Recomiendo:
0

El cohete que conmovió al mundo

El Sputnik: 50 años después

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Una historia puede comenzar en casi cualquier sitio. Esta comienza en un momento conmovido por un cohete.

En el otoño de 1957, EE.UU. no estaba en guerra… o en paz. La amenaza de la aniquilación nuclear ensombrecía todos los días, centelleando con visiones apocalípticas. En las salas de clase, ejercicios de «agáchate y ocúltate» formaban parte del plan de estudios. Bajo cualquier cuadro de Norman Rockwell, la lúgubre Parca alcanzaba el poder de un monstruo postrero.

Dwight Eisenhower iba bien avanzado en su quinto año en la Casa Blanca. Le gustaba pronunciar palabras reconfortantes de fe patriótica, con declaraciones presidenciales como: «EE.UU. es la mayor fuerza que Dios haya permitido que exista en Su escabel.» Pronunciamientos semejantes establecían una clara distinción entre EE.UU. y el impío enemigo comunista.

Pero el 4 de octubre de 1957, el Kremlin anunció el lanzamiento del Sputnik: el primer satélite del mundo. Dios estaba supuestamente de parte de EE.UU., pero los ateos soviéticos habían llegado a los cielos antes que nosotros. Repentinamente el águila de la libertad no pudo llegar ni de cerca a la misma altura.

El Sputnik fue instantáneamente fascinante y alarmante. La prensa estadounidense se desmayó ante las perspectivas científicas y se estremeció ante las implicaciones militares. Bajo el titular «Luna roja sobre EE.UU.», Time explicó rápidamente que «una nueva era en la historia había comenzado, abriendo un nuevo capítulo brillante en la conquista por la humanidad del entorno natural y un nuevo capítulo sombrío en la guerra fría.» La revista se mostraba tétrica ante la rivalidad espacial: «EE.UU. había perdido su ventaja porque, al estirar al máximo sus recursos, la nación había ahorrado demasiado en la investigación y desarrollo militares.»

La Casa Blanca trató de irradiar calma; Eisenhower dijo que el satélite «no provoca mi aprensión, ni un poco.» Pero muchos en el espectro político oían el pulsar de la radio del Sputnik como si fuera una burla aciaga.

Una heroína de la derecha republicana, Clare Boothe Luce, dijo que los pitidos del satélite eran «una pedorreta del espacio exterior para una década de pretensiones estadounidenses de que el modo de vida estadounidense era una garantía dorada de nuestra superioridad material.» Los lectores de periódicos se enteraron de que Stuart Symington, senador demócrata que había sido el primer secretario de la fuerza aérea, «dijo que los rusos podrán lanzar ataques masivos contra EE.UU. con misiles balísticos intercontinentales dentro de dos o tres años.»

Un artículo del New York Times se refirió con toda naturalidad al «ligero pánico que se ha apoderado de la mayor parte de la nación desde que el sputnik de Rusia fue lanzado hace dos semanas.» En otro artículo, mirando hacia el futuro, el reportero científico del Times, William L. Laurence llamó a que se ofrecieran mayores pozos de oro al final de los arco iris científicos: «En una sociedad libre como la nuestra no es posible canalizar los esfuerzos humanos sin el consentimiento del individuo y una disposición entusiasta. Para atraer a jóvenes hombres y mujeres promisorios a los campos de la ciencia y de la ingeniería es necesario comenzar por ofrecerles mejores incentivos que los que se ofrecen actualmente.»

Finalmente, a comienzos de febrero de 1958, un satélite estadounidense – el Explorer de 14 Kg. – entró en órbita. Lo que logró enviarlo al espacio fue un cohete militar, desarrollado por un equipo de investigación del ejército de EE.UU. El jefe de ese equipo, el científico especializado en cohetes, Wernher von Braun, se dedicó a propulsar el tricolor estadounidense después de la caída de su anterior empleador, el Tercer Reich. En marzo de 1958 advirtió públicamente que el programa espacial de EE.UU. estaba varios años por detrás de los rusos.

* * *

Poco después del crepúsculo, mientras daban una vuelta en patines o jugaban con un hula-hop, los niños podían alzar la vista para ver si lograban ubicar la brillante luz de un satélite que cruzaba el cielo. Pero no podían ver la lluvia radioactiva de los ensayos de bombas nucleares, que en 1958 ya habían tenido lugar durante una docena de años. La sabiduría convencional, reforzada por la prensa, minimizaba los temores mientras confiaba en las autoridades; los juicios básicos sobre los últimos programas de armas debían ser dejados a los dirigentes políticos y a los expertos designados por ellos.

En el show televisivo Walt-Disney semanal a hora de máxima audiencia, un mago de dibujos animados con una vara mágica instaba a los jóvenes a beber tres vasos de leche por día. Pero el estroncio 90, resultante de las pruebas nucleares, llevado por el aire caía por doquier sobre los pasturajes, migrando a las vacas y luego al suministro de leche y, finalmente, a los huesos de la gente. Los isótopos radioactivos de la lluvia radioactiva se hacían inseparables de la dieta humana.

Los jóvenes – apodados «baby boomers» [nacidos durante el boom de los bebés después de la Segunda Guerra Mundial], una frase que los dramatizaba y trivializaba – eran especialmente vulnerables al estroncio 90 ya que sus huesos en rápido crecimiento absorbían el isótopo radioactivo junto con el calcio. Los niños que hacían lo que les decían y bebían mucha leche terminaron por aumentar los riesgos – igual que sus padres, a los que se les decía esencialmente que aceptaran sin quejarse la lluvia radioactiva de la bomba.

Bajo la concisa rúbrica de la «era nuclear,» los leales científicos estadounidenses con sus sobretodos blancos se destacaban como iconos, reverenciados con la misma seguridad con la que aquellos del enemigo eran considerados perniciosos. Y sin embargo, la lluvia radioactiva conjunta, que infiltraba las granjas lecheras, la leche de los pechos de las madres y los huesos de los niños, fue un tipo de subversión que nunca preocupó a J. Edgar Hoover.

Mientras más nos ponía en peligro ese trabajo de científicos expertos, más se nos informaba que necesitábamos a esos científicos para que nos salvaran. ¿Quién iba a proteger mejor a los estadounidenses de los peligros de la industria nuclear y del aterrador potencial de las armas nucleares que las mejores mentes científicas al servicio de la industria y del desarrollo de las armas?

En junio de 1957, el mismo mes en el que el químico galardonado con el Premio Nobel, Linus Pauling, publicó un artículo calculando que diez mil casos de leucemia ya habían ocurrido debido a los ensayos nucleares de EE.UU. y la URSS – el presidente Eisenhower proclamó que las detonaciones resultarían en ojivas nucleares con mucho menos radioactividad. Ike dijo que «hemos reducido la lluvia radioactiva de bombas en nueve décimos,» y prometió que las explosiones en Nevada continuarían para «ver cuán limpias podemos hacerlas.» El presidente habló justo después de reunirse con Edward Teller y otros dinámicos físicos. Eisenhower aseguró al país que los científicos y las operaciones de pruebas nucleares se realizaban en función del interés del público. «Dicen: ‘Dennos cuatro o cinco años más para probar cada paso de nuestro desarrollo y produciremos una bomba absolutamente limpia.'»

Pero la pura fantasía atómica, por conveniente que fuera, se estaba debilitando. Numerosos científicos se oponían realmente a las explosiones nucleares sobre la superficie terrestre. Sobre la base de disidentes con una amplia experiencia técnica, el candidato demócrata Adlai Stevenson había convertido la lluvia radioactiva en un tópico para la campaña presidencial de 1956. Durante 1957 – un año en el que el gobierno de EE.UU. hizo estallar 32 bombas nucleares sobre el sur de Nevada y el Pacífico – Pauling encabezó una campaña de petición global contra las pruebas nucleares; en enero de 1958 más de once mil científicos de cincuenta países habían firmado. Evidentemente, los puntos de vista y las actividades de los científicos cubrían todo el espectro. Pero Washington invertía miles de millones de dólares de dólares del contribuyente en masivos vehículos para la investigación científica. Esos inmensos desembolsos federales imponían prioridades militares a los científicos estadounidenses sin ninguna necesidad de un perspicuo decreto gubernamental.

* * *

Lo que era reprimido podía estallar repentinamente como una especie de caja de sorpresas. La presión altanera contra las amenazas disruptivas o «antiamericanas» era interna y también global, con una política exterior basada en la contención. El control del espacio, interior y exterior, era fundamental. Lo que no podía ser controlado debía ser condenado.

Los años cincuenta y el comienzo de los años sesenta son ahora ridiculizados comúnmente como insoportablemente rígidos, pero en aquel entonces muchas cosas eran nuevas y estaban a la moda. Los suburbios prosperaban junto con los bebés. Artefactos domésticos modernos y coches más aparentosos aparecieron con gran fanfarria comercial mientras millones de familias, con ayuda de la Ley GI [ayuda para soldados después de la Guerra, N. del T.], ascendieron a algún lugar en la vagamente definida clase media. La reciente y excitante tecnología llamada televisión contribuyó en gran parte a convertir los suburbios en material legendario de yupis arrogantes y blandengues – con poco interés para las dificultades menos aparentes de los casi-pobres y desamparados que vivían en los guetos o en áreas rurales donde no brillaban las luces de la TV.

A primera vista, la mayoría de los chicos vivían en una época plácida, en la que pequeñas pantallas mostraban imágenes entretenidas de una vida desinfectada. Uno de los numerosos arquetipos surgió de la propaganda de la mezcla de queques Betty Crocker, que llenaban la tele, los primeros planos del glaseado podían parecer extraordinarios, incluso en blanco y negro. Las niñitas que poseían hornos de juguete con pequeñas cajas de mezcla de queque podían hacer queques en miniatura.

Cada día de la semana entre 1955 y 1965, el monótono patetismo de mujeres conocidas como dueñas de casa podía ser visto en «Reina de un Día.» El clímax de cada episodio ocurría cuando una de las competidoras, a menudo sollozando, se ponía repentinamente de pie con un magnífico ramo de rosas en los brazos, abrumada por la alegría. Espléndidos regalos de refrigeradores nuevos y otros productos de consumo, tal vez hasta estolas de visón, elevaban vidas sin alegrías a una estratosfera que EE.UU. verdaderamente podía ofrecer. El show hacía competir los sufrimientos de unas mujeres contra los de otras; la victoria era la recompensa justa para el mejor, lo que quería decir el peor, conflicto. El veredicto final llegaba a través del aplauso del público en el estudio, medido por un contador en la pantalla que saltaba con los decibeles de empatía y conmiseración aparentes: una vencedora por programa. Las soluciones eran individuales. «Reina por un Día» era un ritual caritativo televisado a todo el país, que suministraba un testimonio selectivo de la bondad de la sociedad. El dolor virtuoso, si era suficientemente desgarrador, podía invocar regalos, y el llanto extasiado de una beneficiada coronada constituía un placer indirecto para espectadores en todo el país, que podían ver claramente la generosidad y filantropía de EE.UU.

El espectáculo televisado no era totalmente comprensible para la generación del boom de los bebés, que consideraba más instructivo imitar modelos de guisos mediáticos como «Las aventuras de Spin y Marty» y «Annette Funicello» y otros aspectos del show del Club de Mickey Mouse – mucho más preceptivos que descriptivos. Mediante el ejemplo y la inferencia, aprendimos como se suponía que fueran los chicos, y al hacer que fuéramos más de esa manera, las imágenes de los medios parecían más naturales y realistas. Era una espiral de auto-mistificación, con las versiones autoritativas de la infancia que recibían la luz verde de ejecutivos, productores y patrocinadores de las redes. Lo mismo ocurría con las telenovelas, que atraían a los niños a un refugio ficticio de cualesquiera vidas hogareñas que experimentaban cerca de la pantalla de la televisión. El papá tendía a ser emocionalmente distante en la vida real, pero en la televisión los papacitos eran adorablemente estrafalarios, ocasionalmente serios, esencialmente adorables, e incluso ligeramente afectivos. A pesar de las risas en conserva, esto podía ser algo muy serio para los chicos – un mundo sustituto con obvias ventajas sobre el más duro que los rodeaba. Las posibilidades de que sus padres se midieran con las mamás y papás en «Ozzie y Harriet» o «Father Knows Best» [Papá lo sabe todo] eran remotas. Como lo eran, a menudo, los verdaderos padres. O por lo menos parecían reales. A veces.

«Father Knows Best» fue transmitida por las cadenas de televisión durante casi diez años. Los primeros episodios tuvieron un comienzo lento en 1954, pero dentro de un par de años el programa fue uno de los principales psicodramas en la hora de más audiencia de la nación. Proyectaba un calor que simulaba intimidad; para los niños en un inmenso crecimiento demográfico, puede ser que ningún otro programa de televisión haya tenido más influencia como prototipo familiar.

Pero diecisiete años después de comenzar con las tomas, el actor que había representado a Bud, el único hijo de «Papá lo sabe todo» expresó remordimientos. «Me avergüenza haber tenido alguna parte en el asunto,» dijo Billy Gray. «La gente sentía afección por el show y ese show los perjudicó a todos.» Gray había llegado a considerar que el programa era engañoso. «Sentí que el show pretendía ser vida real, y no lo era. Lamento que haya sido presentado alguna vez como un modelo según el cual vivir.» Y agregó: «Pienso que todos estábamos bien motivados pero lo que hicimos fue producir una patraña. No estábamos tratando de hacerlo, pero es lo que fue. Sólo una patraña.»

* * *

Fui al desfile de John Glenn en el centro de Washington el 26 de febrero de 1962, una semana después de haber llegado a ser el primer estadounidense en dar la vuelta al globo en una cápsula espacial. Glenn era un héroe certificado, y mi escuela estimó que el desfile era una excusa válida para ausentarse. Para mí, en el quinto año, me pareció algo tremendo, a pesar de que el tiempo resultó ser frío y lluvioso.

Para la nueva y deslumbrante era espacial, los astronautas de EE.UU. servían como valerosos exploradores que se sumaban al ímpetu del mito ficticio que rodeaba a la familia presidencial. Los Kennedys eran aristócratas sexy, excitantes, modernos, que se basaban en avezados escritores profesionales para producir palpitantes discursos elocuentes sobre la libertad y la democracia. El vínculo era un realengo estadounidense, que mezclaba el atractivo de la nobleza refinada y del fútbol estadounidense. La imagen mediática parecía un libro de cuentos. Pocos estadounidenses, y muy pocos jóvenes de la época, sabían de la actuación real de las elogiadas nuevas «fuerzas especiales» de Kennedy, despachadas al Tercer Mundo, donde – por debajo de la pantalla del radar mediático – atacaban a sindicalistas y a otros enemigos surtidos de las oligarquías respaldadas por EE.UU. Pero se materializó una confrontación con la Unión Soviética que no pudo ser ignorada. Ocho meses después del desfile de Glenn, en tándem con Nikita Jruschov, el presidente arrastró al mundo hacia un precipicio nuclear. A fines de octubre de 1962, Kennedy se presentó en la televisión nacional y denunció «la concentración militar soviética en la isla de Cuba,» afirmando que «una serie de instalaciones de misiles ofensivos están siendo preparadas en esa isla prisionera.» Hablando desde la Casa Blanca, el presidente dijo: «No arriesgaremos prematura o innecesariamente los costes de una guerra nuclear mundial en la que hasta los frutos de la victoria serían cenizas en nuestra boca – pero tampoco retrocederemos ante ese riesgo en ningún momento en que haya que enfrentarlo.»

A comienzos del otoño siguiente, el presidente Kennedy firmó el Tratado de Limitación de las Pruebas Nucleares, que relegó bajo tierra a las detonaciones nucleares. El tratado fue una importante medida de salud pública contra la lluvia radioactiva. Por lo pronto, la prohibición de las nubes en forma de hongo hizo que los preparativos de las superpotencias para hacer volar el mundo fueran menos visibles. Los nuevos límites no hicieron nada por interferir con el desarrollo ulterior de arsenales nucleares.

A Kennedy le gustaba hablar de vigor, y lo encarnó. Más joven que Eisenhower por toda una generación, ingenioso, con una mujer afable y dos niños adorables, mostraba el camino hacia vistas abiertas. Las vitrinas cerca de Pennsylvania Avenue exhibían platos de recuerdo y otras chucherías de Washington que mostraban a la Primera Familia – parafernalia típica para turistas, pero con mucho más energía que la que habían generado Dwight y Mamie [Eisenhower].

Unos pocos años después del desfile de Glenn, cuando pasé las mismas vitrinas a lo largo de calles justo al este de la Casa Blanca, el glamour de JFK estaba lleno de polvo, como si estuviera suspendido en el tiempo, mirando hacia atrás. Pensé en una escena de «Great Expectations» [Grandes esperanzas]. La era Kennedy ya parecía como la pieza en la que el pastel de boda de Miss Havisham se había cubierto de espantosas telarañas; en las palabras de Dickens: «como si se hubiera estado preparando una fiesta cuando la casa y los relojes se detuvieron todos al mismo tiempo.»

Los relojes parecieron detenerse todos al mismo tiempo en la tarde del 22 de noviembre de 1968. Pero después del asesinato, lo esencial del reputado mejor y más brillante continuó en las máximas posiciones del gabinete. La distancia de Dallas al Golfo de Tonkin fue de apenas ocho meses con el vuelo del tiempo. Y pronto las impresionantes capacidades científicas de EE.UU. apuntaron contra un país en el que los guerrilleros caminaban sobre las suelas de sandalias recortadas de viejos neumáticos.

Creciendo en una cultura de engaño comercializada en masa, la generación del boom de los bebés llegó a la mayoría de edad en un Estado en guerra. De Vietnam a Iraq, ese Estado esgrimió su poder tecnológico con una dedicación demencial a la violencia masiva.

————–

Este artículo es un pasaje del nuevo libro de Norman Solomon «Made Love, Got War» [Hicimos el amor, recibimos la guerra].

http://www.counterpunch.org/solomon10042007.html