausente en la agenda de esas organizaciones. Un movimiento popular que, por ejemplo, tenga el propósito de construir un mundo nuevo no puede renunciar a pensar en una estrategia de poder para conquistar el Estado, haciendo caso omiso de que éste es el punto de máxima concentración del poder de la dominación mundial de la burguesía y de la dominación nacional de las clases dominantes. Al renunciar a la conquista del Estado dicho movimiento estaría condenándose a sí mismo a la irrelevancia.

KM: ¿Cuál es el rol del Estado-nación (debilitado) en la actualidad y por qué resulta tan importante hoy comprender su centralidad?

AB: El Estado ha cumplido, y sigue cumpliendo, un papel fundamental en la reproducción del capitalismo. En la fase actual, ¿quién ha promovido incansablemente la desregulación financiera, la apertura económica, la liberalización de los mercados, el desmantelamiento del propio Estado? ¿Fueron acontecimientos que brotaron de la nada, fueron obra de los mercados o, por el contrario, fueron los resultados de políticas estatales firmemente establecidas e impuestas contra viento y marea en todos los países con el respaldo de los gobiernos de los países más poderosos del planeta? Pese a todos estos cambios y al debilitamiento que los estados nacionales sufrieron en la periferia del sistema capitalista, su papel sigue siendo de gran importancia. No se sostiene el capitalismo neoliberal globalizado sin el apoyo administrativo, político y militar de los estados. Y esto lo entendió muy bien la derecha norteamericana, pese a que en el pasado había abrazado las concepciones anarco-liberales de Nozick que clamaban por un «Estado mínimo». Cuando hablamos, como lo hace González Casanova, de un neoliberalismo armado o de guerra, ¿quién tiene las armas, quién hace las guerras? ¿Microsoft, McDonald’s, Intel, o el Estado norteamericano? Ahí queda claro que el papel del Estado en la preservación del sistema es de una enorme importancia.

Pero también lo es porque, pese a su carácter de clase y a su función de dominación, no puede sino expresar las contradicciones del capitalismo, cosa que se observa en la preservación de ciertos derechos ciudadanos a la educación, a la salud, a la seguridad social; o en el sostenimiento, en algunos países, de ciertos espacios públicos mínimamente democráticos en la constitución política del Estado o en materia de comunicación, desarrollando, por ejemplo, un sistema público de radio y televisión capaz de vehiculizar las voces de las clases dominadas. Sin embargo, el Estado en América Latina se ha ido desnacionalizando -no en el sentido de llegar a perder control dentro de su propio territorio, esto es muy discutible y totalmente relativo- sino en el sentido de que se extranjerizó la economía y, consecuentemente, se extranjerizaron cada vez más las clases dominantes, sirviendo por lo tanto a intereses ajenos a los que, con mucha cautela, podríamos denominar como «nacionales». Que en un país como Cuba haya sobrevivido un Estado nacional capaz de resistir casi medio siglo de agresiones imperialistas de todo tipo demuestra, entre otras cosas, la vitalidad y la importancia práctica que todavía conservan, en esta era de la globalización, la defensa de los intereses nacionales y de la identidad nacional.

KM: Durante las décadas del ochenta y noventa la teoría y el discurso crítico se ha dedicado a «denunciar» las aberraciones a las que el neoliberalismo nos sometía. Sin embargo, podemos reconocer a estas alturas que no alcanzó y que la fuerza del discurso dominante fue mayor: el neoliberalismo habría logrado algunas victorias, tanto en el terreno cultural como en el ideológico. En este contexto, ¿en qué dirección tendrían que ir fundamentalmente las estrategias que la izquierda tiene por delante?

AB: Aquí se plantea el tema de la victoria ideológica del neoliberalismo, que ha tenido un fracaso rotundo en materia económica. Esto es fácil de demostrar, por ejemplo, si se realiza un análisis de la economía mexicana desde 1982 hasta el 2003. Durante esos veintiún años se vivió bajo la aplicación estricta del modelo neoliberal. Resultados: el producto per cápita creció el 0,3% en 21 años. Entiéndase bien: no 0,3 % por año, sino 0,3 % en veintiún años, y eso gracias a que más de diez millones de mexicanos emigraron hacia Estados Unidos y sostuvieron el nivel de la economía en México con remesas que, antes del gran aumento del precio del petróleo, casi equivalían a los ingresos petroleros del país. El fracaso económico del neoliberalismo ha sido rotundo también en Argentina, que durante los años noventa fue el país modelo. Recordemos el discurso de despedida del director gerente del FMI, Michel Camdessus, cuando elogia al Gobierno argentino en el año 1998 -¡no en 1991, sino en 1998!-, diciendo que la «Argentina era un país ejemplar, que hizo las grandes reformas, que el presidente Menem reconcilió la economía de mercado con la democracia y el movimiento popular». Todo lo cual aseguraba para ese país, según Camdessus, un venturoso ingreso al siglo xxi. Poco después se produjo el impresionante derrumbe de todas esas ilusiones.

Inclusive en el caso chileno, tan bien publicitado, tan bien vendido con una operación de mercadeo político extraordinaria, diversos indicadores demuestran que luego de treinta años de primado del neoliberalismo la distribución del ingreso ha empeorado y la brecha que separa a ricos de pobres se ha profundizado, según lo confirma en un trabajo reciente Ricardo Ffrench Davies. Por otra parte, si algo demuestra también el caso chileno es la extrema vulnerabilidad de un modelo basado en la ficción de que se puede alcanzar el desarrollo económico deprimiendo el mercado interno y concentrando exclusivamente los esfuerzos en la conquista de mercados externos.

En resumen, si en México, Argentina, Chile, y podríamos agregar Bolivia, el neoliberalismo produjo tales resultados, ¿dónde fue que triunfó? Pues bien, triunfó precisamente en el terreno ideológico. Ganó, por ahora, la batalla de las ideas. Aquí me parece que sería interesante estudiar la decadencia del neoliberalismo a la luz de la historia latinoamericana, siguiendo algunas ideas de ese gran sociólogo ecuatoriano y durante tantos años maestro de la UNAM en México, Agustín Cueva, cuando estudiaba el ocaso de la hegemonía oligárquica, en su libro El desarrollo del capitalismo en América Latina, publicado en 1976. Allí Cueva demostraba cómo en nuestros países la hegemonía oligárquica se derrumba, especialmente en los países del sur, con la crisis del 29. Sin embargo, él comprueba que las ideas oligárquicas perduran por lo menos treinta años más. Me parece que en la actualidad Latinoamérica atraviesa un proceso muy parecido, si tenemos en cuenta que, pese al evidente fracaso del modelo, la vigencia de las ideas neoliberales prosigue su curso, y penetran y colonizan los más diversos ámbitos de la vida social, hasta los partidos de izquierda o de centroizquierda. Podemos dar varios ejemplos: el caso del PRD en México, del Partido Socialista en Chile, del PT en Brasil. Al respecto es instructivo traer a colación una frase del ministro Antonio Palocci, cuando ni bien jura como ministro de Hacienda del nuevo gobierno de Lula declara que: «Vamos a cambiar esta economía sin cambiar la política económica». Poco después, todo el mundo se da cuenta de que lo que dijo es una tontería, pero nos ilustra acerca de la penetración del neoliberalismo en estas fuerzas políticas, a las que habría que agregar, aparte de las mencionadas, el PRI mexicano, el MNR boliviano y el peronismo argentino.

En conclusión, es a partir del reconocimiento de esta fenomenal hegemonía ideológica del neoliberalismo, de su triunfo en el plano de las ideas y en la sociedad civil, que la agenda de la izquierda tiene que colocar el tope de sus prioridades librar esa gran «batalla de ideas» a la cual Fidel Castro nos viene convocando desde hace tanto tiempo.

KM: Mucha militancia de izquierda insiste en una búsqueda cuasi religiosa de referentes teóricos. En ese contexto podría inscribirse el peso desmesurado que han tenido los trabajos de Toni Negri y John Holloway, apoyado sobre todo el primero, por la anuencia de la crítica positiva y la propaganda de los representantes de la ideología dominante. Tu opinión acerca del concepto de multitud y de antipoder de Holloway.

AB: Mi opinión respecto del concepto de multitud y antipoder es muy crítica, tal lo desarrollé en un trabajo que se publicó en la revista Memoria de México. Para comenzar diré que no creo que multitud sea un concepto útil y valioso para las ciencias sociales. Cuando yo lo dije, a propósito de mi polémica con Hardt y Negri, mucha gente me criticó acerbamente. Pero, pero por suerte para mí, poco después salió una entrevista de Michael Hardt en donde éste decía que la categoría de multitud era un concepto poético, que no tenía nada que ver con la teoría social. Es textual, «poético». Eso no lo dijo Negri, pero lo dijo Hardt. Entonces, no es un concepto serio porque, en realidad, poco se sabe de cual es el contenido sociológico del fenómeno de la multitud. ¿Una multitud formada por quienes, pertenecientes a qué clases? La multitud existe como fenómeno, sin duda; pero lo suyo se caracteriza por su vaguedad y por su fugacidad. Una multitud puede ocasionar una revuelta, pero jamás producirá una revolución.

Una revuelta, por ejemplo, como la argentina del 19 y 20 de diciembre del 2001, que puso fin al gobierno de De la Rúa y a la gestión de su ministro de Economía, Domingo F. Cavallo. Sin embargo, luego de tales logros el neoliberalismo prosiguió su marcha impertérrito en la Argentina. Esto debería haber sido un llamado de atención para Hardt y Negri, pero hasta ahora parecen no haber tomado nota de las enseñanzas que deja la experiencia argentina en esta materia.

En segundo término, en lo que concierne al antipoder, pienso que es un concepto totalmente romántico, que no tiene ningún referente empírico. Ninguno de estos autores, sea en el caso de Holloway -que es un amigo entrañable-, o en el de Hardt y Negri, hacen un análisis sobre el problema del contrapoder o del antipoder a la luz de algunas experiencias claves teorizadas de manera muy seria en la teoría marxista. Por ejemplo, resulta incomprensible el abordaje de temas como ése haciendo abstracción de las enseñanzas derivadas de la Comuna de París, el surgimiento de los soviets, o la problemática del poder dual en 1905 y 1917 en Rusia. Por ende, son teorizaciones débiles y es bien poco lo que podemos esperar de ellas. Se trata de temas, palabras, discursos que se pusieron de moda, pero no alcanzo a discernir el papel que ellos podrían tener en la reconstrucción del pensamiento socialista.

KM: ¿Cuál es tu opinión acerca de los movimientos tan divergentes que irrumpen en la escena política latinoamericana, como el EZLN, el MST o los piqueteros en Argentina? ¿Cuáles son sus límites y potencialidades?

AB: Creo que son movimientos muy significativos pero muy diferentes por su composición social, sus formatos organizativos y sus estrategias y tácticas de lucha. Pero, más allá de estas variaciones habría que comenzar diciendo que ellos han ejercido una saludable influencia en la vida pública de nuestros países, si bien ahora siento que deben enfrentarse a formidables desafíos que, probablemente, limiten las posibilidades de su futuro protagonismo en el marco de la política nacional.

Comencemos por el caso del zapatismo en México, un admirable movimiento dotado de una fuerza simbólica extraordinaria y que ha inspirado a millones de personas en todo el mundo a lanzarse a la lucha contra «los señores del dinero.» Tan sólo por eso el zapatismo merece todo nuestro respeto. Pero, si dejamos el terreno axiológico y pasamos al plano político, uno comprueba que ya han pasado veinte años desde la conformación del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y diez años de la insurrección en Chiapas y las condiciones de opresión y explotación que padecen los indígenas mexicanos, incluso exclusivamente en Chiapas, poco han cambiado. Tal vez en las comunidades zapatistas, pero hay que recordar que no todas las comunidades que hay en ese Estado se identifican con el zapatismo. Por supuesto que sería absurdo y profundamente injusto exigir grandes resultados, olvidándose de que se trata de una larga, muy larga lucha y que las condiciones que oprimen a esas poblaciones se estructuran en el plano nacional e internacional y que, por lo tanto, una lucha localizada difícilmente podría cambiarlas. Dadas estas restricciones, lo que los zapatistas hicieron para mejorar las condiciones materiales y espirituales de las poblaciones indígenas es un logro insoslayable. Logro que se sitúa más en el terreno de la conciencia y de la ideología que en el mundo material. Es ahí donde su revolución, la «revuelta de la dignidad», cosechó los mejores frutos y donde su ejemplo se irradió por todo el mundo. En el terreno económico, en cambio, su impacto fue mucho más modesto y en el político, a casi once años de su aparición su incidencia en el plano nacional es sumamente limitada.

En este sentido creo que sería útil señalar que la trayectoria del zapatismo describió una parábola que sucintamente podría describirse así: estupor y sorpresa generalizadas a comienzos de 1994; creciente entusiasmo y apoyo de amplios sectores de la población mexicana -y del resto del mundo- en los años subsiguientes, a punto tal que los zapatistas, y sobre todo Marcos, se convierten en un verdadero ícono que identifica a las protestas contra el neoliberalismo en todo el mundo. A esto sigue un período de relativo estancamiento que se interrumpe con el lanzamiento de la gran caravana que recorre el país y llega triunfalmente al Zócalo de la ciudad de México en marzo del 2001. Este es, a mi modesto entender, el minuto clave, porque generó una enorme expectativa en todo el país. La caravana constituyó un bellísimo ejemplo de eso que Gramsci llamara «momentos de vida intensamente colectiva», y que debía aprovecharse lanzando, ahí mismo, una gran organización política dispuesta a luchar por el poder en el plano nacional. Por supuesto que esto no dependía sólo de los zapatistas, pero no se hizo. Si ellos lo hubieran hecho habrían obligado a la izquierda tradicional por lo menos a expedirse y a tener que enfrentar el debate. En lugar de eso, y de manera sorprendente, la caravana decidió abandonar la ciudad de México y regresar a Chiapas, desperdiciando una inmejorable oportunidad. Luego sobrevendría una nueva etapa marcada por el silencio y la casi desaparición del zapatismo de la escena política y mediática -no en la vida cotidiana de las comunidades, por supuesto-, sólo alterada por la introducción de los caracoles como nueva forma de gobierno en las comunidades.

Resumiendo: el zapatismo no consiguió forjar un sistema de alianzas que posibilitara una modificación del cuadro político mexicano. Sus luchas no lograron incidir de tal manera que precipitasen un sostenido avance de las fuerzas populares y de las alternativas al capitalismo neoliberal. Por supuesto, esto dependía en gran medida de lo que aquéllas estuvieran dispuestas a hacer. Y los partidos y organizaciones de la izquierda tradicional mexicana, duele reconocerlo, no estuvieron a la altura de los desafíos que planteaba la emergencia del zapatismo. En lugar de conjuntar fuerzas, potenciaron sus respectivas debilidades y la consecuencia fue el avance impetuoso de la derecha. Sería un error, amén de una tremenda injusticia, atribuir esta frustración a los problemas estratégicos y tácticos del zapatismo. Pero lo cierto es que la nueva alternativa originada en las montañas del sureste mexicano no ha logrado todavía arraigarse en el espacio más amplio de la nación, suponiendo que éste hubiera sido su objetivo lo cual, lo admito, puede no haber sido el caso.

Más allá de la simpatía y la solidaridad que merece el zapatismo, creo importante anotar lo que, a mi juicio, son algunos errores de estrategia política y de diagnóstico sobre la situación real de México. Señalemos apenas dos: primero, la ya mencionada retirada del Zócalo cuando lo aconsejable hubiera sido quedarse y capitalizar ese momento excepcional que se estaba viviendo en México; segundo, los errores de diagnóstico contenidos en algunas declaraciones y documentos del EZLN que proyectan la imagen de un México concebido como país indígena-campesino, lo cual es sociológicamente incorrecto. Puede haber sido así hace un siglo, aunque lo dudo. Pero hoy en día tal caracterización no se corresponde con la realidad y mal puede servir como brújula para impulsar un proceso de transformaciones como el que México necesita.

De todas maneras, el zapatismo ha sido una de las buenas cosas que le han ocurrido a América Latina y a México. Un soplo fresco, que tanto necesitábamos, que nos ha servido para pensar cosas nuevas, romper viejos moldes y fomentar la audacia de la imaginación socialista. Por eso, yo creo que hay que solidarizarse con su lucha, que es absolutamente justa; pero apoyar su lucha no equivale a abandonar el pensamiento crítico.

La comparación con el caso del Movimiento de los Sin Tierra (MST) del Brasil puede ser sumamente ilustrativa. Hay muchas diferencias entre ambos movimientos, pero hay una que me parece crucial: mientras el zapatismo ha optado por el rechazo sistemático a toda vinculación con las autoridades políticas del Estado, tanto en el plano nacional como en los niveles inferiores de la organización política, el MST ha hecho lo contrario. El gran mérito del MST fue que pudo adoptar una política de presionar y negociar con el Estado sin abandonar para nada los principios. Es claro que el Estado brasileño no ha desarrollado esa insuperable capacidad del Estado mexicano para cooptar movimientos y para deglutir fuerzas opositoras, por lo cual la negociación con sus autoridades es menos peligrosa que en México. Independientemente de esto, el MST es un movimiento de izquierda, ideológicamente muy coherente y doctrinario, nada sectario, y al mismo tiempo, y esto es lo excepcional, dotado de una flexibilidad táctica en materia política que se ha traducido en una significativa gravitación en la vida política y social del Brasil. A la influencia ideológica que tiene el zapatismo sobre ciertos sectores de la sociedad mexicana, el MST le agrega en Brasil una influencia ideológica mucho más extendida y, a la vez, una gravitación en la vida económica, social y política que no tiene parangón en el caso mexicano. La combinación entre gran coherencia ideológica y flexibilidad táctica le ha permitido al MST construir nuevas relaciones de fuerza y acumular un poder social, ideológico, económico y político sin precedentes para un movimiento de ese tipo en América Latina.

Por último, el caso de los piqueteros en Argentina es muy complejo porque se trata, en realidad, de un archipiélago de distintas fuerzas y movimientos, sumamente fragmentado y sobre el cual es muy difícil formular una apreciación general. Mientras que al hablar del EZLN y el MST estamos hablando de una organización política y social, en el caso de los piqueteros lo hacemos de un amplio conjunto de organizaciones, sumamente diferentes entre sí en lo tocante a la ideología, modelos organizativos, estrategias y tácticas políticas, etcétera. Hay sectores contestatarios que se oponen al capitalismo y al neoliberalismo, pero otros, sin duda mayoritarios, se agrupan simplemente para defender sus condiciones mínimas de existencia ante la amenaza del desempleo masivo. En esas condiciones, el gobierno de Kirchner ha desactivado bastante exitosamente los principales focos de protesta y contestación piquetera mediante la intensificación de un amplio programa asistencialista, el Plan Jefas y Jefes de Hogar, que llega a un millón setecientos mil jefes de familia. Por otra parte, la relativa recomposición de la situación de los sectores medios privó a los piqueteros de los importantes aliados con que contaban a finales del 2001 y comienzos del 2002. Si a esto se le suma la utilización indiscriminada de una sola táctica de lucha, los «cortes de calles y rutas», que ha generado crecientes críticas en la población, se comprenderán las razones por las cuales los piqueteros han visto declinar muy marcadamente su influencia política y social en la Argentina de hoy.

Concluyo diciendo que un gran desafío que tienen los movimientos sobre los cuales me preguntaste es el de constituir ese intelectual colectivo al cual se refería Gramsci, capaz de sintetizar en un proyecto unitario el conjunto disperso y fragmentario de aspiraciones, intereses y demandas del complejo y plural universo de las clases subalternas de México, Brasil y la Argentina. Esta tarea es indispensable, y va más allá de los movimientos. Por algo Gramsci asignaba esa tarea al partido político, espacio en el cual debía sintetizarse un proyecto de desarrollo de todas las «energías nacionales», para seguir con las expresiones utilizadas en sus Cuadernos de la Cárcel. «El Estado -afirma Gramsci- se concibe, sin duda, como organismo propio de un grupo, destinado a crear las condiciones favorables a la máxima expansión de ese grupo; pero este desarrollo y esa expansión se conciben y se presentan como la fuerza motriz de una expansión universal, de un desarrollo de todas las energías ‘nacionales’, o sea: el grupo dominante se coordina concretamente con los intereses generales de los grupos subordinados, y la vida estatal se concibe como un continuo formarse y superarse de equilibrios inestables (dentro del ámbito de la ley) entre los intereses del grupo fundamental y de los grupos subordinados».

El problema es que tales partidos no están disponibles para esa tarea porque la crisis de los partidos políticos de izquierda ha alcanzado colosales proporciones. Ahí están, para demostrarlo, los casos del PRD, del PT, de los socialistas en Chile y tantos otros. He ahí una de las claves que explica la larga supervivencia del neoliberalismo en nuestros países: las múltiples y vigorosas formas de la protesta social que resisten a su opresión no encuentran un cauce que las unifique y las potencie ante la ausencia de partidos políticos dotados de la coherencia ideológica, legitimidad popular y eficacia organizativa como para construir una alternativa posneoliberal. Y en ese interregno, volvemos a Gramsci por última vez, «cuando lo viejo no termina de morir, y lo nuevo no termina de nacer» pueden aparecer toda clase de fenómenos aberrantes. Y América Latina está saturada de aberraciones.

KM: ¿Podés hacernos una pequeña reseña biográfica de tu trayectoria personal?

AB: Soy sociólogo, nacido en la Argentina. Después de hacer mis estudios de maestría en Ciencia Política en la FLACSO de Chile, a finales de los años sesenta, realicé mi doctorado, también en Ciencias Políticas, en la Universidad de Harvard, que terminé en 1976. En esa fecha me voy a México, país donde paso los siguientes ocho años de mi vida y que me marcan indeleblemente. Se trató de un período extraordinariamente interesante, por el proceso histórico por el que atravesaba México, y para mí muy productivo además por el contacto que logro tener a través de los estudiantes de la UNAM y de FLACSO, lo que me permitió conocer de cerca la problemática de muchos países de la región. En 1984, con el retorno de la democracia, volví a la Argentina. En la actualidad soy secretario ejecutivo del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales, CLACSO.

Mi estrecho contacto con la academia norteamericana, desde mis estudios de licenciatura en la Universidad Católica Argentina, me permitió atestiguar la progresiva bancarrota del saber convencional en las ciencias sociales y la necesidad de buscar nuevos horizontes teóricos, lo que me condujo, inexorablemente, a mi encuentro con la tradición marxista. A ésta llego, debido al carácter absolutamente ortodoxo de mi formación originaria como sociólogo, de la mano de la teología de la liberación y su radical replanteamiento de la cuestión social. A partir de ahí hubo un rápido tránsito desde una visión nebulosamente cristiana de izquierda, a un pensamiento marxista que mis años en Harvard -cuya Widener Library es una joya para los estudiosos del marxismo- y después mi amplia experiencia en América Latina, no hicieron más que contribuir a arraigar cada vez más profundamente.


Entrevista para Herramienta realizada en México por Karina Moreno a mediados del 2004 y revisada por el Dr. Boron. Karina Moreno, colaboradora de nuestra revista en México, es licenciada en Ciencias Políticas por la UBA y maestra en Estudios Latinoamericanos por la UNAM. Actualmente culmina el doctorado en Estudios Latinoamericanos en la UNAM.