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25 años de la guerra de las Malvinas

Ex soldado argentino: «El hambre y el frío eran un flagelo constante»

Fuentes: El Mundo

A ratos la voz de Edgardo Esteban se adelgaza en un susurro que expresa dolor, orgullo e ira. Dolor por los camaradas que perdió en la guerra; orgullo por haberse enfrentado en inferioridad de condiciones a uno de los ejércitos más poderosos del planeta. Ira, por la sarta de mentiras con que el régimen quiso […]

A ratos la voz de Edgardo Esteban se adelgaza en un susurro que expresa dolor, orgullo e ira. Dolor por los camaradas que perdió en la guerra; orgullo por haberse enfrentado en inferioridad de condiciones a uno de los ejércitos más poderosos del planeta. Ira, por la sarta de mentiras con que el régimen quiso encubrir su actuación en aquella desventurada campaña.

El día 28 de abril de 1982, la fecha está grabada en su diario de guerra, el sargento Espíndola convocó a un grupo de soldados, entre ellos Esteban, para contagiarles su certidumbre en la victoria que se avecinaba. «Esos ‘british boys’ no resistirán un día en las islas. Desconocen el terreno, no están preparados para resistir las inclemencias del clima. ¡Dios está de nuestro parte!». Un mes y medio después, su compañía, diezmada, embarcó en un navío-prisión de la Armada británica -el HMS Canberra-, que la devolvería al continente. «Pero, cómo: ¿no era que habíamos hundido al Canberra?», se asombró Esteban. «Calla si no quieres caer por la borda», le amenazó un oficial. Edgardo, de 44 años, a los 18 años se ofreció de voluntario en el cuerpo de paracaidistas y estaba dispuesto a arriesgar el pellejo para restituir la soberanía argentina sobre las islas. Sus ideales quedaron sepultados en el fango de una posición atrincherada, equidistante del aeropuerto y de la localidad de Puerto Argentino (Puerto Stanley para los británicos).

«Combatimos toda la noche como fieras. Los ‘gurkas’ (soldados nepalíes de reputada bravura) avanzaban a resguardo de la artillería naval y del fuego de los helicópteros. A nosotros los viejos fusiles se nos encasquillaban y las balas salían percutidas en direcciones insólitas. Había reclutas que no habían completado una semana de instrucción y ni siquiera sabían como se maneja un arma». Al enervante zumbido de los proyectiles se sumaban las humillaciones de algunos oficiales. «Allí estaba el subteniente Gilbert, con su uniforme y sus aires de lord inglés hechos piltrafas y el miedo, el cochino miedo, instalado en las pupilas. Pero su soberbia era la de siempre. En medio de la refriega me ordena que ponga su ropa bien doblada en el coqueto maletín. Junté valor y le dije: estamos en guerra, mi subteniente y mi tarea no es servirle de valet». Edgardo fue afortunado: a quienes se negaban a cumplir con semejantes caprichos, se les ataba de pies y manos a unas estacas y se les dejaba toda la noche expuestos a la lluvia y a las balas enemigas. «El hambre y el frío eran un flagelo constante. Las suelas de las botas se desprendían en el fango y las cazadoras absorbían la lluvia como esponjas». Cuando finalmente los británicos los capturaron y encerraron en el barracón de una planta petrolera. «Allí encontramos una montaña de comida (los víveres que no llegaron a primera línea) y nos pusimos a devorar. Nuestros captores, conmovidos, se daban vuelta para no ver eso».