El mundo transita de una era de abundancia de alimentos a una de escasez. En la última década, las reservas mundiales de granos se redujeron un tercio. Los precios internacionales de los comestibles se multiplicaron más del doble, disparando una fiebre por la tierra y dando pie a una nueva geopolítica alimentaria. Los alimentos son […]
El mundo transita de una era de abundancia de alimentos a una de escasez. En la última década, las reservas mundiales de granos se redujeron un tercio. Los precios internacionales de los comestibles se multiplicaron más del doble, disparando una fiebre por la tierra y dando pie a una nueva geopolítica alimentaria.
Los alimentos son el nuevo petróleo. La tierra es el nuevo oro.
Esta nueva era se caracteriza por la carestía de los alimentos y la propagación del hambre.
Del lado de la demanda, el aumento demográfico, una creciente prosperidad y la conversión de alimentos en combustible para automóviles se combinan para elevar el consumo a un grado sin precedentes.
Del lado de la oferta, la extrema erosión del suelo, el aumento de la escasez hídrica y temperaturas cada vez más altas hacen que sea más difícil expandir la producción. A menos que se pueda revertir esas tendencias, los precios de los alimentos continuarán en ascenso, y el hambre seguirá propagándose, derribando el actual sistema social.
¿Es posible revertir estas tendencias a tiempo? ¿O acaso los alimentos son el eslabón débil de la civilización de comienzos del siglo XXI, en buena medida como lo fue en tantas de las civilizaciones anteriores cuyos vestigios arqueológicos se estudian ahora?
Esta reducción de los suministros alimentarios del mundo contrasta drásticamente con la segunda mitad del siglo XX, cuando los problemas dominantes en la agricultura eran la sobreproducción, los enormes excedentes de granos y el acceso a los mercados por parte de los exportadores de esos productos.
En ese tiempo, el mundo tenía dos reservas estratégicas: grandes remanentes de granos (con una cantidad en la basura al iniciarse la nueva cosecha) y una amplia superficie de tierras de cultivo sin utilizar, en el marco de programas agrícolas estadounidenses para evitar la sobreproducción.
Cuando las cosechas mundiales eran buenas, Estados Unidos hacía que más tierras estuvieran ociosas. En cambio, cuando eran inferiores a lo esperado, volvía a poner las tierras a producir.
La capacidad de producción excesiva se usó para mantener la estabilidad en los mercados mundiales de granos. La grandes reservas de granos amortiguaron la escasez de cultivos en el planeta.
Cuando el monzón no llegó a India en 1965, por ejemplo, Estados Unidos envió la quinta parte de su cosecha de trigo al país asiático para evitar una hambruna de potencial catastrófico. Y gracias a las abundantes reservas, esto tuvo poco impacto sobre el precio mundial de los granos.
Al iniciarse este período de abundancia alimentaria, el mundo tenía 2.500 millones de personas. Actualmente tiene 7.000 millones.
Entre 1950 y 2000 hubo ocasionales alzas en el precio de los granos, a raíz de eventos como una sequía severa en Rusia o una intensa ola de calor en el Medio Oeste de Estados Unidos. Pero sus efectos sobre el precio tuvieron corta vida.
En el plazo de un año, las cosas volvieron a la normalidad. La combinación de reservas abundantes y tierras de cultivo ociosas convirtió a ese período en uno de los que se gozó de mayor seguridad alimentaria en la historia.
Pero eso no duraría. Para 1986, el constante aumento de la demanda mundial de granos y los costos presupuestarios inaceptablemente altos hicieron que se eliminara el programa estadounidense de reserva de tierras agrícolas.
Actualmente, Estados Unidos tiene algunas tierras ociosas en el marco de su Programa de Reserva para la Conservación, pero se trata de suelos muy susceptibles a la erosión. Se terminaron los días en que había predios con potencial productivo listos para poner a cultivar rápidamente si se presentaba la necesidad.
Ahora el mundo vive apenas con la mira puesta en el año siguiente, siempre esperando producir suficiente para cubrir el aumento de la demanda. Los agricultores de todas partes realizan denodados esfuerzos para acompasar ese acelerado crecimiento de la demanda, pero tienen dificultades para lograrlo.
La escasez de alimentos conspiró contra civilizaciones anteriores. Las de los sumerios y los mayas fueron apenas dos de las muchas cuyo declive, aparentemente, se debió a la incursión en un sendero agrícola que era ambientalmente insostenible.
En el caso de los sumerios, el aumento de la salinidad del suelo a consecuencia de un defecto en su sistema de irrigación, que a no ser por eso estaba bien planificado, terminó devastando su sistema alimentario y, por ende, su civilización.
En cuanto a los mayas, la erosión del suelo fue una de las claves de su desmoronamiento, como lo fue para tantas otras civilizaciones tempranas.
La nuestra también está en ese sendero. Pero, a diferencia de los sumerios, lo que padece la agricultura moderna es el aumento de los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera. Y, como los mayas, también está manejando mal la tierra y generando pérdidas sin precedentes de suelo a partir de la erosión.
En la actualidad, también enfrentamos tendencias más nuevas, como el agotamiento de los acuíferos, el estancamiento de los rendimientos de los granos en los países más avanzados desde el punto de vista agrícola y el aumento de la temperatura.
En este contexto, no resulta sorprendente que la Organización de las Naciones Unidas reporte que ahora los precios de los alimentos se han duplicado en relación al período 2002-2004.
Para la mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos, que gastan en promedio nueve por ciento de sus ingresos en alimentos, esto no es mayor problema. Pero para los consumidores que gastan entre 50 y 70 por ciento de sus ingresos en comida, que se dupliquen los precios es un asunto muy serio.
Estrechamente ligada a la reducción de las reservas de granos y al aumento del precio de los alimentos está la propagación del hambre.
En las últimas décadas del siglo pasado, la cantidad de personas hambrientas en el mundo se redujo, cayendo a 792 millones en 1997. Luego empezó a aumentar, trepando a 1.000 millones. Lamentablemente, si se siguen haciendo las cosas como de costumbre, las filas de los hambrientos continuarán creciendo.
El resultado es que para los agricultores del mundo se está volviendo cada vez más difícil acompasar la producción a la creciente demanda de granos.
Las existencias mundiales de granos decayeron hace una década y no ha sido posible reconstruirlas. Si no se logra hacerlo, lo esperable es que, con la próxima mala cosecha, se encarezcan los alimentos, se intensifique el hambre y se propaguen los disturbios vinculados a la alimentación.
El mundo está ingresando a una era de escasez alimentaria crónica, que conduce a una intensa competencia por el control de la tierra y los recursos hídricos. En otras palabras, está comenzando una nueva geopolítica de los alimentos.
Lester Brown es presidente del Earth Policy Institute y autor de «Full Planet, Empty Plates: The New Geopolitics of Food Scarcity» (Planeta lleno, platos vacíos: La nueva geopolítica de la escasez alimentaria. W.W. Norton: Octubre de 2012).