La planificación económica por los Estados, que en los países donde dominaba el capitalismo industrial caracterizó todo el período del New Deal, la llamada «era del Estado benefactor» tuvo por objetivo aplicar una política de redistribución de la riqueza para reducir las enormes desigualdades en los ingresos que tipifican los períodos del liberalismo económico, como […]
La planificación económica por los Estados, que en los países donde dominaba el capitalismo industrial caracterizó todo el período del New Deal, la llamada «era del Estado benefactor» tuvo por objetivo aplicar una política de redistribución de la riqueza para reducir las enormes desigualdades en los ingresos que tipifican los períodos del liberalismo económico, como sucede en la actualidad y fue el caso en el primer tercio del siglo 20, y que inevitablemente conducen a graves crisis económicas y financieras, al desempleo y el empobrecimiento masivo, y a momentos políticos decisivos.
La planificación de la economía en manos de los Estados, tan combatida y denigrada por las voces cantantes del sector privado que defienden la «autorregulación» de los mercados, la libertad de la empresa y de la propiedad privada, no ha desaparecido del mapa, sino simplemente ha sido traspasada de los Estados al gran capital con el resurgimiento del liberalismo económico a partir de finales de los 60.
Ahora el gran capital, o sea las grandes empresas transnacionales que abarcan todos los sectores económicos, así como el dominante sector financiero, ha tomado el poder, el control de los Estados y de los partidos políticos de gobierno, como es claro en todos los países del llamado «capitalismo avanzado».
Dicho de otra manera, gracias al control que ejercen en todos los niveles de los Estados y al acoplamiento con los «partidos políticos de gobierno», desde los conservadores a los socialdemócratas, el gran capital puede actualmente planificar y ejecutar con rigor las políticas económicas y financieras que, a escala nacional y mundial, tienen por único objetivo volver a concentrar la riqueza social en unas pocas manos, en ese menos del uno por ciento de la población, como bien lo denuncian los ocupantes del Wall Street y los indignados de todo el mundo.
Excelente prueba de esta rigurosa planificación al servicio del gran capital es la destrucción sistemática de las políticas industriales, comerciales monetarias y fiscales que caracterizaron el período del New Deal, como actualmente puede constatarse con las políticas de austeridad aplicadas en la Unión Europea (UE), y con la creación de los mecanismos, instituciones y legislaciones para un Estado al servicio exclusivo del gran capital (1).
Lo que no pudo entrar por la puerta se infiltró por la ventana
La razón por la cual «hace agua» desde finales de 1999 la Organización Mundial del Comercio (OMC), el «navío almirante» de la liberalización del comercio, es simple y bien conocida por quienes se interesan.
La OMC reemplazó al sistema del Acuerdo General sobre Tarifas y Aranceles (GATT, en su sigla en inglés), que en realidad permitía a las grandes potencias tomar las decisiones a puertas cerradas e imponerlas a la mayoría, para liberalizar acorde a sus intereses los intercambios comerciales y desmontar poco a poco las políticas industriales y de sustitución de importaciones en las naciones subdesarrolladas o en vías de desarrollo.
Funcionando bajo las reglas de la ONU, en la OMC cada país tiene un voto y la mayoría decide. Esto, según nos decían entonces los directores de la OMC y los ministros de Comercio Internacional de países de la UE y Canadá, permitiría instaurar por decisión de la mayoría de países un nuevo «estado de derecho» a nivel mundial.
Un nuevo «estado de derecho» que permitiera que cada país, grande o pequeño, débil o poderoso, fuese tratado a pie de igualdad por el resto del mundo.
Como se vio en los sucesivos fracasos de las «rondas» de la OMC, el sistema de «un país un voto» en el proceso de toma de decisiones permitió que las voces de los países subdesarrollados y emergentes expusieran el doble rasero de las políticas de Estados Unidos (EE.UU.), la UE y Japón, como los subsidios a la producción de cereales y alimentos en sus países y las trabas a la importación de tales productos. El voto mayoritario de los países subdesarrollados y emergentes frenó temporalmente, y exclusivamente en esa instancia multilateral, algunos de los peores aspectos de la liberalización.
Decimos «temporalmente» porque lo que no pudo entrar por la puerta multilateral de la OMC fue introducido por la ventana de los acuerdos bilaterales o multilaterales de liberalización comercial o de integración económica, donde los países poderosos -aquellos donde el Estado está ya al servicio del gran capital- pueden imponer sus condiciones.
Una demostración en vivo es la actual negociación del Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (ATP, en su abreviación), en la cual Washington busca desde febrero del 2008 ampliar el acuerdo de liberalización comercial firmado en 2005 por Brunei, Chile, Nueva Zelanda y Singapur, y puesto en marcha en 2006.
La presencia de EE.UU. en esta negociación a partir del 2008 atrajo a otros siete países: Australia (noviembre 2008), Canadá (junio 2012), Japón (noviembre 2011), Malasia (octubre 2010), México (junio 2012), Perú y Vietnam (ambos desde noviembre 2008), y según la agencia Reuters que cita a Ron Kirk, Representante Comercial de EE.UU., Washington quisiera mucho que China se incorporase al ATP (Reuters, 8 de mayo 2012), algo dudoso si no se cambian las reglas del ATP, que dan a sus nueve participantes originales -lo que excluye a los últimos llegados, como Canadá, Japón y México- un derecho de veto sobre la participación de nuevos países en las negociaciones.
Como analiza Peter Lee (Asia Times Online), la entrada de EE.UU. en este proceso de negociación significó, desde el 2008, que todos los países participantes tendrían acceso privilegiado al mercado estadounidense si dan plena satisfacción a Washington y eliminan las barreras tarifarias y subsidios que afectarán a más de 11 mil productos, y al mismo tiempo abren sus mercados (es decir los mercados públicos y privados a escala nacional y local) a todos los proveedores de bienes y servicios, incluyendo a los financieros, y aplican con el rigor exigido por Washington el respeto a los derechos de propiedad, entre ellos el de la propiedad intelectual (2).
Para incorporarse al ATP, que está ahora bajo la egida de Washington, las naciones del Pacifico deberán haber sacrificado la capacidad de defender sus soberanías frente a las «intensamente competitivas multinacionales» (y sus ejércitos de abogados que serán figuras ubicuitas en las cortes de las naciones del ATP si este pacto es llevado a cabo), y esto a cambio de «algo que no es abundantemente claro», como enfatiza Lee.
Canadá, Japón y México no podrán reabrir las negociaciones en los capítulos del ATP en los cuales los nueve países participantes ya alcanzaron acuerdos, y tampoco tendrán derecho de veto en cualquier otro capítulo de las negociaciones, y tal será la situación de China si decide incorporarse al proceso, algo que probablemente no ocurrirá.
En el caso de la protección de la propiedad intelectual esto significa que a través del ATP, Washington introducirá a escala regional y con perspectiva global, una interpretación extremadamente restrictiva, como la existente ya en las leyes estadounidenses, y para aplicarla a gusto dispondrá de todos los mecanismos, abogados y palancas necesarias que las grandes transnacionales de varios sectores (desde el farmacéutico, las mineras y petroleras, hasta los fabricantes de productos electrónicos e informáticos, entre otros más) pondrán en acción.
La ley que se aplicará con rigor y extraterritorialmente, a través de las cortes nacionales o de los tribunales del ATP, será la estadounidense, que protege los derechos del gran capital.
Es así, a través del «derecho del más fuerte» como viene forjando el imperialismo y sus aliados el «estado de derecho» universal del liberalismo a ultranza.
Nada de nuevo en todo esto. En una crítica a las ideas del economista británico J. Stuart Mill sobre la apropiación de la distribución de las riquezas y la propiedad, Karl Marx escribió en 1857 que a los economistas burgueses les parece que con la policía moderna la producción funciona mejor que, por ejemplo, aplicando el derecho del más fuerte. Olvidan solamente que el derecho del más fuerte es también un derecho, y que este derecho del más fuerte se perpetúa bajo otra forma en su «estado de derecho» (3).
Alberto Rabilotta es periodista argentino – canadiense.
Notas:
1.- Karl Polanyi desarrolló de manera excelente este tema en su libro La Grande Transformation, que terminó de escribir en 1944, y particularmente en el último capítulo (La libertad en una sociedad compleja), donde señala que el liberalismo acusa a la planificación y el dirigismo económico «de ser la negación de la libertad. La libre empresa y la propiedad privada son declaradas partes esenciales de la libertad», algo que es una «ficción por la dura realidad de los gigantescos fideicomisos y el poder principesco de los monopolios». Y alertaba que fue a causa de este liberalismo que el gran capital «se instaló en varios países de Europa así como, por otra parte, diversas formas de fascismo», y que la planificación, la reglamentación y el dirigismo que los neoliberales de la época querían ver «desterrados porque eran un peligro para la libertad», fueron entonces utilizados por los enemigos jurados de la libertad, los fascistas, para «abolirla totalmente». Es así, según Polanyi, que «la obstrucción hecha por los liberales a toda reforma comportando planificación, reglamentación y dirigismo hizo prácticamente inevitable la victoria del fascismo». (página 330 de la edición francesa, Edition Gallimard)
2.- Sobre este particular ver en http://keionline.org/node/
3.- Karl Marx, Introducción de «Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador) 1857-1858» (Grundisse), página 8 en la edición de Siglo XXI Editores SA, y página 10 del cuaderno original.
Fuente: http://alainet.org/active/580