Aunque es ilegal, cirujanos bolivianos venden y trasplantan órganos a sus pacientes, entre los cuales hay muchos argentinos. Las operaciones cuestan entre 30.000 y 40.000 dólares, y se hacen fraguando documentación oficial. El debate ético. Y el rol de los médicos argentinos
-¿Y el donante, doctor?
-El donante se consigue acá. Hay gente que se dedica a hacer este trabajo. Esta persona lo busca, y nosotros vemos que esté sano y estudiamos la compatibilidad con el paciente que necesita el trasplante.
-¿Hay alguien que busca y selecciona personas para que donen uno de sus riñones?
-Claro. A diferencia de la argentina, la ley boliviana no exige que para ser donante haya que ser familiar del paciente. Sólo dice que tiene que haber una donación por altruismo, en forma espontánea y sin esperar ninguna retribución económica ni de ningún tipo. Esto tiene que estar en un documento. Porque nuestra ley es bien clara: tiene cárcel el que compra, el que vende y el que hace comprar.
-Claro, pero yo al órgano tengo que pagarlo…
-Sí, por supuesto.
-¿Y yo al que consigue el órgano lo voy a conocer?
-No, no.
-Yo arreglo todo con usted.
-Usted arregla conmigo.
El diálogo ocurrió el jueves 8 de junio y fue parte de una entrevista que duró 49 minutos, durante la cual Clarín logró comprobar el contenido de testimonios, papeles y cartas personales recogidos durante un mes entre cinco fuentes independientes entre sí. Para hacerlo, el periodista se identificó ante Peinado como el primo de un supuesto enfermo renal argentino interesado en hacerse un trasplante. Y dijo estar dispuesto a pagar los miles de dólares que cuesta la operación.
Mientras era grabado, el médico contó en detalle los pasos de una maniobra ilegal que se alimenta con la angustia de los enfermos renales crónicos, que ven en el trasplante de riñón un camino para liberarse de los rigores del tratamiento con diálisis; la corrupción de algunos funcionarios bolivianos, que validan operaciones que son fruto de un comercio ilegal en todo el mundo; la ambición y el poco apego a la ética de médicos que cobran miles de dólares por trasplantar órganos que saben comprados. Y, por supuesto, la necesidad de cientos de miserables dispuestos a vender uno de sus riñones, quizá, para poder comer mañana.
Sentado en su escritorio, el guardapolvo impecable, Peinado explica los detalles de su trabajo: después de que el paciente receptor le envía sus distintos análisis médicos y la persona que lo provee de donantes elige a varios de ellos según su grupo sanguíneo, el médico realiza pruebas inmunológicas, infecciosas y de compatibilidad histológica para verificar que ese riñón pueda funcionar en el cuerpo del receptor.
– ¿Y a quién le pago, doctor? -quiso saber Clarín.
-Usted puede arreglar conmigo. El trasplante es un paquete. Y ahí va incluido el órgano.
El mecanismo del «paquete» permite a los médicos que hacen estas operaciones ofrecer su trabajo disimulando un detalle: que el órgano que pasará por sus manos es fruto de una venta. En cambio, Peinado enumera los servicios que están «incluidos»: salas regulares y de terapia intensiva para donante y receptor, dos quirófanos en uso simultáneo, medicina nuclear, banco de sangre, medicamentos. «Y por supuesto, también el órgano. La operación dura unas cuatro horas y media, y usted está afuera en siete días», tranquiliza Peinado. Y enseguida precisa que «la operación se hace en la clínica Foianini», la más lujosa de la ciudad y una de las mejores de Bolivia.
La charla ya lleva casi 20 minutos, y llegó el momento de hablar de negocios: «¿Cuánto cuesta ese paquete?», se autopregunta Peinado. «30.000 dólares si es con un grupo de sangre común y corriente. Si el receptor tiene un grupo difícil (A o B negativo) aumenta 5.000 dólares. La operación es legal», se apura en aclarar. «No es legítima, pero es legal: hay un compromiso notarial, donde el receptor acepta el órgano y deslinda de cualquier problema al equipo médico y el donante dice que está de acuerdo en entregar un órgano sin esperar recompensas. Ese compromiso lo firmo yo como jefe del equipo. Después va al Sedes (Servicio Departamental de Salud, equivalente al Ministerio de Salud provincial en Argentina) y también lo firman. La gente que hace esto (conseguir a los donantes) también lo arregla (en el Sedes)».
Peinado dice haber hecho 77 trasplantes, 13 de los cuales fueron a pacientes argentinos. «El primero lo hice ya hace seis años», recuerda. Sólo quedan algunos detalles por arreglar. ¿La forma de pago, doctor? «Por adelantado y en efectivo.» ¿Y al donante cuándo le pagan? «En el momento en que está entrando a la operación. Cuando se interna, ahí le pagan». ¿Y cuánto recibe? «No tengo idea, porque yo no veo nada. Nadie va a decir el doctor Peinado sabe algo».
Desde Buenos Aires, Clarín volvió a comunicarse anteayer con el médico, esta vez sí bajo la forma de una consulta periodística, para que pudiera hacer su descargo. Este fue el diálogo:
-¿Usted hace trasplantes de riñón?
-Los hice hace rato, ya no.
-Tenía entendido que usted había trasplantado a varios argentinos y que ellos compraban los riñones allá a través suyo.
-No, yo no he hecho esas cosas. Yo trasplanté a un solo argentino hace siete años, con un riñón de cadáver.
-¿No hubo pagos al donante?
-De ninguna manera.
-¿Y con donante vivo no operó nunca?
-No. Sé que hay otros centros que lo hacen, pero yo no.
En Argentina, más de 22.000 personas están sometidas a tratamientos con diálisis a causa de insuficiencias renales crónicas terminales provocadas por distintas enfermedades. Entre ellas, 4.557 están en lista de espera para trasplantarse un riñón: con un total de 5.130 pacientes en lista de espera de un órgano, nueve de cada diez necesitan un trasplante renal. La red local de procuración y asignación de órganos cuenta con coordinadores de trasplante en todos los hospitales y un sistema de consulta por Internet que permite verificar online dónde aparece un órgano y con qué criterio se lo asigna.
En los primeros cinco meses de este año se donaron 359 riñones, de los cuales pudieron trasplantarse 263: un promedio de casi dos operaciones por día. Las noticias son buenas; mientras que entre 1995 y 2002 el promedio anual de trasplantes renales fue de 492, en 2003 se hicieron 619, en 2004 fueron 761 y el año pasado, 823. Claro, todavía están lejos de ser suficientes.
Héctor recibe a Clarín sentado en uno de los sillones de su amplia casa de Vicente López, mientras aspira su habano como si en cada pitada se le fuera la vida. «El verdadero problema es que haya gente tan pobre que tenga que salir a vender sus riñones, pero negar esta realidad es una hipocresía. Si el pobre tipo no vende su riñón saldrá a robar, a matar. O se enfermará y se morirá igual, aunque tenga los dos riñones. Es natural y hasta lógico que busque una salida. Yo haría lo mismo», asegura Héctor, que modula su voz gruesa para contar cómo le trasplantaron en Bolivia el riñón que lleva debajo de una cicatriz bordada unos centímetros por encima de su ingle derecha.
«Siempre me alimenté mal, con ansiedad, consumía grandes cantidades de dulces. Los análisis me daban flojos, pero un día la diabetes me dejó sin opción: a los 58 años mis riñones sólo trabajaban al 10 por ciento de su capacidad». Con la garantía de que su verdadero nombre no será publicado, Héctor evita los rodeos y las frases de compromiso. Cuenta que por su enfermedad casi no orinaba, había perdido coordinación motriz y se quedaba dormido todo el tiempo; recuerda su ingreso al sistema de diálisis como «un impacto emocional enorme para el cual nadie te prepara», y admite que desde el primer día buscó la forma de escapar de él. Su oportunidad llegó a los ocho meses, cuando se enteró de que uno de sus compañeros de diálisis se había trasplantado en Santa Cruz de la Sierra.
«En los círculos de diálisis se desalientan las charlas sobre el trasplante. Dicen que es para no crearle falsas expectativas a los que no pueden operarse por el estado de su cuerpo, pero también lo hacen porque así se les termina su negocio. Y aunque todos saben que en otros países se venden riñones, nadie lo comenta. Es parte de la hipocresía que rodea a este tema», se altera. «Tanto oscurantismo alimenta el fantasma del robo de órganos, algo que no existe en ningún lado. Y el Estado no está para controlar la moral», dice Héctor. «Yo me trasplanté en junio de 2004. Al día siguiente de la cirugía orinaba perfecto, y ahora vivo como antes. A mi obra social logré cobrarle un tercio de los 70.000 dólares que pagué por el trasplante. ¿Cuánta plata recibió la persona que donó el riñón? No tengo idea», reconoce. Y aprieta los labios contra el habano tibio.
El doctor Raúl Bocángel Oliva cierra su laptop y ofrece una sonrisa de póster a su visitante, el periodista de Clarín, que otra vez consulta por un supuesto primo dispuesto a hacerse un trasplante. Con un notable acento porteño ganado durante seis años de estudios en Buenos Aires, Bocángel es el zar de los trasplantes de riñón en Santa Cruz. Dirige el equipo de la exclusiva clínica Niño Jesús II, y maneja su lengua con la misma precisión con que su mano dirige el bisturí. «Nosotros hacemos grupos de pacientes. En mayo trasplantamos a diez en cinco días.»
Morocho, de altura más bien baja y contextura atlética, Bocángel guarda un lejano parecido con el juez federal argentino Norberto Oyarbide. Se toma un puñado de minutos para explicar el sistema del «paquete», aunque aquí hay una variante: su equipo médico actualiza una base de datos con análisis de potenciales donantes, «entonces cuando usted nos entrega el HLA (análisis de histocompatibilidad) del receptor se va comparando. Cuando hay un grado de compatibilidad que supera al mínimo, le decimos al paciente que venga acá para ver el resto de los estudios, por si falta algo. Y listo. Esa es la parte técnica del trasplante. La parte económica: el trasplante tiene un costo de 40.000 dólares, con derecho a una semana de internación.» ¿El órgano está incluido? «Ahí tiene todo».
A diferencia de Peinado, Bocángel no incluye en su oferta los estudios previos ni los controles de laboratorio posteriores a la cirugía. Pero trae una buena noticia: «Por lo general, los servicios médicos (obras sociales o prepagas) le devuelven a los pacientes la cantidad que ellos pagarían por el trasplante en Argentina.» Un monto que, con remedios y otros costos incluidos, los médicos locales estiman en unos diez mil dólares. Bocángel, que cobra cuatro veces más, hace una última aclaración con respecto al depósito bancario: «ahora, con el tema del nuevo presidente y todas las cosas que están sucediendo, es muy probable que la nueva camada de trasplantes ya no paguen en una cuenta de acá. Será en Nueva York, no en Bolivia».
Ansioso por finalizar la charla, un par de preguntas terminarán por ligar al escurridizo doctor con la parte más oscura de su trabajo, que ni la sonrisa de cine puede ocultar. ¿Entonces al donante le pagan ustedes? ¿Hay un doctor o alguien que los busca, arregla con ellos, les paga? «Sí, sí. El laboratorio maneja todo. Es un lugar al que va permanentemente la gente. A la gente hay que pararla, no hay que arrearla para el tema», dice, casi fuera de control. «Pero al donante le pagan», insistió Clarín. «Obvio, obvio. Igual, aquí las cosas no son como en Argentina. La donación aquí se paga, también con donantes cadavéricos. Se paga el órgano a la familia, se paga al hospital, a la clínica, se paga todo. Aquí hay mucha gente con enfermedad renal, pero muy pocos pacientes. Y de esos pocos pacientes de diálisis son más pocos todavía los que están esperando un trasplante. ¿Por qué? Porque no hay ninguna cobertura, ni del Estado ni de los servicios médicos».
Bocángel acaba de entregar una perla que permite comprender mejor los complejos engranajes del festival de trasplantes renales en Bolivia: mientras que los pacientes argentinos tienen su tratamiento cubierto por los servicios públicos o privados de salud, y si consiguen un donante las obras sociales o prepagas también asumen el costo de la operación, los enfermos bolivianos deben pagar por todo. Esto reduce sensiblemente la cantidad de clientes en los quirófanos de trasplante, teniendo en cuenta que la proporción de bolivianos con insuficiencia renal crónica y alto poder adquisitivo es pequeña. Con la «capacidad instalada», una ley que permite la donación de personas «no relacionadas» con el receptor y la martingala burocrática que permite burlar la prohibición del comercio -los artículos 17 y 19 de la ley 1.716 advierten sobre la responsabilidad civil, penal y administrativa de quienes lo hacen y contemplan la clausura de las clínicas-, los pacientes argentinos son una gran atracción para el mercado.
Bocángel se guarda otra sorpresa: el receptor del órgano no conocerá al donante. «Vos no querés que el día de mañana alguien llame a tu puerta y te diga »yo fui el que le salvé la vida, ahora estoy sin trabajo», o algo así. Esta es la filosofía. Todos los trasplantes van con una autorización del ministerio de Salud de Bolivia. Si bien sale rápido, en 24 o 48 horas, si no llega la autorización yo no hago el trasplante. Eso lo maneja el abogado.»
El doctor está apurado, alguien golpea la puerta de su consultorio en la planta baja de la clínica. Pide tiempo para averiguar cuánto bajaría el precio del «paquete» si el receptor consigue un donante por las suyas, a lo que horas después responderá por teléfono: 34.000 dólares, 6.000 menos que el presupuesto original. ¿Operó a muchos argentinos?, pregunta Clarín antes de despedirse. «Sí, claro. En este grupo que trasplantamos en mayo, de 13 pacientes 9 eran argentinos». ¿Nunca tuvo ningún problema, doctor? «No. El donante pasa por una selección psicológica hecha tanto por el médico como por el abogado. Para que tenga las ideas muy claras: vos entregás esto, te están dando esto. Y el médico explicando que uno vive normalmente con un riñón, que se puede enfermar igual con uno o con dos. Para que nadie el día de mañana reclame»
Días después, del otro lado de la línea, Raúl Bocángel pierde su garbo ante la consulta de Clarín: ¿Usted no sabe nada de operaciones en las que se pague por el riñón? «No. De vez en cuando uno ve en la prensa que alguien está ofreciendo algún riñón…» ¿Pero usted es ajeno a eso? «Sí, claro. Es un tema que desde hace años aparece, y así como aparece se va».
Fernando pudo haber sido cliente de Bocángel, pero una luz de alarma lo detuvo cuando ya estaba casi decidido. Tiene 52 años, y hace siete que está en diálisis a causa de una poliquistosis renal que, dice, le agrió el carácter. «Lo intenté todo. No tengo parientes que puedan donarme el órgano, entonces busqué y busqué, mandé miles de mails, seguí cada rumor. Así, en enero de 2003 viajé a Santa Cruz a verlo a Bocángel, que me contó cómo era todo. A la semana me escribió diciendo que ya tenía un donante para mí.»
Fernando -otro nombre de fantasía- atropella las palabras como si en la siguiente estuviera la clave de todo. No aceptó el café, no quiere perder el tiempo. Sus ojos pardos hormiguean al ritmo de la voz, pestañean en los tramos más duros, se desorbitan de bronca. Está angustiado. «Empezamos a intercambiar mails. Yo le pedía los datos de mi supuesto donante, pero él me contestaba con evasivas. También le pedí rebaja -me había dado un presupuesto de 45.000 dólares por el paquete-, y en julio de 2003 me bajó a 25.000 si yo conseguía el donante, más otros 1.800 para gastos de sus estudios.»
Pero las dudas de Fernando sólo crecían. «Me dijeron cómo era el sistema: te hacen una diálisis, arman una historia clínica y con eso -coima mediante- tramitan el permiso en el ministerio de Salud, con un papel trucho que explica mi necesidad de un trasplante urgente y la dispoición de un amigo a donarme su riñón. Una fantasía. Pero a mí no me daban esa historia clínica, ni los datos del donante, nada. Yo lo pensé mucho, pero uno en caliente hace cualquier cosa…»
El lunes pasado, Clarín se comunicó con el titular del Servicio Departamental de Salud de Santa Cruz de la Sierra, Fernando Gil, en su teléfono celular. Con voz vacilante, el funcionario pidió que le enviaran las preguntas por correo electrónico. Estas eran algunas: ¿Cuántos trasplantes se hacen por mes? ¿Cuánto tarda el trámite para registrarlos? ¿Cuántos argentinos fueron trasplantados en Santa Cruz? ¿Qué medidas se toman para desalentar la falsedad de las declaraciones juradas? ¿Hubo investigaciones al respecto? ¿Hubo sanciones ante casos de venta? Después de cinco llamados fallidos, el miércoles Gil confirmó la recepción del cuestionario y prometió las respuestas para el jueves. Jamás llegaron. Y desde entonces en su teléfono contesta la misma voz de aeropuerto: «este número es incorrecto. Verifique e intente nuevamente».