El miércoles 7 de noviembre se cumplieron 90 años del triunfo de la Revolución de octubre y el inicio del experimento socialista en la sexta parte del mundo. El imperialismo zarista fue armando el Estado ruso con la absorción de estados limítrofes, buscando áreas de influencia al norte y al sur, hacia los pueblos escandinavos […]
El miércoles 7 de noviembre se cumplieron 90 años del triunfo de la Revolución de octubre y el inicio del experimento socialista en la sexta parte del mundo.
El imperialismo zarista fue armando el Estado ruso con la absorción de estados limítrofes, buscando áreas de influencia al norte y al sur, hacia los pueblos escandinavos y los musulmanes, accesos al Báltico, al Caspio, al Mar Negro, al océano Pacífico, al petróleo del Cáucaso, alcanzando la salida al Mediterráneo a través del Bósforo y los Dardanelos. Solamente era posible mantener la cohesión de este gigantesco rompecabezas mediante un absolutismo como el de los Romanov o el de Stalin, quien estableció un aparato de control y mutiló la creación artística y la indagación filosófica y la redujo a esquemas maniqueos, alejados de la dialéctica de la vida real. Agotó a su país en un esfuerzo colosal de implantar reformas.
No todo el período de Stalin debe adjudicarse al déficit, tiene apreciables acumulaciones en su haber, aunque ello no lo disculpa ni exonera. De 1928 a 1955 el número de trabajadores no agrícolas pasó de diez a cuarenta y dos millones, ritmo sin precedente en la historia. La producción industrial se multiplicó ocho veces, a pesar de que en el periodo descrito la URSS sufrió la aniquiladora invasión nazifascista. El número de obreros industriales pasó de 3.9 a 17.6 millones, no obstante los veinte millones de muertos que dejó la contienda. En un lapso asombrosamente breve la URSS dejó de ser un país medieval, abismalmente retrasado, para convertirse en la segunda potencia del mundo. Ello demostró que aún en condiciones teratológicas, con el lastre que le imponían sus imperfecciones y los desastres de la guerra, el socialismo era capaz de acelerar excepcionalmente el desarrollo. Diezmó a sus propios partidarios y erigió un imperio que sobrevivió a su muerte. Pese a sus errores, finalmente condujo, a su patria amenazada, a la victoria sobre el fascismo. Se convirtió en un héroe mítico, custodio de la doctrina y emblema de la nación, de la misma manera que Cromwell o Robespierre. Convirtió a Rusia en la primera potencia industrial de Europa y la segunda del mundo. Tal como ha dicho Isaac Deutscher, Stalin halló un país que labraba la tierra con arados de madera y lo dejó dotado de energía atómica.
Nikita Kruschov denunció el culto a la personalidad y comenzó la reforma con un nuevo estilo, más franco y desenfadado. Durante su mandato se inició la conquista del espacio y el diálogo con Occidente, la explotación de las tierras vírgenes y el cisma con China. Un suave viento de modernización comenzó a soplar. Breznev gobernó durante dieciocho años, la mayor parte de ellos en el estancamiento, durante los cuales la Unión Soviética se encaminó a su declinación. Los índices de crecimiento se contrajeron progresivamente, los bienes de consumo fueron más escasos y la economía fue engullida por la producción de armamentos para sostener la rivalidad bélica con Estados Unidos. La ineficiencia, la corrupción, el mercado negro y el descontento aumentaron como nunca antes.
El Partido perdió su capacidad de movilización de las masas. A la despolitización del pueblo se añadió el descreimiento de los intelectuales y el cinismo de la burocracia. Lo más grave: en esos años se produjo una especie de segunda revolución industrial, la revolución informática, y la URSS no ajustó su paso a los nuevos tiempos y se fue quedando rezagada. Andropov entendió la necesidad del cambio, pero no tuvo tiempo de implantar sus reformas; apenas pudo alentar la nueva mentalidad en algunos discípulos, como Gorbachov. En el breve año del gobierno de Konstantin Chernenko, quien enfermo y casi inválido asumió el ocaso del sistema, el deterioro de la URSS alcanzó el borde del abismo. La elección de Gorbashov era la señal esperada para conducir a la nación soviética hacia una nueva modernización. Pero los cambios fueron implantados con torpeza y descuido de la vertiente política. El socialismo solo podía satisfacer las necesidades materiales y espirituales del hombre mediante un sistema de administración dinámico y ágil, pero el «socialismo real» se hacía mas retrasado y lento.
Las elecciones que confirmaron en el poder a Yeltsin fueron un ejemplo de ingerencismo, manipulación y embaucamiento. El gobierno de Clinton tembló ante la posibilidad de una derrota que propiciaría el renacimiento de la Unión Soviética y el renacer de la Guerra Fría. Habría terminado el ámbito unipolar y la capacidad de Estados Unidos de imponer su voluntad al resto del mundo. El capitalismo que Yeltsin construyó en Rusia fue una mezcla de bandidaje, saqueo, corrupción, despojo indiscriminado, inmoralidades y violencia, en un neoliberalismo salvaje como manera de incrementar la polarización de la riqueza, aumentar la ganancia de quienes tienen y la miseria de quienes no tienen.
El modelo de comunismo soviético ha sufrido una crisis de imagen. El fracasado prototipo ruso de socialismo arrastró, tras de sí, la ideología marxista y las experiencias positivas del leninismo. Cuando se habla hoy de marxismo se piensa en las violaciones estalinistas de la legalidad socialista y se ignora el monumental legado ideológico que entraña: Se necesita una remodelación semántica, hay que buscar un acondicionamiento de imagen, una reconversión, nuevas fachadas y procedimientos. Pero sobre todo el socialismo debe hacer un profundo autoanálisis de sus errores y proceder a una rectificación de principios.
El pueblo ruso, que favoreció el cambio está experimentando ahora una fuerte reacción nacionalista. Quizás, entonces, Rusia pueda recobrar algo de sus perdidos lustres. Henry Kissinger ha señalado que los imperios que caen, generan dos causas de tensión: los intentos de sus competidores por aprovechar la debilidad del antiguo centro imperial y los esfuerzos del imperio decadente por restaurar su autoridad en la periferia. Es muy probable que los Estados Unidos, que ya han iniciado su declinación bajo Bush, vean la desaparición de su hegemonismo en la segunda mitad del siglo XXI. No es la primera vez que esto ocurre en la historia. Los poderosos imperios romano, bizantino, austrohúngaro y otomano también se desmembraron y perdieron su eminencia. Es de esperar que algo similar ocurra otra vez y un modelo perfeccionado de distribución homogénea de la riqueza y satisfacción de las necesidades humanas pueda prevalecer sin los errores de su primer intento.