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Sobre la muerte y funerales del Papa

El ocaso de los dioses

Fuentes: Fusión

Vaya por delante mi respeto por el difunto Papa, respeto que se merece todo aquel que cruzó la frontera de la muerte y que se encuentra con la verdad tan oculta para los vivos. Pero no se debe confundir el respeto por un difunto con el respeto por la institución, la Iglesia, que lo ha […]

Vaya por delante mi respeto por el difunto Papa, respeto que se merece todo aquel que cruzó la frontera de la muerte y que se encuentra con la verdad tan oculta para los vivos. Pero no se debe confundir el respeto por un difunto con el respeto por la institución, la Iglesia, que lo ha estado utilizando en sus últimas horas, y también por toda la parafernalia que se monta en torno a esta muerte, algo que a la hora de la verdad no afecta a nada ni a nadie, porque si de algo puede presumir la iglesia es de hipocresía y de un montaje cara a la galería, cuando todo el mundo sabe ya que otra cosa muy distinta es lo que se cuece tras los muros del Vaticano y también lo que la mayoría de los católicos que hoy lloran hacen luego con la fe y con la aplicación práctica del cristianismo vivo y activo.

En primer lugar ha sido bochornoso el espectáculo de los últimos días del Papa, un espectáculo montado para tocar la fibra sensible de los católicos y no católicos, para provocar reacciones emocionales y colocar a la Iglesia en el centro de todas las miradas en unos momentos en los que vive una profunda crisis de valores y de pérdida de adeptos.
Permitir que el Papa diera esa agónica imagen y tratar de convencernos de que esa era su voluntad, es una prueba evidente de lo necesitada que está la Iglesia de golpes de efecto, de recuperar su «divinidad» perdida, de glorias y mártires más propios de otros tiempos donde la gente pensaba menos y vivía con más temor.
Juan Pablo II no necesitaba esa representación final, porque aunque cometió muchos errores de base, era un hombre valiente, y su silencio forzado al perder su voz, más su dolorosa expresión, hablaban más del «temor» que sentía por el estado en que dejaba a «su» Iglesia que por su necesidad de comunicarse con sus seguidores.

Es también destacable la avalancha de opiniones de todo el mundo sobre su personalidad, cuando en vida se ignoraban sus críticas, por ejemplo sobre la guerra de Irak. Ahora que está muerto era un santo para todos, pero muy pocos dijeron en vida lo que pensaban de él.
Y ahora asistimos al circo mediático de los funerales, del cónclave y de la elección del nuevo Papa. Todo ello rodeado de un misticismo y de un estado emocional que para nada concuerda con la realidad de una Iglesia asentada en un inmovilismo que está haciendo ya mucho daño al mundo y de una decadencia progresiva del católico-practicante, de las vocaciones sacerdotales y del peso del Vaticano en la conciencia de los ciudadanos y en las políticas mundiales.
Todos son halagos y palabras bonitas sobre este Papa, pero muy pocos estaban de acuerdo, dentro y fuera de la Iglesia, con sus posturas sobre la mujer, sobre el sexo, sobre la eutanasia, sobre el uso del preservativo, etc, cuestiones claves en la sociedad actual y que hacen que muchos se desmarquen de lo que la Iglesia, su Iglesia, condena.

La conclusión final es que a la Iglesia le ha venido muy bien y muy oportuna esta muerte, porque durante semanas estará en el epicentro de las noticias mundiales, recuperando así un protagonismo perdido e inyectando buenas dosis de emotividad y sensiblería a la opinión pública, ingredientes básicos para huir del análisis frío de la realidad, una realidad que, después de que pasen los fuegos artificiales y los fastos, volverá a caer como una losa sobre el Vaticano y todo lo que de él dependa, sencillamente porque la fuerza de los tiempos es imparable y quien se aferre al inmovilismo, y quien levanta sus torres sobre bases de arena, no puede escapar de su derrumbe.

Sea quien sea el nuevo Papa, el progresivo deterioro de la Iglesia es imparable, tal vez porque sirven a un «dios» que no tiene nada que ver con el que Jesús amaba, y porque en sus bases se esconde el virus del mal que acabará, como está anunciado, con su existencia.

Uno no puede evitar, en momentos así, pensar y comparar toda la parafernalia que las televisiones nos transmiten, todo ese lujo, toda esa inmensa cantidad de dinero que estos días rodea el fallecimiento del Papa y sus funerales, con la muerte de Jesús.
Sé que puede parecer absurda tamaña comparación, pero es que también es desproporcionada la imagen que ahora nos llega, sobre todo cuando sabemos ya que detrás de todo ello se esconde hipocresía, luchas internas, intereses políticos y mucha ambición y sed de poder.
La sencillez de Jesús no está reflejada en la Iglesia. Sus palabras, sus enseñanzas, tampoco.
Los cardenales nos recuerdan al Sanedrín. Los templos con sus tesoros, nos revuelven las entrañas.
Jesús no está presente en esta Iglesia, por mucho que lo quieran vender con sus métodos de marketing. Son muchos ya los católicos que dicen seguir a Jesús pero no a la Iglesia. Si es así… ¿por qué le siguen el juego? ¿Por qué caen en su trampa mediática y emocional? ¿Es qué no ven que ese es el alimento básico de la Iglesia? ¿Por qué piensan que utilizaron la agonía del Papa?

El mundo católico debería pensar más con frialdad, abrir los ojos a la verdad y buscar a Jesús en caminos más correctos, donde el brillo del oro y de los rituales fastuosos no cegarán la visión de la realidad.

A lo mejor, como hace 2000 años, Jesús ahora no está en el Vaticano, no está en el «templo», sino en los campos de refugiados, o entre los enfermos de la plaga del sida, o entre los niños que se mueren de hambre en el mundo.
Ni el difunto Papa, ni la agonizante Iglesia, visitaron jamás esos lugares. No es de esperar que el próximo se preocupe tampoco por los que de verdad sufren.

Miguel Coppa es director de la revista Fusión.