El golpe de Estado consumado en Ucrania el 22 de febrero de 2014 (con ayuda financiera, apoyo logístico, asesoramiento y amparo diplomático de la Unión Europea y de Estados Unidos) abrió una peligrosa crisis que ha desatado el desorden en el país y que amenaza con hundirlo en el caos y en la guerra civil. […]
El golpe de Estado consumado en Ucrania el 22 de febrero de 2014 (con ayuda financiera, apoyo logístico, asesoramiento y amparo diplomático de la Unión Europea y de Estados Unidos) abrió una peligrosa crisis que ha desatado el desorden en el país y que amenaza con hundirlo en el caos y en la guerra civil. Las disputas diplomáticas entre la Unión Europea, Estados Unidos y Rusia sobre la crisis, y el cruce de acusaciones mutuas, junto con la desinformación de la prensa internacional, han creado un espejo deformado donde Washington quiere ver reflejada la supuesta responsabilidad de Moscú. La histeria antirrusa atizada desde la Casa Blanca oculta la realidad, y la mentira y la manipulación más desvergonzada ocupan las páginas de los periódicos occidentales, los noticiarios televisivos y las ruedas de prensa de Obama y los responsables de la OTAN. Una de las más groseras fue la perpetrada por el presidente norteamericano, definiendo, en su rueda de prensa con Merkel del 2 de mayo, al gabinete golpista ucraniano como gobierno «debidamente electo».
Es conveniente recordar que todas las decisiones del gobierno golpista ucraniano surgen de la ilegalidad, y que las protestas posteriores al golpe de Estado nacen, precisamente, por el rechazo de buena parte de la población, especialmente en el sur y este, a un gobierno impuesto. Para empezar, los acuerdos firmados entre la oposición y el gobierno de Yanukóvich, el 21 de febrero, con la supervisión de ministros de Exteriores Europeos, se incumplieron al día siguiente. La retirada de la policía de las calles de Kiev (en cumplimiento de esos acuerdos) no llevó a la creación de un gobierno conjunto de transición como fue acordado sino a la ocupación de todos los organismos gubernamentales por las fuerzas de extrema derecha que se habían convertido en la voz de los manifestantes del Maidán. Después, todas las disposiciones constitucionales se incumplieron. El parlamento, bajo la atenta vigilancia (incluso en los escaños y pasillos) de los matones fascistas de Svoboda y Pravy Sektor, votó la destitución de Yanukóvich por 328 votos y ninguno en contra. Los golpistas llegaron a comprar a algunos diputados del Partido de las Regiones, amedrentados por la brutalidad fascista. De forma irregular se restableció la constitución de 2004. Pero no importaba la ilegalidad: Washington había dado la luz verde, y ya había decidido un gobierno presidido por Yakseniuk, en quien pensó que podría ofrecer un aspecto más «civilizado» que los matones del Maidán.
La Constitución establecía que para destituir a un presidente el parlamento debe crear una comisión de investigación que presente un informe razonado y, si el parlamento lo acepta por una mayoría de dos tercios, podría instar, entonces, ante el Tribunal Supremo la destitución del presidente, y, si ese Tribunal así lo apoyaba, el Parlamento debería volver a examinar la cuestión y, ahora con una mayoría de tres cuartas partes, podría destituir formalmente al presidente. Era un procedimiento garantista, como existe en otras constituciones del mundo. Ninguno de esos pasos se cumplió, y ni tan siquiera consiguieron reunir en el Parlamento, vigilado por los matones fascistas, la mayoría requerida de 338 diputados sobre el total de 450. Era evidente que no podía destituirse a Yanukóvich, pero Washington ya había decidido acabar con el gobierno elegido, a cualquier precio. Se consumaba así el golpe de Estado, avalado por Estados Unidos y la Unión Europea, y, aunque dotado de una zafia fachada democrática, se puso en marcha la maquinaria propagandística occidental, mientras Washington imponía quien había de presidir el gobierno. A partir de ese momento, ningún medio relevante de la prensa internacional habló de gobierno golpista, y las cancillerías occidentales recibieron a sus protagonistas, apoyaron y dieron tratamiento de estadistas a los protagonistas de un golpe de Estado. Sigue siendo el «gobierno interino» o, sin más, el gobierno de Kiev.
Tras el golpe de Estado, se inició la persecución de los opositores, empezando por los comunistas, con la quema de sus sedes, el encarcelamiento e incluso el asesinato de quienes resisten al golpe. Uno de los dirigentes ultranacionalistas, Oleg Liashkó, detuvo con otros matones, y golpeó, al diputado del Partido de las Regiones, Arsen Klinchaev, y otros rufianes, y diputados, del partido fascista Svoboda maltrataron y golpearon al director de la televisión pública ucraniana, Oleksander Panteleimonov, obligándole a dimitir. Oleg Tsariov, un dirigente del Partido de las Regiones y candidato a la presidencia, fue agredido con saña por fascistas en Kiev y en Odesa, y se retiró de la campaña electoral debido a la imposibilidad práctica de hablar en buena parte del país. Son apenas unos ejemplos, porque el clima de persecución y de miedo se ha extendido por toda Ucrania. El 27 de abril, celebraron una marcha en Lvov (centro del nacionalismo ucraniano) para conmemorar el 71 aniversario de la creación de la división nazi de las Waffen-SS Galizien. En el este y sur del país, la crisis abierta por el golpe desató las protestas que llevaron a un apresurado referéndum en Crimea, donde la población decidió incorporarse a Rusia, mientras crecían las rebeliones en el este y en el sur, en Donetsk, Járkov, Lugansk, Odessa, y otras ciudades.
La represión no se hizo esperar, acompañada del silencio informativo de la prensa occidental sobre los desmanes del nuevo gobierno golpista: como en los años de Mussolini en Italia, los ultranacionalistas y fascistas impidieron hablar en el Parlamento, y le agredieron físicamente, al dirigente comunista Simonenko. No consiguieron amordazarlo. Las palabras del dirigente comunista fueron severas: denunció que, por primera vez en la breve historia de dos décadas de la Ucrania independiente, un gobierno utilizaba al ejército contra los ciudadanos del sur y del sureste, que reclamaban el reconocimiento del idioma ruso como cooficial (una de las primeras decisiones de los golpistas fue anularlo), un sistema federal, y que rechazaban un gobierno que nadie había elegido. Las simpatías de ese parlamento ucraniano en manos de la extrema derecha son claras: decidió, por ejemplo, impulsar una ley para anular la festividad del 9 de mayo, jornada que recuerda la derrota del nazismo y la victoria de la Unión Soviética en la Segunda Guerra Mundial.
La bien engrasada maquinaria propagandística occidental azuzó de inmediato la histeria antirrusa, jugando con equívocos, mentiras y lugares comunes sobre una nueva guerra fría… que Moscú no tiene ninguna intención de iniciar. Entre otras razones, porque la fortaleza rusa actual dista de ser la misma que tuvo la Unión Soviética, y, además, porque tampoco aquel enfrentamiento de las décadas de posguerra fue desatado por Moscú. Las supuestas tropas rusas desplegadas en Ucrania, según Washington, no han sido vistas en ningún lugar, y las que se encontraban en Crimea (que no aumentaron) eran las que siempre han estado allí según los acuerdos entre Moscú y Kiev, relacionadas con la base de la flota rusa del Mediterráneo en Sebastopol.
Además, dos cuestiones muy relevantes han sido ignoradas por las cancillerías occidentales y por los medios de comunicación afines: la primera, la responsabilidad de los golpistas del Maidán en la acción de los misteriosos francotiradores que, el 20 de febrero, asesinaron a más de veinte personas en las calles de Kiev, acción que fue achacada de inmediato al gobierno de Yanukóvich y que todo apunta a que, por el contrario, actuaron por cuenta de la llamada «oposición proeuropea»: las revelaciones de Alexánder Yakimenko, jefe de seguridad con Yanukóvich, son contundentes, así como la implicación del «comandante» del Maidán, Andréi Parubíi, y de la embajada norteamericana. La provocación y la matanza no solamente fueron reconocidas, en privado, por ministros y responsables de la Unión Europea, sino que, hoy, tanto el gobierno golpista de Kiev, como la Unión Europea y los Estados Unidos, se niegan a crear una comisión de investigación sobre los hechos. Se limitan a echar tierra encima. La segunda cuestión es la implicación de mercenarios occidentales en las primeras protestas. Junto a la grosera injerencia de ministros europeos, responsables y senadores norteamericanos llamando al derrocamiento del gobierno de Yanukóvich, y al apoyo político y diplomático a la oposición, grupos de mercenarios actuaron entonces, azuzando los enfrentamientos, ayudando a crear el caos necesario para justificar el golpe de Estado. Después, los mercenarios han colaborado en la represión de las protestas, y actúan por cuenta del gobierno golpista en diferentes regiones del país. Serguei Lavrov, ministro de Exteriores ruso, ha denunciado la presencia e implicación de, al menos, ciento cincuenta mercenarios de la compañía Greystone, entidad que estuvo ligada a Blackwater, la empresa de mercenarios que protagonizó matanzas en Iraq. Greystone fue fundada por un miembro de las compañías de operaciones especiales de la Marina norteamericana. En abril de 2012, Greystone anunció en su página web que había conseguido un importante contrato en la «región del Cáucaso», sin mayores precisiones. Con el cínico lenguaje de los mercaderes de la guerra, estas empresas de mercenarios declaran que se dedican a ofrecen «servicios y soluciones de seguridad» a gobiernos de todo el mundo. En realidad, son verdaderas empresas de asesinos profesionales, dispuestos a todo, y trabajan con mucha frecuencia por cuenta del gobierno norteamericano. Ucrania es ahora campo de prueba.
La histeria antirrusa continuó con Anders F. Rasmussen, secretario general de la OTAN, que alarmó al mundo con la mentira de que «decenas de miles de soldados rusos listos para el combate, esperan en la frontera con Ucrania», acusando a Moscú de «subvertir el poder de las autoridades de Ucrania», como si el gobierno ucraniano fuese un gabinete elegido por la población y no el resultado de un golpe de Estado. Rasmussen, pese a las evidencias, niega que la OTAN se haya ampliado incumpliendo los acuerdos y garantías que se dieron a Moscú a inicios de los años noventa, y, entusiasta del lenguaje guerrero, acusa a Moscú de socavar las bases de la colaboración mutua. Tras las palabras de Rasmussen, llegó el turno del jefe del Pentágono, Chuck Hagel, acompañado por el ministro de Defensa polaco, que representaron un esperpento alarmista sobre las supuestas intenciones de Moscú para mantener la histeria antirrusa, y justificar la expansión de la OTAN y el movimiento de tropas. Por su parte, el norteamericano Alexander Vershbow, secretario general adjunto de la OTAN, señaló a Moscú no como «socio» sino como enemigo, y afirmó que para «prevenir nuevas agresiones rusas» la OTAN iba a modernizar los ejércitos de Ucrania, Moldavia, Armenia, Azerbeiján y Georgia: sin darse cuenta, Vershbow mostraba un completo programa de expansión de la OTAN. Mientras esas escenas se producían, aviones cazas franceses, norteamericanos e incluso canadienses, fueron desplazados a Rumania y Polonia, acompañados del despliegue de varios centenares de soldados norteamericanos en Polonia, Estonia, Letonia y Lituania. Sin temor a la mentira, los mendaces dirigentes de la OTAN y del Pentágono repetían que hay que frenar la expansión de Rusia, configurando así el nuevo discurso de la OTAN.
En Kiev, las últimas escenas de la hipocresía norteamericana fueron la visita del director de la CIA, Brennan, dirigida a preparar la ofensiva militar sobre el este del país (visita que Washington pretendió ocultar, negando que se hubiera producido y que se vio obligado a reconocer ante las evidencias), y, después, la visita del vicepresidente Biden, para apoyar al gobierno de extrema derecha. Eran los avales que necesitaban los golpistas de Kiev: la preparación de la ofensiva militar contra la revuelta en el Este se inició de inmediato: a principios de mayo, el gobierno de Kiev lanzó sus unidades militares contra el Este, que han causado ya varios muertos en Kramatorsk, diez muertos en Slaviansk, y la matanza de Odessa, donde 46 personas (la mayoría, miembros del Partido Comunista y de otras fuerzas de izquierda) fueron quemadas vivas por la extrema derecha en el edificio de los sindicatos. La resistencia de la población y de las llamadas autodefensas dificulta los objetivos de Washington, pero la pendiente hacia la guerra civil se había iniciado.
Europa, y especialmente Alemania, se muestra más prudente, no sólo por la repetida dependencia energética, sino porque Berlín y Bruselas son conscientes de que no tienen nada que ganar en una espiral de guerra abierta, aunque la presión norteamericana va a forzarles a aceptar el programa de los halcones de la OTAN y del Pentágono. En cambio, la actitud de los gobiernos cliente de Washington (como Polonia y los bálticos), así como la de Londres y París es más proclive a seguir ciegamente las decisiones de Estados Unidos. Amenazas y sanciones económicas sobre Moscú, y el envío de buques de guerra norteamericanos al Mar Negro completaban el plan para aislar a Rusia, una verdadera provocación, como han afirmado los ex-cancilleres alemanes, Helmut Kohl, Helmut Schmidt y Gerhard Schröder.
¿Cuáles son las razones por las que Estados Unidos y la Unión Europea han lanzado un envite semejante en Ucrania, una verdadera provocación? Primero, seguir ampliando los territorios bajo influencia europea y norteamericana, continuando la presión sobre el antiguo territorio soviético, para disminuir el área de influencia de Moscú y hacer irreversible la ruptura de las repúblicas que hasta hace dos décadas vivían juntas. Según el peculiar razonamiento de Estados Unidos, que la Unión Europea quiera ampliar sus países miembros es razonable, pero si Moscú pretende lo mismo con su propuesta de Unión aduanera… esa opción se convierte en una «expansión» que amenaza al mundo. Porque Washington busca el aislamiento de Rusia. El golpe de Estado de Kiev tenía, además, una pretensión oculta: conseguir la denuncia y anulación de los acuerdos ruso-ucranianos sobre el establecimiento de la flota rusa en Sebastopol, Crimea, objetivo que la reacción rusa ha hecho fracasar gracias a la reincorporación de Crimea a Rusia.
En segundo término, Estados Unidos quiere darle una nueva función a la OTAN, con una renovada estructura militar, tras años de una cierta confusión que, no obstante, no impidió la integración de todo el antiguo Este socialista europeo y de los países bálticos (en clara violación de los acuerdos de París de la última década del siglo XX). Junto a ello, un completo programa de rearme, que ya ha sido reclamado por Chuck Hagel, el responsable del Pentágono, exigiendo de los aliados europeos un mayor gasto militar. La perspectiva de integración de Ucrania, Georgia, e incluso Moldavia, culminaría el cerco sobre Moscú, que, así, perdería incluso la influencia sobre la periferia rusa y quedaría condenada a ser una potencia regional. La perspectiva de una OTAN renovada, cabalgando en la histeria guerrera (hoy, antirrusa; mañana, tal vez antichina), y con la Unión Europea y Rusia enredadas en conflictos bilaterales, situaría en mejores condiciones a los Estados Unidos para desarrollar su gran reto de las dos próximas décadas: el combate a China.
En tercer lugar, porque Washington quiere forzar a la Unión Europea a un nuevo reparto de las cargas del rearme: agitar el espantajo de la expansión rusa, por falso que sea, resulta útil para obligar a Berlín, París y Londres a gastar más para asegurar el desarrollo militar de la OTAN, un brazo armado que Washington contempla utilizar (como ya hizo en Afganistán) en nuevos escenarios de conflicto, aunque infrinja los propios tratados de la organización. Obama y el Pentagóno utilizan para presionar a los aliados a algunos destacados miembros de gobiernos cliente, como el ultraderechista ministro de Defensa polaco, Tomasz Siemoniak, que no ha dudado en hablar de «la nueva doctrina rusa, que ampara intervenciones brutales», afirmación hecha sin que el perspicaz ministro se haya percatado de las intervenciones militares norteamericanas en el exterior.
En cuarto lugar, Estados Unidos pretende la ruptura de los lazos que han desarrollado Moscú y Pekín en los últimos años, en la esfera de la cooperación estratégica, militar y energética, aunque ese objetivo sea difícil: la presión sobre Moscú reforzará la inclinación rusa hacia Asia. Sin embargo, el Pentágono y la Casa Blanca acarician la idea de conseguir el aislamiento de Moscú, reforzar el dispositivo militar de la OTAN en el Este de Europa y en el Cáucaso, cercar las defensas militares rusas con el escudo antimisiles, y convertir a Rusia en una potencia regional que asista impotente a la reducción de su peso en el mundo.
El desastre de la Ucrania independiente (con los partidos naranjas y con los azules, defensores ambos de la economía capitalista y partícipes del robo y de la corrupción) ha hecho que hoy el país ni siquiera tenga el nivel económico de 1991: casi un cuarto de siglo perdido. Y, más allá del análisis de la crisis creada en Ucrania por el golpe de Estado de febrero, la cuestión que deben resolver las fuerzas políticas ucranianas y su población de casi cincuenta millones de habitantes es la viabilidad de una Ucrania alejada y enfrentada a Rusia. Todo apunta a que el interés nacional ucraniano debería ser el reforzamiento de los vínculos con Moscú. Que el gobierno de Putin sea nacionalista y conservador es, en este sentido, una cuestión secundaria. Sólo hay que recordar que el Partido Comunista Ruso (que es la segunda fuerza política del país) critica con dureza a Putin y habla de «régimen criminal», sin que eso le lleve a colaborar con los esfuerzos occidentales para marginar a Rusia, y para culminar la expansión de la OTAN hacia el Este.
Pese a la histeria antirrusa de los medios de comunicación occidentales, a Moscú no le interesa el agravamiento de la situación en Ucrania, ni el inicio de una guerra civil. La situación económica de Ucrania es insostenible, próxima a la quiebra, el desorden crece, el Estado no puede ni siquiera pagar el suministro de gas ruso, y cuenta con centenares de miles de personas que no reciben sus salarios, y con incrementos desmesurados de precios, mientras el fantasma del hambre reaparece. Mientras, las promesas occidentales de ayuda económica se han quedado en palabras vacías, y, de nuevo, las recetas neoliberales de Washington y Bruselas y del FMI anuncian años de sacrificios para Ucrania y de magníficos negocios para las empresas occidentales.
La actitud de la OTAN en Libia y Siria, contribuyendo a la guerra, se parece mucho a la irresponsabilidad de impulsar un golpe de Estado en Ucrania y apoyar después a una junta («gobierno interino» le llaman con su vocabulario de tramposos) que está presidida por un personaje como Yakseniuk, tan grotesco que es capaz de decir, sin avergonzarse, que Moscú «quiere empezar la Tercera Guerra Mundial». Como si el mundo hubiera olvidado las constantes mentiras de Washington y la OTAN, como si desconociésemos el sangriento historial de intervenciones militares y de guerras, como si hubiésemos olvidado la leyenda de las «armas de destrucción masiva» de Iraq, o las mentiras para invadir Afganistán, como si nadie recordase la provocación de la torre de la televisión lituana en 1991; como si acabásemos de descubrir las revelaciones de Seymour Hersh sobre la verdadera autoría de la utilización de armas químicas en Siria, o la propia provocación y golpe de Estado en Kiev, el gobierno norteamericano sigue inundando de mentiras al mundo, gracias a un ejército de periodistas y manipuladores de la opinión pública, y de grupos empresariales, que se hacen eco de las mentiras de Washington.
Washington y la OTAN intentan hacer olvidar que la crisis de Ucrania se inició con una revuelta apoyada por ellos, que sus protegidos incumplieron los primeros acuerdos de Kiev entre gobierno y oposición, que el actual poder ucraniano surge de un golpe de Estado, y que los acuerdos de Ginebra han sido incumplidos por el gobierno golpista, que pretendía desarmar a los rebeldes del Este y del sur del país, pero no a los extremistas del Maidán, ni a los fascistas de Svoboda y del Pravy Sektor, responsables de la matanza de Odessa. El gobierno de Obama, que alentó la revuelta contra el gobierno de Yanukóvich, no tiene el menor pudor ahora en acusar a Moscú de estar detrás de las protestas de quienes no aceptan al gobierno golpista. De esa forma, mientras se sucedían las protestas en Kiev y los ataques a la policía, los participantes eran considerados por la prensa internacional como «manifestantes pacíficos», pese a la dureza de las imágenes, pese a los linchamientos y asesinatos. Cuando empezaron las protestas en el este y el sur, los ciudadanos pasaron a ser considerados «terroristas» y Washington apoyó el desarrollo de lo que el presidente golpista, Turchínov, denominó «operación contraterrorista», enviando al ejército y a nutridos grupos de fascistas que fueron enrolados en la Guardia Nacional creada para ese fin. Así, un batallón de 350 matones fascistas fue enviado a Slaviansk.
No son las primeras mentiras de Washington y de la OTAN, ni mucho menos. Hasta ahora, Obama se justificaba diciendo que ignoraba el alcance de los programas de espionaje de la NSA y de otras agencias de espionaje de su país. Ahora, sabemos también que mentía: el 15 abril de 2014, The New York Times revelaba que Obama había autorizado a la NSA a espiar a decenas de millones de personas y autorizó a la agencia para que aprovecharan los fallos de seguridad para espiar a gobiernos, dirigentes de otros países y empresas. Reinando en el mercado de la mentira, en la crisis que han desatado en Ucrania y que puede derivar en el estallido de una nueva guerra civil, Washington y la OTAN se revelan como un peligro para el mundo, amparando la hipocresía y la doblez de sus dirigentes, como hizo Obama en su rueda de prensa con Merkel, donde tuvo el cinismo de calificar al gobierno golpista de Kiev como «debidamente electo», acariciando sin rubor el objetivo de darle la bienvenida en la OTAN. Acumulando patrañas, inundando el mundo de embustes, recurriendo al engaño y a la ficción alarmista sobre las intenciones rusas, la OTAN se ha convertido en un búnker de mendaces empleados de la guerra.