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25 años del asesinato de Monseñor Romero

El Juez al que Óscar Romero exilió

Fuentes: El Faro.net

NOTICIAS El Juez al que Óscar Romero exilió Para algunos historiadores, la guerra civil salvadoreña empieza formalmente desde que una bala le rompió el pecho a Óscar Arnulfo Romero. Atilio Ramírez Amaya fue el hombre que tuvo que cargar con la responsabilidad de tomar el juicio y encontrar culpables. Eran tiempos revueltos y el horror tocó a la puerta del juez tres días después del magnicidio. Desde entonces, su historia había estado perdida y ésta es la primera vez que accede a contarla completa a un medio de comunicación.

Hacía ya meses que al juez Atilio Ramírez Amaya le entraba aquella fiebre nocturna. Todos los días, aún con los últimos destellos solares, la frente se le llenaba de sudor y empezaban los temblores. Años después, en el exilio, un psiquiatra le ofrecería la certeza del diagnóstico que él mismo había intuido: miedo. Miedo a la noche y sus muertos.

No era el único enfermo de miedo. Corría marzo de 1980 y la guerra civil asomaba ya su cabeza desangrada a la vuelta de la esquina. Un mes antes había sido asesinado, por cuerpos paramilitares, el procurador general de la república, Mario Zamora. Sólo ese año morirían 11,903 civiles.

Aquel lunes 24, cuando pasaban veinte minutos de las seis de la tarde, el juez impartía su cátedra de criminología. Justo en ese momento, no muy lejos de la Universidad Nacional, un Volkswagen rojo entraba en el hospital La Divina Providencia y se estacionaba a la entrada de la capilla, a unos treinta metros del altar. De la ventanilla trasera asomó la punta de un rifle de alta precisión. En cuestión de segundos, el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, caía al piso con la aorta rota por una bala fragmentaria. Desde que ese proyectil alcanzó su objetivo, la suerte de El Salvador estaba echada. El país se precipitaba hacia el horror, irremediablemente.

Diez minutos después del disparo, Atilio Ramírez, juez cuarto de lo penal, ya estaba enterado del asesinato y la Universidad Nacional era un hormiguero, en parte también por el baño de balas que el campus acababa de recibir desde un carro en movimiento. Las «fumigadas», como las llamaban los estudiantes, se habían convertido en un hecho casi cotidiano.

Fue en realidad el azar el que puso a Atilio en el camino del asesinato más importante de toda la guerra fría en El Salvador. Los jueces trabajaban por turnos y justo ese 24 de marzo él estaba en servicio. Como buen conocedor de los procedimientos, sabía que no había manera de librarse del caso, tarde o temprano llegaría a sus manos, así que decidió aligerar las cosas asumiendo desde el principio la conducción de las investigaciones.

Fue él quien, junto con el equipo de médicos, guardó en una bolsa plástica los fragmentos extraídos del cuerpo de Monseñor Romero y fue él el único que examinó palmo a palmo la escena en busca de casquillos. No hubo un solo agente para custodiar la escena del crimen, no se recogió una sola evidencia, ni se custodió la autopsia. De hecho, no hubo un reporte policial el día del homicidio.

El martes fue un día de trámites legales, de «ordenar papeles», como él lo describe. Un día largo y encendido. Por la noche la fiebre atacaba de nuevo y Atilio Ramírez sudaba a chorros mientras miraba la televisión con su mujer, cuando escuchó su sentencia de muerte a las ocho de la noche. El coronel Adolfo Majano, presidente de la Junta Revolucionaria de Gobierno, se pronunció en cadena nacional sobre el asesinato del arzobispo. El militar aseguró que la INTERPOL le había comunicado tener los nombres de los sospechosos del crimen y que éstos le serían entregados al juez para que girara las órdenes de captura.

«Ya me jodieron», le dijo a su mujer, mientras la fiebre lo hacía temblar. La supuesta lista de la INTERPOL nunca llegó a sus manos; lo único que no tardó en aparecer fueron las llamadas a su casa. La primera fue el miércoles en la mañana y la recibió su hija de 12 años.

-«Cual es tu color favorito»-, preguntaba la voz detrás del auricular. -«Es que de ese color le vamos a mandar el ataúd a tu papá cuando lo matemos»-, explicaba luego. Las llamadas se repitieron durante todo el día, al menos cinco veces. Del dicho al hecho hubo solo 24 horas.

Atilio Ramírez Amaya, juez del caso Romero.

El jueves 27, antes de regresar a su casa, el juez telefoneó a su secretaria para que ésta le comunicara al asistente del tribunal que era urgente que se entrevistaran en persona, que lo esperaría en su casa. A las diez y quince minutos, dos hombres jóvenes llamaban a la puerta, identificándose como delegados del asistente.

Pero las amenazas habían afilado la desconfianza de Atilio Ramírez. «Mejor sentate por si pasa algo» le dijo a su mujer, antes de calzarse al cinto el revólver Colt y cargar su vieja escopeta Mosberg. Se asomó desde su cuarto para ver cómo la empleada abría la puerta y dejaba entrar a los dos hombres. Vestían traje completo y uno de ellos llevaban un portafolio negro.

«Siéntense que ahorita los atiendo», dijo, con la escopeta oculta tras la puerta. Pero antes de terminar la frase, uno de ellos abrió el maletín y extrajo un arma de lujo, de uso militar. Se trataba de una de las nuevas mini sub ametralladoras Ingram, de fabricación israelí. Seguramente el matador no contaba con la Mosberg, ni con el temple del juez. En unos segundos la casa se había convertido en un campo de batalla. En medio de las balas escucharon pasos en el techo. «Mierda, nos van a matar como mataron a Mario Zamora», pensaba. Apenas alcanzó a tirar un colchón sobre su hija y alargar el revólver a su esposa. «Tirá a las ventanas, estos hijos de puta se nos quieren meter en la casa». De pronto, los pasos cesaron y el fuego también. En los siguientes diez minutos, en medio del más profundo silencio, lo único que se movía era el cuerpo de María, la empleada doméstica, que yacía en el piso con tres impactos de bala 9mm en las caderas. Fuera, dos patrullas de la Policía Nacional encendían los motores y se retiraban a toda marcha.

Esa noche, la familia se trasladó a la casa de un amigo. Nadie investigó el caso nunca, no hubo investigadores en la casa, no se le dio protección especial al juez, no hubo levantamiento de evidencia y, de nuevo, no existió ningún reporte policial que documentara el hecho. Al día siguiente, cuando Atilio Ramírez le pidió protección especial al presidente de la Corte Suprema de Justicia, éste lo miró con sarcasmo. «No invente fantasmas, Atilio». Para el domingo 29, el juez se había exiliado en Costa Rica. Todo había ocurrido en menos de una semana. Nadie nunca retomó el caso en El Salvador.

De juzgador a taxista

La juventud de Atilio Ramírez había sido dispersa y las noches eran largas y bohemias. Los recorridos nocturnos se sucedían entre copas y la parranda se alargaba desde La Plaza del Trovador hasta La 5º Avenida. Eran tiempos de mariachi y tríos, de mujeres y alcohol, mucho alcohol. Entre los frecuentes compañeros de juerga estuvo alguna vez Roque Dalton y Atilio se hizo muy popular entre todos los trovadores nocturnos de la zona. Eran buenos tiempos.

Luego llegó el momento de formalizarse y Atilio se casó. Los recorridos nocturnos se hicieron parte del pasado y el nuevo juez cambió la compañía de los cantantes por la de los Alcohólicos Anónimos. Nunca se imagino que las amistades labradas en esos años serían la única mano amiga que se le extendería durante sus primeros meses de exilio.

Una vez en Costa Rica, se descubrió solo, el sistema de justicia no le brindó protección legal y solo accedió a concederle dos meses de permiso con goce de sueldo. Con la universidad fue lo mismo, pese a ser miembro del Consejo Superior Universitario el único respaldo fue, también, un permiso de dos meses. Entre los dos salarios juntaba 240 dólares que le ayudaron a comprar un microbús.

Los primeros dos meses pasaron rápido, entre infructuosas solicitudes de trabajo y el creciente rechazo de sus amigos. «Los amigos que hubieran podido darme trabajo en Costa Rica se me comenzaban a esconder y llegué un día al ILANUD (El Instituto Latinoamericano de las Naciones Unidas para la Prevención del Delito y el Tratamiento del Delincuente) y les dije: «no me hagan más desgraciado de lo que ya soy. Vengo por verlos a ustedes no a pedirles nada», relata. La solución a su desempleo llegó más bien de otro grupo de amigos.

Atilio no era el único exiliado salvadoreño en Costa Rica. Una vez terminada la guerra, la Comisión de la Verdad describió el año de 1980 así: «La instauración de la violencia de manera sistemática, el terror y la desconfianza en la población civil fueron los rasgos esenciales de este período» . Ya no eran buenos tiempos para los trovadores ni para las prostitutas; el estado de sitio nocturno les había echado a perder el negocio y muchos se regaron por toda Centroamérica, Costa Rica incluido.

Fue en la plaza de La Esmeralda, lugar de marcha nocturna en pleno San José, donde Atilio reencontró amigos dispuestos a recibirlo. Allí estaban, como en los viejos tiempos, «El avispón», «El Sepulcro», «La Ardilla», cantantes y músicos de los tríos que una vez amenizaron sus noches de parranda. Ellos necesitaban de los servicios del juez, es decir, de un taxista con un vehículo lo suficiente grande como para transportar arpas y guitarrones. Así se hizo la vida, desde junio hasta octubre de aquel año oscuro de 1980.

Cuando Felix Ulloa, rector de la Universidad Nacional de El Salvador, se enteró de que Atilio vivía como taxista decidió mover sus influencias para abrirle una plaza de maestro en la universidad de Nicaragua. Fueron cinco años en los que transitó desde profesor de español hasta maestro de jurisprudencia, de delegado del sandinismo en su cuadra hasta investigador social en las comunidades de la selva. Todo ese tiempo vivió en casa de la única persona que le ofreció techo desde su llegada: «Tripa», un mariachi salvadoreño.

La última fiebre

El juez es ahora un hombre viejo y a primera vista parece mimetizarse con su actual despacho de abogado y notario. Sus maneras deambulan entre la más elocuente cortesía y la puteada sincera, que suele aparecer sobre todo cuando habla de los detractores de Romero. «Los hijos de puta ahora mejor se quedan callados, o hasta le hacen homenajes, pero antes lo atacaban cada vez que podían», grita a través de un rostro fruncido.

Asegura que no es amigo de dar declaraciones a la prensa, pero, cuando al fin se decide, la memoria abre las compuertas de par en par y las anécdotas salen apresuradas, una tras otra, y los años se suceden y los días aparecen. Días que nunca se perdieron, días que nunca ha dejado de recordar. Por ejemplo, la noche en la que, mientras servía al sandinismo en un pueblo perdido de la selva nicaragüense, vio miles de loras y guaras comiendo naranjas. O el día en que los mariachis lo recibieron con alegría en la Plaza Justo Santos, en el centro de Managua, cuando no tenía un lugar donde vivir. Se ríe ahora del día que lo hizo sentir «desdichado», cuando, estando aún en Costa Rica, decidió agregar algunos centavos extras a su trabajo de taxista, trabajando de jornalero en la temporada de corta de café. Arrancó granos durante más de dos horas, hasta que el caporal notó su acento salvadoreño y lo sacó sin pagarle lo cortado. «Es que no nos querían en ningún lado», recuerda entre risas.

Recuerda también que un día ya olvidado de 1983 recibió en Managua la llamada de un familiar exiliado en Costa Rica. Le decía que había un «gringo» al que le urgía entrevistarse con él. Al llegar al encuentro, el hombre se identificó como agente de la CIA, asegura Atilio, y tenía una petición especial: que, a través de una declaración jurada, implicara al ex capitán Eduardo Ávila en el asesinato de Monseñor Romero. Ávila había sido parte del equipo que, junto al ex mayor Roberto d´Aubuisson, fue capturado en la finca San Luis por «conspiración», dos meses después del crimen del arzobispo. «¡A mi no me gusta que me agarren de pendejo, ustedes bien saben quiénes fueron!», fue lo único que obtuvo el estadounidense como respuesta, según recuerda Atilio.

Su última anécdota en el exilio también está relacionada con un hombre del círculo íntimo de D’aubuisson. Era 1989 y había dejado Nicaragua hacía tres años para estudiar una maestría en criminología en la UNAM, México, cuando un viejo amigo se acordó de él. Se trataba de Roberto Angulo, entonces presidente de la Asamblea Legislativa, miembro de la cúpula del partido ARENA y muy cercano amigo de Roberto d’Aubuisson.

En la versión de Atilio, el «amigo», vía teléfono, fue al grano: «Quiero que regresés al país como magistrado de la Corte Suprema de Justicia». En la versión de Angulo todo ocurrió más lento. Simplemente en una de sus visitas diplomáticas al Distrito Federal se encontró con un antiguo compañero de la AAA, al que recordaba con cariño y pensó en la posibilidad de «ayudarlo». Lo cierto es que los jesuitas, a través de su universidad en El Salvador, aseguraron que era una maniobra para «lavar la cara de ARENA». Angulo lo descarta: «Yo ni siquiera tuve en cuenta que él había llevado el caso de Monseñor. Simplemente varias personas lo consideramos idóneo», explica.
Atilio fue magistrado de la máxima corte durante cinco años. Había salido como un perseguido y regresaba por la puerta ancha, la más ancha.

En El Salvador, el caso que lo sacó del país no ha sido reabierto. Después de los Acuerdos de Paz los presidentes, uno tras otro, han hablado de «perdón y olvido», y Atilio los escuchó en silencio. Hasta el 25 de agosto del año 2004. La fiebre, que había desaparecido en el exilio, lo estaba esperando en Fresno, regresó la noche antes del juicio, acompañada de sombras que se movían sospechosamente en cada rincón del hotel. «Es que el miedo no se olvida», dice Atilio.

Así, con la frente sudorosa subió al estrado y contó su historia. Cuándo se le pregunta la razón por la que decidió enfrentar a sus fantasmas en aquella corte ajena, como testigo del juicio contra el ex capitán Álvaro Saravia, por el asesinato de Óscar Arnulfo Romero, no vacila ni un segundo: «es que después de todo, esto yo se lo debía a Monseñor».

Ese día subió al estrado e hizo lo que había estado esperando durante 24 años: se presentó en una corte para cerrar el caso más importante de su carrera, su último juicio como Juez Cuarto de lo Penal. Lo hizo en otra corte, en otro país y con otro juez.