Lo que hace apenas unas semanas parecía inimaginable se ha ido transformando en realidad cotidiana. Pueblos enteros en cuarentena. Grandes manifestaciones artísticas y deportivas anuladas. Asambleas internacionales pospuestas. Hombres y mujeres que cambian la costumbre de darse la mano o saludarse con besos. No se trata de una novela futurista de ciencia ficción sino de la realidad de millones de personas en diferentes continentes, donde el COVID-19, alias “coronavirus”, causa estragos.
Las cifras siguen explotando. 100.000 casos confirmados al cerrar la primera semana de marzo, de los cuales 80.000, al menos, en China, que cuenta 3000 decesos. El virus está ya presente en 91 países, entre los cuales cinco nuevos en las últimas 48 horas: Gibraltar, Hungría, Eslovenia, Palestina y Bosnia Herzegovina. Más de 50.000 de los casos se han recuperado.
Casi 300 millones de estudiantes de 22 países no pueden asistir a clases, según las recientes estadísticas oficiales de la UNESCO, que recuerda que hace dos semanas, solo en China, se habían cerrado establecimientos educativos.
El virus ataca y la economía se engripa. El impacto en China con una contracción del 2% en la producción manufacturera se prolonga como olas en el océano. La Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) evalúa que en el último mes la enfermedad causó pérdidas estimadas en los 50.000 millones de dólares a la economía mundial.
Y si China, una de las locomotoras económicas del planeta estornuda – con una producción en su nivel más bajo desde el 2004 a raíz de la epidemia- se convierte en gripe mundial segura, con consecuencias planetarias inmediatas.
Los rubros más golpeados: instrumentos de precisión, maquinaria, automóviles y equipos de comunicación, según una primera estimación. ¿Principales afectados por el momento además de la misma China? La Unión Europea, Estados Unidos, Japón, Corea del Sur y Vietnam. Los países “en vías de desarrollo” que dependen de la venta de materias sienten el impacto y “un golpe muy intenso” según la UNCTAD.
El transporte sin aliento
Verdadero aceite lubricante de la economía mundial y de la sociedad global, el transporte aéreo arriesga sufrir un duro nocaut.
Si en la tercera semana de febrero la Asociación Internacional de Transporte Aéreo (IATA) proyectó las pérdidas de ingresos en 29.300 millones de dólares, el cálculo acaba de cuadriplicarse en las últimas horas.
La Asociación estimó -en los primeros días de marzo- una pérdida eventual de ingresos globales para el 2020 de entre 63.000 millones de dólares, en un escenario contenido, hasta 113.000 millones en caso que se amplíe la difusión del virus.
En esta segunda hipótesis, ciertos países europeos como España, Suiza, Austria, Francia, Italia, Alemania, Suecia, Reino Unido, Noruega y Holanda, sufrirían una baja del 24 %, la más abrupta a nivel mundial.
En torno al comportamiento del transporte es significativo observar la repercusión del movimiento financiero global. La IATA, que agrupa las 290 principales líneas aéreas, recoció que las acciones de las empresas del sector cayeron en un 25 % desde la explosión del brote. Si se compara a la crisis del 2003 cuando se dio el virus SARS, esto representa, unos 21 puntos porcentuales más que 17 años atrás.
La fragilidad de la globalización
En menos de tres meses desde que se conoció el coronavirus, la enfermedad no ha dejado de hacer sonar la alarma sobre un montón de prejuicios sociológicos, sociales e ideológicos.
No se pudo limitar la “responsabilidad original” del mal al imperio de oriente, y hoy, los italianos juegan un rol parecido en todo caso en Europa. Para Israel, que decretó cuarentenas obligatorias a los viajeros de ciertos países que lleguen a sus aeropuertos, ya es lo mismo si se trata de chinos, italianos, austríacos o suizos. No importa mucho el pasaporte, sino la intensidad de los brotes.
El COVID-19 no distingue entre centro y periferia, entre ricos y pobres, economías centrales o marginales. Si bien, todo indica, que como en el caso de cualquier virus, el estado de salud de base, las defensas y la calidad de vida de los potenciales infectados, tendrá un impacto directo en las consecuencias del mismo y el impacto de la mortalidad.
A este nivel la Organización Mundial de la Salud, considera que la tasa de contagio es de entre 1,4 y 2,5, aunque otras estimaciones mencionan niveles entre 2 y 3. Eso significa que cada infectado puede irradiar el virus a 2 o 3 personas. Para que la epidemia sea controlada debería bajarse la tasa a menos del 1.
Revelador también, el fenómeno creciente de la dependencia de buena parte de la economía mundial del gigante amarillo y de la globalización. Como lo señalaba en un reciente editorial el cotidiano suizo Le Courrier, “cuando un automóvil integra piezas producidas en una treintena de países -el doble para un celular tipo smartphone– en tanto ciertos componentes son producidos en un solo país o una sola región, el sistema actual no es solo social y ecológicamente absurdo, sino de una fragilidad absoluta”.
Significativas también las consecuencias “indirectas” ecológicas de la crisis actual. Según una información de fines de febrero del connotado Carbon Brief, la caída de la producción y de las exportaciones chinas, así como las restricciones en los transportes habrían provocado una baja de cerca del 7% del gas carbónico (CO2) a nivel mundial. En tanto en China mismo, se estima que la tasa de dióxido de nitrógeno (NO2) en el aire cayó un tercio – incluso en algunos lugares a la mitad- y la de partículas finas, un 60%.
De ahí a considerar la epidemia del coronavirus como bueno para el ecosistema, hay una distancia infranqueable. Si bien, como concluye el editorial de Le Courrier, el virus de la mundialización merecería no solo una prevención mayor en nuestra sociedad, sino también, incluso, una cura más severa y radical de todo el sistema hegemónico actual.