La Historia no se puede escribir sin la emigración. Pero la emigración es más antigua que la Historia misma. Hace millones de años un simio bajó de un árbol y se fue. Aquel protohumano fue el primer emigrante. No sabemos qué le impulsó a hacer eso -seguramente fue una necesidad, como hoy, como siempre-. Sabemos, […]
La Historia no se puede escribir sin la emigración. Pero la emigración es más antigua que la Historia misma. Hace millones de años un simio bajó de un árbol y se fue. Aquel protohumano fue el primer emigrante. No sabemos qué le impulsó a hacer eso -seguramente fue una necesidad, como hoy, como siempre-. Sabemos, sin embargo, que aquella iniciativa condujo a que ahora seamos personas y el Planeta sea Mundo.
A menudo se teme al que invade nuestro ámbito. Desgraciadamente esta reacción como la de migrar es, también, una pulsión animal. Es el miedo a lo desconocido y al desconocido. No son sus diferencias las que nos turban (sólo tenemos que pensar la inquietud que nos provoca cualquiera que de pronto se cuela en el ascensor que ocupamos), es el instinto de «competencia» agitando el espacio vital que tenemos por propio.
Este sentimiento es primitivo, como primitivas son las veleidades que las amparan: el color de la piel, la religión, la lengua, las costumbres… Todas estas alegaciones son falsos pretextos que sostienen, precisamente, los que aspiran a explotar barato el trabajo de otras personas. Si un extranjero no es sujeto; es decir, es un ser invisible y sin derechos, se convierte en un objeto, del que se puede abusar con impunidad civil y moral. Así se labra el discurso esclavista. Una sociedad que acepta codiciosa el trabajo del inmigrante pero no acepta su participación social, es una sociedad proclive al esclavismo. Hemos visto esa conducta de exclusión hasta hace muy poco en EE.UU o en Suráfrica. El negro trabajando para el blanco pero sin «competir» en su espacio; completamente segregado en los servicios y usos públicos: urinarios para negros, autobuses para negros, aceras para negros… Sin embargo, esos negros eran «competentes», y tanto.. Ahí están Mandela y Obama.
Hay una cuestión subyacente al problema de la «competencia» por el espacio (léase barrio, calle, piso, parque, hospital, escuela, cine, discoteca…). Es el carácter económico.
Repudiamos por instinto lo desconocido, pero no a todos los extranjeros aplicamos ese rechazo por igual.
Los extranjeros ricos son una bendición, los recibimos atentos, los servimos y nunca los percibimos como presión social, aunque rondan los 60 millones al año. En cambio, los inmigrantes -alrededor de 4 millones- son los que, paradójicamente, causan presión social. En realidad éstos no «compiten» con nadie porque ocupan el escalafón laboral despreciado por los nacionales y vienen para servirnos. Pero su culpa es ser pobre; mientras que el extranjero rico tiene un reclamo que es más fuerte que nuestro sentimiento de repulsa: el dinero.
El dinero del extranjero rico asegura nuestra supervivencia, que es el instinto más fuerte de todos. Valoramos el dinero que ganamos con nuestro trabajo, pero no lo que ganamos con el trabajo que nos prestan otros (el emigrante que nos sirve), sino que, al contrario, sentimos malestar porque somos los pagadores; como si estuviéramos haciéndolo generosamente. Cuántas veces hemos oído que los inmigrantes saturan los hospitales, copan las plazas escolares, etc. cuando esas prestaciones forman parte de la retribución justa por su trabajo. Esta inclinación discriminatoria es más reprobable en el pueblo español que en otros pueblos, porque los españoles hemos sido en Europa, Australia o América, esos emigrantes económicos que hoy despreciamos aquí. Cuando no, y con anterioridad, emigrantes políticos. En verdad, hemos representado el estamento miserable de los Estados ricos hasta 1973.
Todavía hay una forma más aleve de conjurar el miedo al extraño, es su estigmatización. Asociar al inmigrante con una imagen negativa nos libra de su contacto. En eso residen los procesos de criminalización tan frecuentes aquí como en otros países europeos. No es un invento nuevo. La película «Toni» de Jean Renoir (1934), relata la vida de trabajadores españoles e italianos en la Provenza francesa, en la que los extranjeros, por el mero hecho de serlo, son sospechosos de delitos que no han cometido.
Tampoco es que haya que santificar al inmigrante; son hombres y mujeres de naturaleza humana y, por tanto, susceptibles de lo peor y lo mejor. Pero su conexión no es con el delito, sino con la pobreza. Son los últimos en llegar y se establecen en el estrato más humilde. No hacen falta más datos que la experiencia común para correlacionar a la mayoría de la población carcelaria con una extracción social baja. Se da en cualquier lugar del mundo. Si un país no tiene inmigrantes, tendrán menesterosos para colmar sus prisiones1.
Criminalizar a la comunidad inmigrante, no deja de ser un ejercicio de exorcismo sobre los fantasmas que todavía yacen en la memoria familiar de la mayoría de los españoles. Atacándolos, algunos pretenden sacudirse ese baldón de apestado que en su día uno de los suyos arrastró por otros territorios. La agresión, el desprecio, la humillación contra el inmigrante funcionan como el bautismo que quiere limpiarnos de un pecado original. Pero nuestro pecado original no se borra porque no es mito, es historia, y, ni los más recalcitrantes, pueden negarlo 2.
Para diferenciarse, se recurre, sin empacho, a subterfugios falaces como afirmar que los emigrantes españoles salían con contratos. Para refrescar esa memoria sesgada es oportuna la película documental «El Tren de la Memoria» (2.005), que recoge testimonios vivos del gran éxodo español hacia Alemania en los 60´. El que suscribe, mismo, es hijo de emigrantes que no tuvieron la bendición de los papeles para salir de España y que, además, su viaje fue sin retorno.
Con la inmigración se produce el síndrome de autofobia. El miedo que nos producen los inmigrantes, es el miedo a vernos en el espejo de nuestra realidad vernácula. En esto, como en el síndrome aludido, los más cobardes son los que rompen el espejo; o sea, los que arremeten contra el más débil, el inmigrante, porque nos devuelve la imagen de lo que fuimos y nos ata a nuestra propia vergüenza.
Pero volviendo al principio, el fenómeno migratorio no es circunstancial ni geográfico. Es intemporal y antropológico. Los que se han opuesto a él, en aras de una pureza racial o nacional, han desaparecido víctimas de su pobreza genética.
Frente a la endogamia, las migraciones son precursoras de las transformaciones biológicas y sociales, en las antípodas de las invasiones bélicas, que, como sabemos, es el destructor recurso de los arios. La razón está de parte de la vida y la vida es variable: «omne migrat», todo es cambiante, decía Lucrecio.