Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens
Virtualmente todos los comentarios estadounidenses sobre el fin de la Unión Soviética alaban lo que se cree que Occidente ha obtenido como resultado de ese evento histórico. En el 20 aniversario de esa desintegración, The Nation presenta a tres escritores que se concentran en su lugar en lo que puede haberse perdido. Mikhail Gorbachov, el último líder de la Unión Soviético y su primer presidente constitucional, argumenta que se perdió una oportunidad para un orden mundial más seguro y justo. Stephen F. Cohen, historiador y antiguo colaborador de The Nation, recuerda a los lectores de los costes políticos, económicos y sociales para los propios rusos. Y Vadim Nikitin, un periodista ruso educado en EE.UU., presenta una interpretación de la nostalgia pro soviética.
La redacción
Desde la integración de la Unión Soviética hace veinte años, comentaristas occidentales han celebrado frecuentemente como si lo que desapareció de la arena mundial en diciembre de 1991 fue la antigua Unión Soviética, la URSS de Stalin y Brezhnev, en lugar de la Unión Soviética reformadora de la perestroika. Además, la discusión de sus consecuencias se ha concentrado sobre todo en eventos en el interior de Rusia. Igualmente importantes, sin embargo, han sido las consecuencias para las relaciones internacionales, en particular las alternativas perdidas para un orden mundial verdaderamente nuevo abierto por el fin de la guerra fría.
Después de mi elección como secretario general del Partido Comunista en marzo de 1985, la dirigencia soviética formuló una nueva agenda de política exterior. Una de las ideas clave de nuestras reformas, o sea la perestroika, constituía un nuevo pensamiento político, basado en el reconocimiento de la interconexión e interdependencia del mundo. La máxima prioridad era evitar la amenaza de una guerra nuclear. Nuestros objetivos internacionales inmediatos incluían terminar la carrera de las armas nucleares, la reducción de las fuerzas armadas convencionales, la solución de numerosos conflictos regionales que involucraban a la Unión Soviética y a EE.UU., y el reemplazo de la división del continente europeo en campos hostiles por lo que yo llamé un hogar europeo común.
Comprendimos que esto solo se podría lograr mediante el trabajo con EE.UU. Nuestras dos naciones poseían en conjunto un 95% del arsenal mundial de armas nucleares. Por ello fue de enorme importancia que en mi primera reunión en la cumbre con el presidente Ronald Reagan, realizada en Ginebra en noviembre de 1985, declaramos que «no se puede ganar una guerra nuclear y jamás debe ser librada». También acordamos que la URSS y EE.UU. no buscarían la superioridad militar del uno sobre el otro. En nuestra cumbre siguiente, en
Reykjavik en 1986, Reagan y yo seguimos discutiendo caminos específicos para lograr un mundo sin armas nucleares.
Pronto hubo pasos concretos en esa dirección. En diciembre de 1987 el presidente Reagan y yo firmamos en Washington el Tratado INF – el primer y todavía único acuerdo para eliminar dos clases de armas de destrucción masiva, misiles de mediano y corto alcance. En 1991, el presidente George H.W. Bush y yo firmamos en Moscú el primer tratado START, reduciendo a la mitad las armas nucleares estratégicas, y luego en otoño del mismo año acordamos eliminar la mayoría de las armas nucleares tácticas de ambas partes.
El camino a esos acuerdos fue difícil, pero el resultado fue la confianza mutua, que posibilitó que el presidente Bush y yo declaráramos en la cumbre de Malta de diciembre de 1989 que nuestras dos naciones ya no se consideraban enemigas. Queríamos decir que la guerra fría había terminado. Abrió camino a la cooperación en la terminación de conflictos regionales que habían arrasado durante décadas en diversas partes del mundo y, lo más importante, llevado a hacer retroceder la agresión de Sadam Hussein contra Kuwait en 1990, sobre la base de la libre decisión de su pueblo. Este proceso culminó en la unificación de Alemania. Ahora existían condiciones para resucitar las Naciones Unidas como principal instrumento para la solución y prevención de conflictos internacionales.
¿Qué pasó después del fin de la Unión Soviética en 1991? ¿Por qué no fueron realizadas las oportunidades de construir lo que el Papa Juan Pablo II llamó un orden mundial más estable, más justo y más humano? Para responder esta pregunta tenemos que considerar los eventos asociados con la desaparición de la Unión Soviética y la reacción de Occidente.
La desaparición de la Unión Soviética interrumpió la perestroika – un intento de efectuar una transición evolucionaría del totalitarismo a la democracia en un vasto país de 1985 a 1991. Los logros de la perestroika fueron reales y numerosos. Trajo libertad, incluida la libertad de expresión, reunión, religión y movimiento, así como pluralismo político y elecciones libres. Comenzamos una transición a economías de mercado. Pero actuamos demasiado tarde para reformar el Partido Comunista y transformar la Unión Soviética, en una nueva, descentralizada, unión de repúblicas soberanas.
Contrariamente a lo que se afirma a veces, la Unión Soviética no fue destruida por alguna potencia extranjera sino como resultado de eventos internos. Primero, en agosto de 1991, las fuerzas conservadoras contra la perestroika organizaron un golpe contra mi dirigencia que fracasó pero debilitó mi posición. Luego, el 8 de diciembre, desafiando la voluntad popular, que había apoyado la renovación de la unión en un referéndum en marzo de 1991, los dirigentes de tres repúblicas soviéticas -Boris Yeltsin, el presidente ruso, y los dirigentes de Ucrania y Bielorrusia- reunidos en secreto, abolieron la Unión.
Ese evento condujo a la euforia y a un «complejo de vencedor» en la elite política estadounidense. EE.UU. no pudo resistir la tentación de anunciar su «victoria» en la guerra fría. La «única superpotencia restante» reivindicó el liderazgo monopolista de los asuntos globales. Eso, y la ecuación de la desaparición de la Unión Soviética con el fin de la guerra fría, que en realidad había terminado dos años antes, tuvieron consecuencias trascendentales. En ello se encuentran las raíces de numerosos errores que han llevado al mundo a su actual estado atribulado.
Yo solía decir a los participantes en nuestras negociaciones, Reagan, Bush y otros dirigentes occidentales, que todos tendríamos que cambiar nuestro modo de pensar – no solo la Unión Soviética sino también Occidente- porque los rápidos cambios en curso en el mundo no nos dejaban otra alternativa. Pero mientras Occidente insistiera en su supuesta victoria en la guerra fría, significaba que no se necesitaba ningún cambio en el viejo modo de pensar de la guerra fría y que los antiguos métodos, como ser el uso de la fuerza militar y de presión política y económica para imponer el propio modelo a todos, seguirían siendo utilizados.
Dentro de un modelo semejante, las Naciones Unidas y su Consejo de Seguridad se hacen prescindibles o en el mejor caso se convierten en un impedimento, mientras el derecho internacional es visto como un legado agobiante del pasado. Fue la actitud adoptada por EE.UU. y sus partidarios en la antigua Yugoslavia en los años noventa y en Iraq en 2003. Los expertos estadounidenses comenzaron a hablar de EE.UU. como más que una superpotencia, llamándolo una «híper-potencia» capaz de crear «una nueva clase de imperio».
Pensar en términos semejantes en nuestros tiempos es una ilusión falsa. No es sorprendente que el proyecto imperial haya fracasado y que pronto quedó claro que era una misión imposible incluso para EE.UU. Intervenciones militares en Iraq y Afganistán, basadas en la suposición de que el poder es un derecho, debilitaron severamente la economía estadounidense, fuera de causar decenas de miles de muertes. Hoy en día muchos en Occidente admiten que fue el camino incorrecto, pero se perdió el tiempo que podría haber sido utilizado para construir un nuevo orden mundial verdaderamente nuevo.
La interpretación errónea del fin de la guerra fría, la desaparición de la arena mundial de un socio fuerte con sus propios puntos de vista -la Unión Soviética reformadora- y el debilitamiento de Rusia también tuvieron un impacto negativo en los eventos europeos. La Carta de París para una Nueva Europa, firmada en 1990 por naciones europeas, EE.UU. y Canadá -un proyecto para una nueva arquitectura de seguridad para el hogar común europeo- fue relegada al olvido. En su lugar EE.UU. y sus aliados decidieron expandir la OTAN hacia el este, acercando a las fronteras de Rusia esa alianza militar mientras reivindicaba para ella el papel de un policía paneuropeo o incluso global. Esto usurpó las funciones de las Naciones Unidas e incluso las debilitó.
A principios de los años noventa, también se decidió acelerar la expansión de la Unión Europea, también hacia el este. A pesar de los verdaderos logros de la UE, los resultados de su expansión han sido ambiguos, como ha quedado particularmente claro en los últimos meses en la crisis financiera y económica sin precedentes de Europa.
Las expectativas de que todos los problemas de nuestro continente serían solucionados mediante la construcción desde el oeste hacia el este no se han cumplido, y en los hechos estaban destinados al fracaso. Una Europa verdaderamente íntegra y democrática debe ser construida no solo desde el oeste sino también desde el este, incluida Rusia. A menudo recuerdo mi conversación en el otoño de 1989 con el Papa Juan Pablo II. Como hombre con una visión profunda y exhaustiva del mundo y no dado a una euforia triunfalista, consideraba a la perestroika como un paso vitalmente importante en el avance de la libertad y la democracia así como una oportunidad para construir una Europa verdaderamente unida. Hablando del Este y del Oeste, dijo que «Europa debe respirar con dos pulmones». Pero después de la desaparición de la Unión Soviética, los dirigentes occidentales eligieron un camino diferente.
Como resultado, el papel de Europa y su peso en los asuntos del mundo han sido mucho menos que su potencial. Nuevas líneas divisorias han aparecido en nuestro continente, ahora mucho más cercanas a las fronteras de Rusia, y dos veces -en la antigua Yugoslavia en los años noventa y en la antigua república soviética de Georgia en 2008- los conflictos han llevado a derramamientos de sangre.
En resumen, el mundo sin la Unión Soviética no se ha hecho más seguro, más justo o más estable. En vez de un nuevo orden mundial -es decir, suficiente gobierno global para impedir que los asuntos internacionales se conviertan en peligrosamente imprevisibles- hemos tenido turbulencia global, un mundo que va a la deriva hacia territorio desconocido. La crisis económica global que estalló en 2008 lo demostró con suficiente claridad.
Occidente debe emprender una reevaluación crítica de todo lo que precedió a esta dolorosa crisis. Es más que solo una crisis de las finanzas globales o incluso una crisis de un modelo económico basado en una carrera por híper-beneficios y excesivo consumo que agota los recursos de la tierra y arruina la naturaleza. La crisis surgió de la convicción arrogante de «Occidente colectivo» de que poseía las recetas para resolver todos los problemas y que no existía ninguna alternativa para «el Consenso de Washington», que pretendía funcionar igualmente bien en todos los países.
La crisis, cuyo fin no está a la vista, parece haber hecho sentar cabeza a algunos dirigentes mundiales y provocado una búsqueda de soluciones colectivas para desafíos globales. Pero hasta ahora los resultados han sido débiles. Organizaciones internacionales, en especial las Naciones Unidas, incapacitadas por el unilateralismo de EE.UU. y de la OTAN, todavía titubean, incapaces de cumplir con su tarea de solucionar conflictos. El G-8 no es suficientemente representativo de la comunidad global, y el G-20 no se ha convertido en un mecanismo efectivo.
Las decisiones políticas y el pensamiento político todavía están militarizados. Esto vale en particular en EE.UU., que no ha renunciado a los métodos de presión e intimidación. Cada vez que utiliza la fuerza armada contra Estados sin armas nucleares, países como Irán se ven más determinados a adquirir armas nucleares.
Durante la primera década del Siglo XXI los presupuestos militares de EE.UU. representaron casi la mitad de los gastos del mundo en fuerzas armadas. Una superioridad militar tan abrumadora de un país hará que sea imposible de lograr un mundo libre de armas nucleares. A juzgar por los programas de armas de EE.UU. y una serie de otros países, tienen en la mira una nueva carrera armamentista.
Esto me hace preguntarme si cada vez que hay una crisis o conflicto, los dirigentes tratarán de resolverlos recurriendo a la fuerza militar. La única manera de romper ese círculo vicioso es reafirmar los principios de seguridad mutua, que formaron el núcleo de nuestro nuevo pensamiento político hace más de veinte años.
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Finalmente, tenemos a la Rusia post soviética y su papel en el mundo. Durante el período después de la desaparición de la Unión Soviética, EE.UU. y la Unión Europea mantuvieron las relaciones con Rusia en un estado de ambigüedad. Por una parte, hubo numerosas declaraciones de cooperación e incluso de cooperación estratégica. Por la otra, no se dio a Rusia post soviética una voz en la solución de problemas cruciales, y se colocaron obstáculos en el camino de su integración a la economía europea y global. Parece que mientras se le dan ocasionales palmaditas en la espalda, Rusia sigue siendo tratada como un extraño, no como una fuerza seria y constructiva en los asuntos mundiales.
Al mismo tiempo, el pueblo ruso recuerda cómo durante los años noventa Occidente recomendó fuertemente y aplaudió la «terapia de choque» – las reformas radicales que llevaron al colapso de la economía rusa y que hundieron a decenas de millones de sus ciudadanos en la pobreza. A los ojos de muchos rusos, significó que Occidente no quería un renacimiento de Rusia – que quería que Rusia fuera solo un proveedor de materias primas que «conoce su lugar».
Antes había habido períodos de debilidad de Rusia, y siempre resultaron ser temporales. Recientemente, las políticas de EE.UU. y de la UE han comenzado a reflejar un entendimiento de ese hecho. A pesar de dificultades, la política de ajustar las relaciones con Rusia iniciada por el presidente Barack Obama produjo resultados claros, como ser el Nuevo Tratado de Reducción de las Armas Estratégicas firmado en 2010. Aunque el «ajuste» tiene poderosos enemigos en Washington (y en Moscú) fue un importante reconocimiento estadounidense de que Rusia sigue siendo un protagonista serio en la política mundial y que la cooperación es indispensable.
Estoy convencido de que es hora de volver al camino que trazamos juntos cuando terminamos la guerra fría. Una vez más, el mundo necesita una nueva manera de pensar, basada no solo en el reconocimiento de intereses universales y de la interdependencia global sino en ciertos fundamentos morales. Hoy en día se oye a menudo que la política es un negocio sucio, incompatible con la moralidad. No, la política se convierte en sucia y en una cero suma, un juego en que solo se puede perder cuando no se posee un núcleo moral. Es, tal vez, la principal lección que hay que aprender de las dos décadas pasadas.
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