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Ecuador

En lo que el poder se rompa. El peso del 28

Fuentes: Le Monde Diplomatique

Como en el resto de la región y del globo, el Ecuador sufre desde fines del 2007 un acelerado proceso inflacionario en los principales servicios y productos de la canasta básica. Además de la crisis financiera internacional y otros factores externos, en el país la inflación ha estado asociada a los efectos de las torrenciales […]

Como en el resto de la región y del globo, el Ecuador sufre desde fines del 2007 un acelerado proceso inflacionario en los principales servicios y productos de la canasta básica. Además de la crisis financiera internacional y otros factores externos, en el país la inflación ha estado asociada a los efectos de las torrenciales lluvias e inundaciones en los seis primeros meses del 2008 en la región litoral. La destrucción del sistema vial y la pérdida de extensos cultivos impactaron, sobre todo, en la oferta de ciertos productos básicos y en el nivel de vida de los campesinos de la zona costera. El Gobierno Nacional debió efectuar varias declaratorias de emergencia para enfrentar la catástrofe humanitaria y vial, y medidas de política económica tendientes a controlar el incremento de los precios de la canasta básica.

Aún así, y en medio del pertinaz ataque de los principales medios de comunicación a la gestión gubernamental -tanto a su política de expansión del gasto público como al estilo confrontacional del régimen- el presidente Rafael Correa ha mantenido tasas de popularidad y de respaldo a su gestión que superan al 60%. Desde el retorno democrático en 1979, ningún presidente ecuatoriano había logrado retener durante tanto tiempo (19 meses) tan altos niveles de credibilidad entre la población. Ello resulta aún más sorprendente si se considera que Correa llegó al ballotage, en septiembre 2006, en segundo lugar con tan solo el 23% de los votos. Su triunfo, contra el multimillonario bananero Álvaro Noboa, catapultó al joven economista guayaquileño, que se autocalifica como de izquierda-cristiana, y a su flamante movimiento Alianza País (AP) al ejercicio del poder para el ciclo 2007-2011.

En los seis primeros meses de gobierno, Correa puso todo su empeño en el cumplimiento inmediato de sus principales ofertas de campaña. Rompió con el canon de la política económica ortodoxa de los años ’90 y relanzó al Estado al primer plano en la planificación del desarrollo nacional, la regulación de la economía y las finanzas y la redistribución de la riqueza. Incrementó la inversión pública en el campo social (duplicó el bono de la pobreza e incrementó el de la vivienda) y abrió nuevas líneas de crédito para medianos y pequeños productores. Realineó la política exterior del país e inscribió al Ecuador en el concierto de países sudamericanos que han tomado distancia con la Casa Blanca y se han acercado al eje Brasilia-Caracas-Buenos Aires. Tal agenda prefiguraba la reconstrucción de un proyecto nacional, apuntalado por una potente retórica ‘soberanista’ y ‘anti-elitaria’, luego de un largo ciclo en que la clase política se había des-nacionalizado mientras el desmantelamiento del Estado dejaba vía libre a la colonización privada de los intereses públicos.

Fue en este marco, que se lanzó la iniciativa del Plan Ecuador como una estrategia de cooperación y desarrollo en la frontera norte del país, para contrabalancear al Plan Colombia del presidente Álvaro Uribe. El activismo diplomático de Correa se ha concretado en el acercamiento de Ecuador a Irán y China, y ha fortalecido su implicación en la integración regional mediante iniciativas como la Unión de Naciones Sudamericanas, el Banco del Sur y, más recientemente, el Consejo de Defensa Sudamericano. Por último, y tal vez lo más significativo en el vigente momento político, convocó a una consulta popular en abril del 2007 para que la ciudadanía se pronuncie sobre la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que produzca una nueva carta magna para el país. Ocho de cada diez ecuatorianos respondieron favorablemente a tal pregunta. Días atrás, esta Asamblea entregó la nueva Carta Magna.

Una estrategia anti-sistémica

La riesgosa decisión de AP de no presentar candidatos para el Congreso Nacional, en las elecciones de septiembre-2006, delineó la identidad política originaria del movimiento y prefiguró la estrategia de cambio político radical que Correa conduce desde su arribo al Palacio de Carondelet. Tal opción no sólo expresaba su voluntad de sintonizar con un electorado abiertamente hostil al mundo de los partidos, sino que definía un rasgo estructural del proyecto político correísta: su marcado carácter anti-sistémico. Dicha identidad de base explica, en gran medida, su fulgurante éxito político; pero ha determinado un conjunto de ambivalentes efectos en el curso de su acción, a la vez, como fuerza gobernante y como actor mayoritario de la Asamblea Nacional Constituyente (ANC), que funcionó entre noviembre 2007 y julio 2008.

La distorsión de la representación política, inflada por la decisión de AP de abstenerse de presentar candidatos al Parlamento, era un ‘dato duro’ que favorecía la legitimidad de la estrategia presidencial de convocar a una Constituyente de plenos poderes y de demandar el cese de funciones del Congreso. En el que eran mayoritarios los partidos tradicionales -favorecidos por la abstención de AP- mientras que las fuerzas de izquierda, aliadas al Ejecutivo, eran una pequeña minoría.

Acosado por los fantasmas de derrocamientos presidenciales de la historia reciente, el escenario de gobernabilidad para Correa lucía entonces sombrío: era el único presidente de la historia moderna de la democracia ecuatoriana que no sólo ganaba sin sostenerse en partido político alguno, sino que empezaba a gobernar sin ninguna representación política en el Congreso. El robusto apoyo popular a la figura presidencial aparecía como el único punto de apoyo del nuevo gobierno. Este enfrentó al establishment político-parlamentario con un discurso refundacional, ya visible desde el derrocamiento al Presidente L. Gutiérrez en abril 2005, y que ha sido progresivamente legitimado en las urnas.

Sin partido político, ni soportes propios dentro de las instituciones, la dinámica de confrontación política giró rápidamente en torno al carismático líder. La renuencia de la derecha parlamentaria a aceptar la convocatoria a la Asamblea Constituyente, supuso una declaratoria de guerra abierta a un presidente sin ninguna disposición para pactar con una clase política a la que considera fiel representante de las clases altas (‘los pelucones’) y de los intereses oligárquicos del país. Si una convención constituyente con plenos poderes era para Correa, el espacio ideal para viabilizar un proyecto radical de cambio y para recomponer las relaciones de fuerza en el nivel institucional; para los partidos políticos tradicionales, suponía una casi segura desaparición del campo político nacional. No se equivocaron.

La nueva constelación de ideas dominantes ponía por delante de toda contradicción política, la oposición entre «partidos perversos» y «ciudadanos virtuosos». Se trata de un sólido bloque de representaciones y discursos sociales, cuya formación antecedió al arribo al poder de Correa; que legitimaron en todo momento el ataque presidencial sin tregua a los partidos y al mismo Congreso Nacional, al punto de propiciar, sin estricto apego a derecho, la destitución de 57 diputados acusados de obstruir ilegalmente la convocatoria a consulta popular. Así, lo que en septiembre de 2006 aparecía como una mera estrategia electoral, se decantaba en el primer trimestre del 2007 como la punta de lanza de una elaborada estrategia de desmantelamiento y recomposición del orden institucional.

El descalabro institucional del Ecuador había empezado, sin embargo, diez años atrás con los sucesivos enfrentamientos entre las elites económicas y diversos sectores políticos, por la orientación de la agenda neoliberal. El juicio político planteado en 1996 por el ex Presidente León Febres Cordero a su antiguo coideario, y en ese entonces Vicepresidente de la República, Alberto Dahik, fue la punta del iceberg de innumerables contiendas políticas y disputas de intereses entre facciones dominantes. Tras el aparente consenso ‘modernizador’, en efecto, el reordenamiento neoliberal no consiguió desactivar, y más bien estimuló, fuertes disputas por las orientaciones y el control de segmentos estratégicos del Estado entre fracciones dominantes que, a pesar de un discurso anti-estatista, han visto en él un factor determinante para activar determinadas dinámicas de acumulación en su favor. Así, incluso si la derecha ganaba elecciones y lograba controlar largamente los espacios de representación política del país -dominó la arena legislativa desde inicios de los 90- no conseguía mínimos niveles de acuerdo político, entre los estratos y capas a los que representaba, para instaurar formas estables y coherentes de gobierno con capacidad de irradiar y ser reconocidas por el resto de la sociedad. Dicha atrofia hegemónica -para usar la expresión del sociólogo boliviano René Zavaleta Mercado- exacerbó la turbulencia del campo político y minó la legitimidad del orden democrático.

Las disputas facciosas se repitieron a lo largo de los tres derrocamientos presidenciales (1997, 2000, 2005) y de los diversos entrampamientos institucionales que vivió el país hasta el año 2007. La conflictividad intra-elitaria abrió el marco de oportunidades para el protagonismo, ‘desde abajo’, de diversos grupos, gremios, partidos y movimientos sociales opuestos al proceso de modernización liberal de la economía. El éxito político de la CONAIE en las negociaciones sobre la ley agraria (1994), el progresivo contagio de sus repertorios de lucha hacia otros conflictos sociales, y la recurrencia y ‘masividad’ de sus acciones de protesta, convirtieron al movimiento indígena en el eje de la reactivación política del campo popular, y en un vector para la recomposición y el re-alineamiento de las fuerzas de izquierda. El rechazo a la agenda neoliberal se había constituido, para mediados de los 90, en el nudo articulador de sus iniciativas colectivas, de sus discursos políticos y de sus intentos de amplificar la protesta social hacia otras capas sociales.

El gobierno de la Revolución Ciudadana -como se denomina oficialmente al proceso en curso- embistió enérgicamente contra unas elites previamente debilitadas. La banca, los medios de comunicación y, sobre todo, los grupos de poder económico de Guayaquil -en la figura de su Alcalde y máximo exponente de la demanda autonómica de esta región costeña, Jaime Nebot- se convirtieron en el blanco de los continuos ataques presidenciales. Su confrontación permanente con los partidos políticos y con los llamados poderes fácticos, le ha valido más de una crítica en la opinión pública por la escasa vocación para el diálogo, pero ha redundado en altos réditos entre sectores medios, subalternos y plebeyos que ven en tal estilo de conducción, una señal de efectiva ruptura con el pasado. De algún modo, ello ha recuperado el valor y la confianza social en las palabras de la política [1].

El éxito de la estrategia anti-sistémica de Correa se confirmó con el triunfo de AP en las elecciones para la Constituyente. El oficialismo no sólo alcanzó 80 de los 130 curules en juego sino que, por primera vez en los últimos 27 años de regímenes civiles, la distribución territorial del voto no reflejó las históricas divisiones regionales del país (costa/sierra, Quito/Guayaquil). AP triunfó en esta última ciudad -donde hace quince años el derechista Partido Social Cristiano ha controlado todos los resortes del poder local- y prácticamente en todo el territorio nacional. Las fuerzas del centro y la derecha quedaban reducidas a su mínima expresión y sin posibilidades de incidir en el debate constitucional. Correa se situaba en el centro de la política nacional y parecía quebrar el dominio político que los bloques de poder asociados a intereses oligárquicos, privatistas y transnacionales, habían mantenido desde hace dos décadas y media en el Ecuador.

Una coalición de facciones

Desde un inicio, los grandes medios de comunicación y la derecha partidaria -minoría política, mayoría mediática- intentaron minar las bases de legitimidad de la Asamblea. Si en un primer momento impugnaron sus plenos poderes y el cierre del Parlamento, posteriormente confrontaron su doble rol: redactar la nueva Constitución y emitir mandatos en coordinación con el Poder Ejecutivo. A lo largo del proceso condenaron, además, el «mayoritarismo» de AP y la excesiva intervención del círculo presidencial en la toma de decisiones del bloque oficialista.

Lo cierto es, no obstante, que mantener la unidad y cohesión del bloque exigió un enorme esfuerzo a la plana mayor de AP. En efecto, aunque un ideario de izquierdas predominó dentro de los asambleístas de gobierno, no se trataba, de ningún modo, de una bancada homogénea. En ella han coexistido, no sin tensiones, una serie de fracciones políticas que van desde la centroderecha, a una variedad de expresiones de izquierda en que destacan ecologistas, vertientes cercanas al movimiento indígena, a ciertos sindicatos, organizaciones de mujeres, al activismo de las ONG, a expresiones de las iglesias progresistas (y no), a militancias tradicionales provenientes de viejos y nuevos partidos de izquierdas y a ciudadanos ‘recién llegados’ a la política. Una parte del acumulado social de los 90 se expresaba, así, dentro de AP y otra, menor, en las demás fuerzas progresistas que también alcanzaron representación en la Asamblea (MPD, PK, socialismo). Correa aparecía como el cemento unificador de unas tendencias que, en ocasiones anteriores, habían fracasado en sus intentos de acercamiento. La complejidad y heterogeneidad del movimiento oficialista no ha sido bien comprendida por la opinión pública.

Aunque pueden ubicarse dentro de AP a antiguos miembros de los partidos del establishment, en su mayoría los asambleístas expresan el recambio de la clase política ecuatoriana, empujado por el ascenso de la ‘revolución ciudadana’ al poder. Entre los nuevos asambleístas no constan, sin embargo, únicamente ciudadanos más o menos implicados en la vida pública del país sino, además, personajes de la televisión y la farándula que ‘cayeron’ en la política para ampliar las opciones de triunfo de la fuerza gobernante. En el complejo proceso de confección de las listas del oficialismo pesaron menos las cuestiones programáticas e ideológicas que las de rentabilidad electoral. Todos los asambleístas, eso sí, debían profesar y performar el profundo espíritu anti-partidista del proyecto gobernante. El enorme pragmatismo del régimen nunca ha conseguido ser ocultado por los incendiados discursos de su líder.

Si la reforma tributaria -una de las políticas más coherentes y progresistas de entre las medidas adoptadas por Correa- y la liquidación (al menos legal) de la terciarización y la flexibilidad laboral impulsada en los ’90; evidenciaban las fluidas relaciones entre el ejecutivo y la Asamblea, los debates sobre la cuestión ecológica dejaron emerger a la luz pública las múltiples tensiones al interior de Alianza País.

Las posiciones ambientalistas fueron abanderadas por Alberto Acosta, presidente de la Convención, fundador de AP y miembro de su comando central (el ‘buró político’), asambleísta más votado e intelectual cercano a sindicatos y movimientos sociales desde los ’80. Como primer Ministro de Energía del gobierno, delineó la propuesta para la no explotación del campo petrolero ITT (Ishpingo-Tambococha- Tiputini), ubicado en el parque nacional Yasuní -una de las reservas de biosfera más importantes del planeta- a cambio de la compensación de la comunidad internacional por el aporte de Ecuador a la conservación del ecosistema. Aunque la propuesta ha tenido eco a nivel internacional, y continúa siendo negociada con algunos países europeos, no contó con el pleno respaldo de Correa, quien parece resignarse a reactivar, no sin variantes, las estrategias desarrollistas de décadas pasadas.

Las tensiones entre «extractivistas» y «ambientalistas» comenzaron, entonces, dentro del gabinete ministerial y se intensificaron en el curso de las deliberaciones constituyentes. Acosta y los asambleístas «leales» a Correa mantuvieron intensos duelos en relación a los límites ambientales de la explotación minera, a la declaración del agua como derecho humano fundamental y a la necesidad de consultar (tesis de Correa) u obtener el consentimiento previo (de Acosta) de las poblaciones y comunidades indígenas, cuando el Estado disponga la explotación de recursos naturales en los territorios que ellas ocupan. La influencia moral e intelectual del presidente de la Asamblea, que contaba siempre con el respaldo del reducido bloque de Pachakutik, permitió que las tesis ecologistas salgan bien libradas en los dos primeros debates. Dio paso, además, a la sui géneris figura de otorgar derechos a la naturaleza. En relación a las explotaciones, sin embargo, se impuso la línea realista del amplio bloque de constituyentes adeptos a Correa. La dureza del debate dejó muy malogradas las relaciones entre las dos figuras más visibles de la ‘revolución ciudadana’ y, más aún, entre el poder ejecutivo y el movimiento indígena. No sería su último desencuentro.

Las primeras deserciones del bloque oficialista vendrían, sin embargo, por otras razones. Algunas facciones de AP, aún a pesar de las reservas religiosas de Correa -quién no ha escondido el hecho de ser un católico practicante-, propendían hacia una modernización de la Carta Magna en materia de derechos sexuales y reproductivos. El peso del lobby ultra-conservador en la opinión pública aupó la renuncia de dos asambleístas que consideraban que tales propósitos eran contrarios a la moral católica de los ecuatorianos. Múltiples organizaciones de mujeres, por su parte, condenaron la timidez con que el oficialismo encaró el tema.

El caso es, sin embargo, que la influencia de dichas organizaciones en el debate público ha sido largamente superada, durante los últimos cinco años, por el activismo de múltiples organizaciones civiles
de faz filantrópica, credenciales reaccionarias y cercanas a los colegios católicos y las cúpulas eclesiásticas- en defensa de los más retardatarios valores y políticas sobre la vida y la familia. Así, los denominados grupos pro-vida, avanzaron durante el año 2006 una agresiva campaña para prohibir la venta de una marca de la Pastilla de Anticoncepción de Emergencia y para reformar la ley orgánica de salud a fin de eliminar la educación para la sexualidad y toda referencia a los derechos sexuales y reproductivos. Más tarde procuraron penalizar el aborto terapéutico. En los días de la Constituyente organizaron diversas marchas a lo largo del país, y en los mismos predios de la Convención, para oponerse frontalmente a cualquier avance -se oponen incluso al uso de nociones como ‘identidad de género’ u ‘orientación sexual’- en materia de libertades sexuales, reproductivas y relaciones sociales [2]. Desde entonces, ensangrentadas fotos de fetos acompañan invariablemente todas sus marchas. Su cruzada moral atropella el ejercicio razonado del debate público en tan compleja cuestión [3]. En el campo de los movimientos sociales, no solo las organizaciones de mujeres se encuentran políticamente fragmentadas, debilitadas y con escasa capacidad para incidir en la disputa de la hegemonía cultural en el seno de la sociedad civil. Los problemas del movimiento indígena, la única dinámica de acción colectiva que a pesar de todo conserva consistentes anclajes sociales y comunitarios, son similares.

En medio del acoso mediático y eclesiástico, escándalos políticos -denuncia de intentos de comprar asambleístas y de espionaje militar no autorizado- y la intensificación de fricciones internas, la Asamblea perdía aceleradamente prestigio social. Acosta no había conseguido dotar de un espacio, una identidad y una densidad política propia al proceso constituyente. Su voz y las de otros promisorios liderazgos en el seno de la Asamblea, pasaban prácticamente desapercibidas frente a la del estruendoso líder. La imagen de éste continuaba intacta e incluso se afirmó luego de su enérgico rechazo a los bombardeos colombianos en Angostura el 1 de marzo, donde cayó asesinado Raúl Reyes, el número dos de las FARC .

La debilidad de la Constituyente

La presencia de un «coordinador de contenidos» -designado desde el gobierno- entre el Ejecutivo y la Asamblea, y la cuasi institucionalización de frecuentes reuniones del bloque de asambleístas de AP junto con el buró político del movimiento y el mismísimo presidente Correa evidenciaban los problemas de conducción política del proceso y la voluntad del círculo presidencial de tener bajo su lupa a la Asamblea.

Al ‘mega bloque’ fueron invitados posteriormente los asambleístas de las pequeñas bancadas, afines a AP, provenientes de Pachakutik, el Movimiento Popular Democrático, e Izquierda Democrática. La mayoría llegaba así a 90 constituyentes. En la práctica, tales reuniones funcionaron como instancias de debate y decisión partidaria. En su seno se coordinaban las resoluciones que luego serían votadas en conjunto. Los disensos podían aparecer en esta instancia pero, una vez que se llegaban a acuerdos, no debían expresarse en las sesiones plenarias. La unidad del bloque se preservaba con sigilo, al costo de evitar la amplificación y la publicidad de ciertos debates en el pleno de la Asamblea. Tal dinámica deliberativa no ha sido usual en la historia de los modernos partidos políticos ecuatorianos. La constante presencia de una diversidad de ciudadanos, instituciones y organizaciones sociales en su seno mantenía el carácter participativo del proceso.

Aunque los medios de comunicación han insistido en que se ha redactado una Carta Magna a la medida de Correa, lo cierto es que en el seno del mega-bloque las controversias y agrios debates entre el presidente y algunos asambleístas no fueron pocas. Correa debió recular en varias tesis. La declaración del Estado ecuatoriano como plurinacional -demanda esgrimida por el movimiento indígena desde fines de los 80- evidenció el peso de las posturas ‘movimientistas’ y pro-indígenas dentro de AP no bien comprendidas por Correa y sus allegados, ni por los bloques opositores. De igual modo sucedió con cuestiones relativas a los derechos colectivos y a las demandas corporativas de los sindicatos de empleados públicos; o a la gratuidad de la educación pública universitaria [Correa prefería un mecanismo de financiamiento dirigido a compensar a los sectores más desfavorecidos de la población; su planteamiento no prosperó].

El ala izquierda del bloque se mostró muy activa y consistente en estos y otros puntos del debate. Sus nexos y coincidencias con el campo de los movimientos y organizaciones sociales, y con ciertos segmentos del poder ejecutivo, abrieron la opción, aún a pesar de las posturas más conservadoras dentro del círculo presidencial, para planteamientos constitucionales con efectiva potencia transformadora. Se puede mencionar, entre otros, a «la construcción de un sistema económico justo, democrático, productivo, solidario y sostenible basado en la distribución igualitaria de los beneficios del desarrollo, de los medios de producción, y en la generación del trabajo digno y estable» (art. 276, inciso 2); a la facultad de la ciudadanía y de las organizaciones colectivas a revocar el mandato de todas las autoridades de elección popular (incluido el Presidente) y a participar en la toma de decisiones y en el control social de las entidades públicas y privadas que presten servicios públicos; a contemplar la necesidad de redistribuir la tierra, el agua y otros recursos productivos como medio para alcanzar la soberanía alimentaria del Ecuador; a bloquear la privatización de los recursos naturales no renovables del Estado; y a la prohibición de establecer bases militares extranjeras en país.

Muchos de estos avances, largamente debatidos, profundizaron las diferencias dentro del movimiento oficialista. Así, la tensión entre Acosta -quien para entonces ya había dejado de asistir a las reuniones del buró- y el entorno presidencial llegó a su punto máximo cuando el presidente de la Asamblea, luego de siete meses de sesiones y con sólo 54 artículos aprobados (de los 444 con que cuenta el texto), planteó la necesidad de extender el período de las deliberaciones por dos meses más. Según su argumento, el tiempo político no podía condicionar la calidad del debate constituyente. Las encuestas gubernamentales evidenciaban, sin embargo, que la Asamblea se desgastaba aceleradamente y que la campaña mediática contra la nueva Constitución tenía cada vez más adeptos. En la consulta popular de abril 2007 se había fijado, además, que el plazo para redactar la Carta Magna era de ocho meses (vencía a fines de julio 2008). Correa y el buró político leyeron la propuesta de Acosta como un suicidio político [4]. El dilema entre evitar un fracaso electoral en el referéndum para aprobar el proyecto constitucional, o debilitar la cohesión del bloque al perder a una de sus figuras más emblemáticas, se resolvió en contra de Acosta: a un mes del cierre del proceso, el buró le pidió que «de un paso al costado» en la dirección de la Asamblea.

La decisión cayó como una bomba dentro de AP, de la convención y de los movimientos sociales. Aun así, apenas cuatro asambleístas votaron, en el bloque oficialista, contra la renuncia de su presidente. Acosta no había forjado las alianzas debidas dentro de la bancada mayoritaria. No anunció, sin embargo, su separación del movimiento y resaltó que continuaría sosteniendo el proceso. Sin su presencia en la conducción del cónclave quedó despejado el camino para una mayor intervención del ejecutivo en las deliberaciones. Con nuevo presidente, el pleno de la Asamblea aprobó 380 artículos en tres semanas.

La marcha de Acosta, la escasa autonomía de la convención y la distancia de Correa con los movimientos sociales, incrementaron las voces que, desde la izquierda, tomaron distancias con el régimen. El optimismo de militantes y adherentes de la ‘revolución ciudadana’ estaba en su punto más bajo cuando el gobierno anunció, el 8 de julio, la incautación de casi 200 empresas del grupo Isaías-uno de los grupos financieros guayaquileños más poderosos del país- a fin de recuperar una parte de los más de 660 millones de dólares que los ahorristas y el Estado habían perdido, a favor de tales grupos, durante la crisis bancaria de 1999, que terminó con la dolarización de la economía. La impronta anti-oligárquica del proceso se recomponía, los movimientos sociales anunciaban su respaldo a la medida y las encuestas revelaban una recuperación en la imagen del Presidente y de la Asamblea. El Ministro de Economía, no obstante, prefirió dimitir antes que sostener la medida gubernamental: en la encumbrada ala derecha del régimen no cayó bien tal medida, la misma que el Estado debió tomar mucho antes del acceso de Correa al poder.

La batalla electoral

Las falencias procedimentales en el cierre de la Asamblea y el contundente pronunciamiento de la alta jerarquía de la iglesia católica (ligada al Opus Dei) contra el proyecto Constitucional -por considerar que abre la puerta para legalizar el aborto, que reconoce la unión entre personas de mismo sexo y que es ‘estatista’ (¿?)- vislumbran que su aprobación no será tarea fácil. El gobierno y AP han lanzado una intensa campaña para capitalizar el apoyo ciudadano al Presidente y convencer a los indecisos -que aún suman casi el 30% del electorado- de las bondades de su proyecto.

Aunque la promoción de la figura presidencial se coloca en el centro de la estrategia electoral oficial, los niveles de discusión colectiva del proyecto constitucional no tienen antecedentes en el país. Más de dos millones de ejemplares circulan en diversos puntos de la sociedad, lo que ha abierto la ocasión para que los ciudadanos comunes se informen y debatan sobre los detalles de la (posible) nueva carta magna. La Constitución vigente -aprobada en 1998, en un cuartel militar y sin contar con el pronunciamiento populardebe adquirirse en librerías especializadas…

Un amplísimo conjunto de organizaciones y movimientos sociales, por su parte, se han pronunciado a favor del proyecto constitucional, pero no sin advertir sobre sus diferencias y críticas con el régimen. Una derrota electoral supondría, sobre todo para ellos, el estancamiento de un largo ciclo de movilización y lucha social -liderada en los años 90 por el movimiento indígena- cuyas orientaciones políticas han impregnado, largamente, la nueva Carta Magna.

En efecto, descontando el sostenimiento del presidencialismo como régimen político, algo a lo que se opusieron el movimiento indio y las fuerzas de izquierda en la Asamblea de 1998, la propuesta constitucional del 2008 contiene el conjunto de ideas, demandas e intereses que emergieron desde la resistencia popular al neoliberalismo, y desde otras agendas de modernización democrática y transformación social del Estado, la política y la economía. La propuesta de Carta Magna avanza, así, en cuestiones ligadas a la reconstitución y racionalización estatal; al reforzamiento de regulaciones ambientales para el desenvolvimiento de actividades productivas; a la prefiguración de un modelo de desarrollo que propende a la igualdad social y al sostenimiento de la soberanía económica y alimentaría del país; al derecho a la seguridad social de personas que tienen a cargo el trabajo no remunerado del hogar; al reforzamiento del principio de no discriminación, la paridad (de género) en los cargos de designación y en las candidaturas; al reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado y de las organizaciones, pueblos, y nacionalidades como sujetos de derecho; a la amplísima promoción de la participación social y la democracia directa; a un amplísimo empoderamiento de los migrantes; a la primacía del poder civil sobre el actor militar; y a la profundización del sufragio universal -se amplía la comunidad política al facultar el derecho al voto de jóvenes mayores de 16 años, ecuatorianos en el exterior, extranjeros, reos sin sentencia, policías y militares- entre otros elementos.

El predomino de este conjunto de ideas expresa que el conflicto y la lucha social que antecedieron a la vigente transición política, delinearon un horizonte de comprensión común -que no una ideología similarpara vivir en, hablar de y actuar sobre los órdenes sociales caracterizados por específicos modos de dominación. Es más probable que un proyecto se torne hegemónico, y no puramente dominante, cuando el bloque de gobierno y la sociedad comparten un más o menos extenso conjunto de valores e ideas políticas, ‘una visión del mundo’.

En los días finales de la Convención, sin embargo, algunos de sus más importantes avances fueron calificados por Correa como «barbaridades». Durante la última semana del proceso constituyente, el ejecutivo incrementó la presión sobre la Asamblea para rectificarlas. El proyecto constitucional fue defendido in extremis por los segmentos más progresistas y autónomos de la convención y del mismo gobierno. La oposición ha denunciado que muchos artículos fueron modificados a última hora. Ya en campaña, el Presidente ha tomado bajo sus hombros la defensa de la nueva Carta Magna y ha definido al referéndum del 28 de septiembre como la «madre de todas las batallas».

La derecha política, los tradicionales grupos de poder económico y otros sectores de opinión, aupados en el intenso activismo de la cúpula eclesiástica, comparten dicha opinión; y han emprendido una intensa campaña contra la propuesta constitucional. Saben que el futuro del proceso de transición hegemónica, abierto con el acceso de Rafael Correa al poder, se dirime, en gran medida, en el referéndum para aprobar dicha propuesta. Una derrota del SI, abriría las opciones para la recomposición política de las fuerzas conservadoras -Nebot, anclado en su feudo local, ya ha anunciado un abierto desacato político en caso de que el NO triunfe en su ciudad- y dejaría casi sin oxígeno a la ruta de cambio por la que, con todas sus ambivalencias, se ha pronunciado activamente la sociedad en los últimos años.

Por ello, en la ratificación popular del proyecto constitucional se juega no solo, la reconquista de la soberanía nacional, la recomposición de las capacidades reguladoras y redistributivas del Estado y la implantación de bases igualitarias para el desarrollo, sino la continuidad de la transformación de la matriz de poder social, en una dirección en que las fuerzas sociales y dinámicas populares, que han impulsado la necesidad de cambios radicales en el Ecuador, puedan sostener políticamente sus acumulados organizativos, llenar de contenidos democráticos los avances constitucionales y continuar en la disputa por el sentido del cambio. Ahí todo el peso histórico del pronunciamiento ciudadano del 28 de septiembre

Notas

[1] Pablo Ospina, 2008, «Entresijos de una encrucijada», en Revista Nueva Sociedad No. 213, enero-febrero.

[2] Ver Paula Castello Starkoff, 2008, «Despenalización del aborto y nuevo proyecto constitucional: un tema polémico», pp. 19-23, en ICONOS No. 32, septiembre, FLACSO-Quito.

[3] Como plantea el antropólogo X. Andrade: «sean como estrategia discursiva, referencia ilustrativa, reflexión autobiográfica, o causa moral, los fetos viven sus 15 segundos de fama en la política nacional…». Ver, «Fetos», Editorial Diario El Telégrafo, Martes 26 de agosto 2008, Guayaquil. (Ver en http://www.telegrafo.com.ec

[4] Acosta habría manifestado, además, su descontento con el mandato agrario emitido desde la Asamblea, como parte de los intentos gubernamentales de controlar los precios, por cuanto beneficia a la gran producción, subestima la consideración de los costos ambientales del paquete tecnológico de las empresas agroalimentarias (se contemplan subsidios directos a fertilizantes y productos fitosanitarios) y no afecta a la estructura oligopólica de los mercados de alimentos ahorcando así a los sectores campesinos que producen gran parte de los alimentos básicos (Ver P. Ospina, 2008, «Ecuador: al ritmo de la iniciativa política del gobierno de la ‘revolución ciudadana'», Análisis de coyuntura, CEP, Agosto, Quito.)

 

Este artículo es una versión modificada de «Las antinomias de la revolución ciudadana», Le Monde diplomatique, septiembre 2008.