Para Washington, los días felices de la última década del siglo XX, cuando el poder norteamericano era innegable y desmedido en todo el planeta, no volverán. El error estratégico, con Bush, de la invasión de Iraq, lanzada por el neoconservadurismo estadounidense para alumbrar un siglo XXI bajo su dominio, dio lugar, paradójicamente, a las primeras […]
Para Washington, los días felices de la última década del siglo XX, cuando el poder norteamericano era innegable y desmedido en todo el planeta, no volverán. El error estratégico, con Bush, de la invasión de Iraq, lanzada por el neoconservadurismo estadounidense para alumbrar un siglo XXI bajo su dominio, dio lugar, paradójicamente, a las primeras grietas francesas y alemanas y a extenuantes guerras en Oriente Medio, a las que se añadieron la nueva política exterior independiente de Putin, que borraba así los años de Yeltsin de la Rusia arrodillada, y el cauteloso y progresivo fortalecimiento chino. La conjunción de unas guerras empantanadas y sucias, de la revelación al mundo de que Washington espía, secuestra, tortura, encarcela y mata sin control; de una economía capitalista de casino donde los viejos bandidos siguen robando a manos llenas, y de la progresiva certeza de que Estados Unidos si bien puede iniciar guerras y encender regiones enteras no puede ya imponer su voluntad, hicieron el resto. El tránsito de los días felices hasta el nuevo mundo reveló que el imperio norteamericano, siempre dominante y orgulloso, se había vuelto vulnerable.
La confusión ante el mundo que llega, sin premura pero irremediablemente, y la certeza de que los años de gloria se escapan, difundida por los enemigos pero también por relevantes personajes como Bill Clinton o Henry Kissinger, no mitiga en los núcleos dirigentes de Washington el afán por intentar detener la decadencia, ni evita la peligrosa convicción, arraigada en el pensamiento estratégico norteamericano, de que Estados Unidos es una «nación providencial», creada para confirmar el sueño de dios, segura de su bendición (In God we trust), surgida para dirigir el mundo. Todo el establishment norteamericano está convencido de la «excepcionalidad» de Estados Unidos. Esa idea, compañera de la aventura imperial, tiene sus lejanos orígenes en la política exterior imperialista que impulsó William Henry Seward (secretario de Estado de Abraham Lincoln y de Andrew Johnson) y, después, en la presidencia de Teddy Roosevelt. Tras la Segunda Guerra Mundial, en los años de Truman, Estados Unidos inició sus programas de operaciones militares encubiertas para apoyar a grupos guerrilleros en territorio soviético y chino, o en Europa, como hicieron en Albania, y siguieron con prácticamente todos los presidentes, que, además de protagonizar guerras de exterminio, como en Vietnam, autorizaron planes para derrocar gobiernos, desde Guatemala a Irán, pasando por Cuba, Chile, la vieja Indochina, Congo, Angola, Afganistán, Nicaragua, y, en los últimos veinte años, lanzaron nuevas operaciones (directamente o a través de grupos terroristas dirigidos por la CIA) en la periferia rusa, en Asia central, Iraq, Irán, Pakistán, Yemen, Siria y Libia.
Hoy, la pretensión de mantener un mundo unipolar, el predominio norteamericano en el planeta, tiene dos serios adversarios: Pekín y Moscú. China, que tiene los recursos necesarios para hacerlo, no busca sustituir a Estados Unidos como gran potencia planetaria, pero rechaza el hegemonismo pendenciero y brutal que define a la Casa Blanca; Rusia, cuyo poder económico es notablemente menor que el de Estados Unidos y China, quiere la consolidación de un mundo multipolar, mientras intenta reconstruir pacientemente los viejos lazos con las que fueron repúblicas soviéticas, porque sabe que nada bueno puede esperar de un mundo dirigido por Washington. Así, en el diseño de la política exterior norteamericana, tanto Pekín como Moscú son adversarios a batir, y Washington no dudaría siquiera para contribuir a una hipotética partición de Rusia y China, como impulsó el desmembramiento de la Unión Soviética: no es sólo una cuestión ideológica, porque si bien China mantiene un perfil comunista (pese a los cambios y el desarrollo económico) que justifica la desconfianza de Washington, la nueva Rusia capitalista no puede considerarse un adversario por su modelo social. Pero, por su envergadura, ambos países son sombras amenazadoras para el declinante sol norteamericano. Si China postula un concierto internacional donde los grandes países sean corresponsables en el planeta, y Rusia prosigue su trabajosa reconstrucción y aspira a consolidar su posición de gran potencia, Estados Unidos sólo persigue la dominación ciega, la hegemonía sobre un mundo angustiado que asiste al agravamiento de todos los peligros, a la amenaza del apocalipsis ecológico y de un capitalismo esclavista que cubre de miseria, mugre, polvo y explotación a buena parte de los habitantes del planeta. Las más relevantes decisiones estratégicas de Washington en los últimos años van en esa dirección, y tienen a Pekín y Moscú entre sus objetivos: tanto el despliegue de los escudos antimisiles en Europa y Asia, como los intentos de sabotaje del proyecto de Putin de «Unión Euroasiática» y la exclusión de Rusia del G-8, así como el «giro a Asia» para contener la pujanza china, el apoyo a golpes de Estado (Thailandia, Egipto y Ucrania en los dos últimos años) y la ayuda militar y diplomática a rebeliones contra gobiernos molestos (Libia, Siria, etc); sin olvidar el patrocinio de una guerra civil ucraniana en la frontera sur de Rusia, el proyecto de incorporación a la OTAN de Ucrania y Georgia, ni la utilización de redes terroristas para sus fines. Esas decisiones, que no eran ni necesarias ni inevitables a la luz de la forzosa cooperación internacional para atender la crisis mundial, revelan la ambición norteamericana. También, su ceguera.
Ahora mismo, las tres zonas más peligrosas del planeta son Oriente Medio, Europa oriental y las costas que bañan China (Mar de China Oriental y Mar de China meridional). En las tres, se enfrentan los intereses de Washington, Pekín y Moscú. Excepto en las costas chinas, las guerras se han impuesto, con desigual intensidad, y, en Asia, la nueva orientación belicista del gobierno de Shinzō Abe no invita al optimismo, porque no se hubiera producido sin el previo aval del gobierno norteamericano. La renuncia al pacifismo consagrado por la vieja constitución nipona (irenismo que fue impuesto por Estados Unidos en la posguerra) ilustra la nueva tentación de Washington, y anuncia un giro estratégico de Japón que responde más a las necesidades de Estados Unidos que a las suyas propias, puesto que China, más allá de la defensa de sus intereses y de la reivindicación de islotes en su fachada marítima, no ha mostrado el menor signo agresivo hacia Japón, ni ha movilizado su ejército, aunque haya indicado su preferencia por los partidos políticos japoneses y los sectores empresariales que se oponen a la política de Abe. Las últimas iniciativas chinas en el seno de los BRICS, como la creación del Asian Infrastructure Investment Bank, AIIB, que tendrá su sede en Pekín y puede convertirse en una alternativa al Banco Mundial y el FMI, fueron saboteadas por Washington, que forzó a Japón, Corea del Sur e Indonesia para que no se uniesen al proyecto. La visita de Xi Jinping a Seúl (cuyos sucesivos gobiernos, por encima de los partidos, mantienen gran desconfianza histórica hacia Tokio) fue interpretada por Washington como un intento chino de debilitar la tripleta que agrupa a Estados Unidos, Japón y Corea del Sur, y configura el eje central de las alianzas norteamericanas en la región de Asia-Pacífico.
En Oriente Medio, Estados Unidos sigue apoyándose en Arabia y Egipto, se enfrenta al poder regional de Irán y transige con una Turquía que, si bien es aliada formal en la OTAN, tiene sus propios intereses y ejerce un papel cada vez más autónomo en la región. El desastre estratégico de las guerras lanzadas por George W. Bush ha creado un caos regional (Iraq, Afganistán, Pakistán, Siria) que se ha extendido al Yemen, y el gobierno Obama, además, debe lidiar con la agresividad de Israel y con la herida sangrante de la cuestión palestina, que ha sido incapaz de introducir en las discusiones sobre el futuro de la región. Casi tres lustros de abierta intervención militar estadounidense en Oriente Medio han destruido sociedades donde imperaba el laicismo y se había iniciado el desarrollo, han creado un escenario de guerras sin control, de muerte y destrucción, de desarrollo del fanatismo religioso y de eclosión del terrorismo.
Para Ucrania, Washington ha seguido un preciso guión, que ha arrastrado a la Unión Europea: primero, organizaron la ayuda al Maidán y la provocación de los francotiradores de Kiev; después, impulsaron el golpe de estado contra Yanukóvich; por último, lanzaron la operación de castigo contra los opositores al golpe de estado, que ha degenerado en una guerra civil en el este del país, con episodios de provocación como el sospechoso derribo del avión de Malaysia Airlines, MH17, que Washington ya no tiene interés en aclarar . Estados Unidos añora la dependiente política exterior de Moscú en los años de Yeltsin y de Kozirev, y, ante la nueva orientación estratégica de Putin (que se resiste a la intromisión norteamericana, pero que quiere mantener buenas relaciones con Bruselas) ha conseguido imponer a la Unión Europea su política de acoso a Moscú. Washington y Bruselas han impuesto hasta ahora siete oleadas de sanciones contra Rusia, con especial énfasis en dañar sus intereses en el negocio del petróleo y el gas, en la industria armamentística y en las instituciones financieras rusas. Las apresuradas exigencias norteamericanas llegan al punto de descuidar, con torpeza, la presentación de nuevas sanciones: así, la ruptura de la tregua por Kiev fue seguida de la adopción de nuevas represalias a Moscú «a causa de la escalada de violencia en Ucrania», aunque se ha encontrado con la piedra griega en su zapato. Si hasta enero de 2015, la Unión Europea estudiaba un relajamiento de las sanciones a Rusia, la ofensiva militar decidida por Poroshenko (con completo aval norteamericano) cambió por completo la situación. Además, Washington quiere dañar los intercambios comerciales entre la Unión Europea y Rusia, dificultar la expansión de la «nueva ruta de la seda» entre China y Europa, y, en lo posible, torpedear la relación entre Moscú y Pekín.
La ruptura de la «tregua de Minsk» y el reinicio de la guerra civil ucraniana por parte de Poroshenko no se hubiera producido sin el acuerdo de Obama, y abre dos hipótesis que agradan en Washington: la primera, indica que si Poroshenko consiguiese aplastar la resistencia en el este del país, se abriría paso la incorporación de Ucrania a la OTAN y se habría dado un duro golpe al desarrollo de la «Unión Euroasiática», el proyecto estratégico de Putin; la segunda, es más inquietante: que Moscú reaccione interviniendo en la guerra civil ucraniana, lo que abriría un peligroso escenario de una guerra generalizada en Europa. No es una hipótesis disparatada: Estados Unidos ya ha incendiado todo Oriente Medio, y una guerra global es una de las posibles vías de salida de la crisis general del capitalismo mundial. Ucrania, socio menor en este gran juego, amaga con el apoyo norteamericano y con el chantaje: exige a Rusia precios más baratos a los del mercado mundial por el gas que compra, se niega a pagar las deudas pendientes y amenaza con el desvío de parte del gas que corre por los gasoductos ucranianos con destino a la Unión Europea. Frente a las demandas de Putin, que reclama respeto y atención hacia los intereses de cada parte, el gobierno de Obama responde con una retórica agresiva y una campaña propagandística que busca el aislamiento internacional de Rusia y estigmatizarla como «país agresor» en la crisis ucraniana, sin querer reparar en su propio apoyo al golpe de estado en Ucrania ni en la evidencia flagrante de las últimas guerras de agresión lanzadas por Estados Unidos. La presión a Francia para que paralice la entrega de los portahelicópteros Mistral a Moscú es una muestra más de la actitud de Washington, y el intento de aislar a Rusia ha ido acompañado de la creación de nuevos centros militares de la OTAN en el Báltico y en Polonia, de nuevas misiones de vigilancia en Estonia, Letonia y Lituania, y del reforzamiento de la marina de guerra en aguas cercanas al Mar Negro y en el golfo de Finlandia. Por añadidura, el secretario general de la OTAN, Jens Stoltenberg, ha anunciado que la alianza debe prepararse para «utilizar la fuerza» si es necesario.
La Unión Europea apenas desempeña el papel de comparsa, sumida en una grave crisis, atenazada por una política que no sólo no consigue superar la recesión económica sino que agrava su falta de autonomía y su decadencia como actor político global, y una hipotética quiebra de la zona euro dañaría irremediablemente a Alemania, que se ha convertido en el eje de Europa. Gran Bretaña va a seguir siendo el fiel escudero de Washington. Los gobiernos británicos, conservadores o laboristas, consideran que mantener el estatuto de potencia internacional sólo puede hacerse a la sombra del amigo americano. Francia aspira a seguir formando parte del eje central de la Unión Europea y a preservar su papel de potencia regional en los países saharianos y en el Sahel africano. Por su parte, Alemania es consciente de que, si bien la guerra civil ucraniana favorece la presencia y el papel estratégico de la OTAN y los intereses norteamericanos, la extensión del dispositivo militar de la OTAN hasta las fronteras rusas es una provocación innecesaria a Moscú y no augura nada bueno para Berlín y la Unión Europea. Eso explica sus reticencias a la incorporación de Ucrania y Georgia a la alianza militar occidental, aunque el «partido de la guerra» cuenta también con partidarios en Berlín, y las viejas hipotecas de su subordinación a Estados Unidos no se van a romper a corto plazo. La inestabilidad de la zona euro, junto con los interrogantes sobre el propio futuro de la Unión Europea, no aconsejaban, precisamente, involucrarse en la aventura ucraniana. Y Berlín lo sabe. Pero ninguna de las potencias europeas va a resistirse a las imposiciones de Washington.
El Mar de China oriental se ha convertido en una «zona caliente»: la apuesta del gobierno nipón por reformar su constitución para abrir la puerta a intervenciones militares en el exterior tiene un claro destinatario: China. Sin embargo, Pekín, aunque no deja de señalar sus propias líneas rojas, no está dispuesto a dejarse arrastrar a un conflicto abierto: el propio Ejército Popular señalaba recientemente en su periódico la deficiente preparación militar china, que dificultaría sobremanera conseguir la victoria en una hipotética guerra en Oriente. El otoño pasado, Pekín puso en prueba su nuevo misil balístico intercontinental DF-31B, que podría alcanzar territorio estadounidense, pero su fuerza militar continúa siendo notablemente menor que la norteamericana. El gobierno de Pekín es consciente de que el Pentágono tiene planes concretos para un eventual ataque masivo a China, rápido y contundente, de cuyo diseño forma parte el «escudo antimisiles», hipócritamente presentado a la opinión pública como un mecanismo defensivo ante una pequeña potencia como Corea del Norte, sin posibilidad real de alcanzar el territorio norteamericano. No por casualidad, el general Valeri Gerásimov, jefe del Estado Mayor ruso, advertía en enero de 2015 que el escudo antimisiles norteamericano estaba adquiriendo un carácter global, y que estaba desplegándose también en la región del Pacífico, pese a que su instalación vulnera los tratados de desmantelamiento de misiles de corto y medio alcance suscritos por Washington y Moscú.
Ningún imperio ha aceptado de buen grado su desaparición, y Estados Unidos está librando una guerra para intentar mantener su hegemonía en el mundo: guerra abierta en Oriente Medio y, con actores interpuestos, en Europa del Este, y soterrada en Asia y en las instituciones internacionales, empresariales y comerciales, y en los escenarios diplomáticos. Estados Unidos va a tener dificultades financieras y políticas para mantener la presencia en Oriente Medio, aumentar el despliegue en Europa del Este sin forzar a sus aliados europeos, y para desarrollar su «giro a Asia», que no puede hacer sin aumentar su gasto militar: a principios del año 2015, la oficina del presupuesto del Congreso norteamericano consideraba que Estados Unidos deberá gastar 350.000 millones de dólares en la próxima década sólo para mantener y modernizar el arsenal nuclear. El aumento de las inversiones militares amenaza a la economía norteamericana.
Uno de los riesgos del futuro inmediato es que, ante la hipótesis de un mundo multipolar, articulado alrededor de cinco o seis grandes países, Estados Unidos prefiera el caos y la guerra a la pérdida de su hegemonía global. Un análisis razonable de los costes que implicaría esa vía, sin resignarse a la desoladora pero insoslayable evidencia de que ya no puede dominar el planeta en solitario, debería llevar a Washington a aceptar un escenario internacional distinto, operando con otras potencias en plano de igualdad, pero la convicción de su propia «excepcionalidad», arraigada en su historia y en sus aventuras imperiales, puede hacer que se incline por un mundo caótico, como muestran algunos signos inquietantes, porque el código penal que debe aplicarse al enemigo es, siempre, la destrucción o el vasallaje. El Pentágono anunció en octubre de 2014 su nueva estrategia (Army operating concept) para una guerra generalizada, donde no dejaba lugar a dudas sobre su disposición para eliminar a cualquier posible competidor que pueda dificultar el dominio norteamericano sobre el mundo y sus recursos, recurriendo a un ataque inicial demoledor si el enemigo es una potencia nuclear: China o Rusia. Los militares norteamericanos hacían pública su preocupación por el «creciente poder militar chino», y acusaban a Moscú de querer mantener su influencia en Europa y Asia, como si esa aspiración fuera absurda para el país más extenso de la tierra, asentado en esos dos continentes. El Pentágono tiene una enorme influencia, pero no es la única en los círculos del poder estadounidense, y si bien las alarmas periódicas cumplen la función de asegurar incrementos presupuestarios para los militares, también indican la preocupación que las mueven, los enemigos que señalan y la dirección de los disparos. Estados Unidos sigue siendo una formidable máquina de guerra, y cuenta con un poder determinante, pero se ha vuelto receloso, impredecible, sombrío, mientras sigue devorando las vidas de otros y los días, en una frenética carrera hacia la destrucción o el caos, como si pudiera ignorar que se ha tornado un imperio vulnerable.
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