Para Rusia hay, a partir de este momento, un antes y un después de Beslán. Como lo ha habido, para Estados Unidos, un antes y un después del 11 de septiembre. La masiva toma de rehenes civiles, el 3 de septiembre último, ha llevado a la angustia y a la masacre de unas 370 personas […]
Para Rusia hay, a partir de este momento, un antes y un después de Beslán. Como lo ha habido, para Estados Unidos, un antes y un después del 11 de septiembre. La masiva toma de rehenes civiles, el 3 de septiembre último, ha llevado a la angustia y a la masacre de unas 370 personas y de ellas 160 niños. Esta nueva masacre de inocentes ha dejado helado de horror al mundo que por otra parte ha asistido, con estupor, a la intervención confusa y brutal de las fuerzas del orden rusas.
Por el increíble fracaso del aparato de seguridad y por la dimensión delirante de la violencia de la que hicieron prueba los raptores, Beslán marca sin duda, en las guerras del Cáucaso, un giro (leer el artículo de Jean Radvanyi, páginas 4 y 5). Es la crisis de mayor magnitud que afronta Vladimir Putin desde que es presidente. Pero no es cierto que haya calculado, con exactitud, su impacto. ¿No ha declarado, al día siguiente de la carnicería «Es necesario admitir que no hemos comprendido la complejidad y el peligro de los procesos que sobrevenían en nuestro propio país y en el mundo»? Una manera de afirmar que Rusia, como otros Estados del planeta, está enfrentada a un adversario común, el «terrorismo internacional» dicho de otra manera: el islamismo radical o lo que algunos llaman la «yihad islámica mundial».
Es un error trágico de la misma naturaleza que el cometido por el presidente de Estados Unidos George W. Bush, en marzo de 2003, cuando decidió invadir Irak bajo el pretexto de combatir el terrorismo de Al Qaeda. A su vez, Rusia se declara «en guerra», evoca el regreso a un «Estado fuerte», se apresta a cambiar profundamente el sistema político (1), a reforzar los recursos del ejército y de los servicios secretos, y habla incluso de «ataques preventivos para liquidar las bases terroristas en cualquier región del mundo» (2)».
Las autoridades rusas rechazan admitir que el terrorismo y el islamismo a los que están enfrentados hoy en el Cáucaso no son más que instrumentos, siendo el nacionalismo su problema principal en esta región.
De todas las energías políticas, el nacionalismo aparece como la más poderosa, la más resistente. Es sin duda la fuerza más importante de la historia moderna: la resistencia de los palestinos da testimonio de ello. Ni el colonialismo, ni el imperialismo, ni los totalitarismos se han desembarazado de él. Es una corriente que no vacila en establecer las alianzas más dispares para alcanzar sus fines. Buena prueba de ello en la actualidad son, por ejemplo, Afganistán e Irak dónde nacionalismo e islamismo radical se asocian para dirigir, por medio de nuevas formas particularmente odiosas de terrorismo, una lucha de liberación nacional.
Lo mismo sucede en Chechenia. Nadie se ha resistido tanto a la conquista del Cáucaso por los Rusos como los Chechenos. Desde 1818, ellos se oponen con coraje. Y durante la implosión de Rusia, en 1991, se han autoproclamado independientes. Esto condujo a una primera guerra con Rusia que concluyó, en agosto de 1996, con la victoria de una Chechenia exangüe.
En octubre de 1999 como represalia de una ola de atentados el ejército ruso ha atacado de nuevo a Chechenia. Este segundo conflicto ha acabado de arruinar a un país devastado. Moscú ha organizado elecciones locales y ha situado en los puestos clave a personalidades vinculadas a su política. Pero la resistencia chechena no cede, los atentados prosiguen y la represión rusa persiste feroz (3).
El contexto geopolítico no favorece las cosas. Las autoridades rusas están exasperadas por las relaciones cada vez más estrechas -económicas e incluso militares- que se establecen entre los Estados Unidos y los dos Estados de la Transcaucasia, Georgia y Azerbaiyán, en la fronteras de Chechenia. Ambos Estados establecen una correlación con la reciente decisión del presidente George W. Bush de reestructurar las fuerzas armadas de Estados Unidos sacándolas de Alemania para desplegarlas más cerca de Rusia, en Bulgaria, Rumania, Polonia y Hungría. Esto refuerza, en Moscú, el sentimiento de ser una potencia asediada.
Como respuesta, Putin mantiene, contra el deseo de los gobiernos locales, sus bases militares en Georgia y en Azerbaiyán, refuerza su alianza con Armenia que ocupa todavía ilegalmente territorios azerbaiyanos, y apoya los separatismos en Abjazia y en Osetia del Sur.
Los rusos, incapaces de vencer en terreno de Chechenia, quieren mostrar que, en el conjunto del Cáucaso, nada se puede hacer sin contar con ellos. Siguen obsesionados por el espectro de un «segundo Afganistán». Una nueva debacle militar frente a la nebulosa islamista en Chechenia sería todavía más humillante dado que los chechenos son menos de un millón; podría prender el polvorín del Cáucaso y traducirse en un nuevo desmantelamiento territorial. De ahí el rechazo a toda negociación, a todo reconocimiento del derecho a la autodeterminación. Y la brutalidad de una represión que fabrica, como recompensa, terroristas prestos a todas las locuras criminales.
NOTAS:
(1) Putin ha anunciado la supresión de la elección por sufragio universal de los gobernadores de 89 regiones de la Federación Rusa; ellos serán en el futuro designados por los Parlamentos locales a propuesta del presidente federal.
(2) International Herald Tribune, 9 septiembre 2004-09-25.
(3) Leer Anna Politkovskaia, Tchetchenia, le deshonneur russe, Buchet-Chastel, Paris,2004.