La reciente cumbre del G-8 en L’Aquila ha deparado pocas novedades. Aunque la magnitud del desastre causado por sus políticas no es posible ya de esconder, los amos del mundo siguen con su guión invariable en la gestión de la crisis global. Declaraciones grandilocuentes, medidas de cara a la galería vacías de contenido y profundización […]
La reciente cumbre del G-8 en L’Aquila ha deparado pocas novedades. Aunque la magnitud del desastre causado por sus políticas no es posible ya de esconder, los amos del mundo siguen con su guión invariable en la gestión de la crisis global. Declaraciones grandilocuentes, medidas de cara a la galería vacías de contenido y profundización del actual modelo económico han marcado, otra vez, la cumbre de los grandes.
La cita de L’Aquila significaba el retorno del G-8 a Italia, después de la cumbre del Génova de 2001 que será recordada sobre todo por la fortaleza de las movilizaciones altermundialistas y su feroz represión por parte de un poder establecido desconcertado por el renacimiento de la contestación social al orden establecido que acompañó al cambio de milenio. A diferencia de entonces, la cita de L’Aquila se presentaba algo devaluada, pues hoy, fruto de las nuevas configuraciones económicas y geopolíticas, el G-8 ha perdido protagonismo en los intentos de gestión de la crisis sistémica global por parte de los principales estados. La ampliación de la cumbre a algunos países emergentes y las propuestas de formalizar un G-13, un G-14 o un G-43, y la relevancia adquirida el último año por el G-20, muestran la incapacidad por parte de Estados Unidos y el resto de integrantes del G-8 de manejar solos la situación.
A pesar de la maniobra demagógica de Bersluconi de buscar un G-8 con «rostro humano» trasladando la cumbre a L’Aquila, ciudad devastada por el terremoto de hace tres meses y víctima de un rapaz plan de reconstrucción basado en la especulación, los acuerdos de la cumbre transitan de nuevo por la senda neoliberal.
Los 20.000 millones de dólares en tres años anunciados para hacer frente a la crisis alimentaria suponen más un anuncio efectista que una medida seria. Ni el dinero es suficiente para atajar el problema, ni el G-8 cuestiona el modelo económico que ha comportado el estallido de la crisis. Peor aún, se intenta dar un nuevo espaldarazo a la liberalización económica fijando la voluntad de concluir la ronda de Doha en 2010. Gas a fondo en dirección contraria. Más libre comercio equivale a más hambre.
De L’Aquila sale un enésimo compromiso del G-8 ante la pobreza y el hambre de millones de personas, en particular en África, reafirmando los Objetivos del Milenio. Todo un clásico en el repertorio de medidas de las cumbres internacionales. Pero, después de años de promesas vacías y del bluff de los acuerdos de Gleneagles en 2005, la credibilidad de los amos del mundo en este terreno es francamente escasa. Así lo denunciaron, a miles de kilómetros de distancia, en Malí, un millar de activistas africanos reunidos en el Foro de los Pueblos, recordando además que el G-8 no tiene ningún mandato de nadie para elaborar políticas para y en nombre de África.
Acerca del cambio climático tampoco hay novedades en la buena dirección. Como ha señalado Amigos de la Tierra: «El enfoque del G-8 a la crisis climática continúa siendo limitado y restringido al ámbito de mecanismos de mercado y la primacía del sector privado. Este enfoque ya ha probado ser un fracaso. Favorece solamente a las corporaciones para acumular más ganancias, no paga por la reparación de daños al medio ambiente y a las comunidades generados hasta ahora y evita transformar sus negocios».
La cumbre del G-8 ha llegado casi un año después del estallido de la gran crisis de 2008 que ha puesto al descubierto de forma brutal la verdadera naturaleza del actual sistema económico. El malestar social ante el mismo no ha hecho más que aumentar. Por ello, el eco potencial de los planteamientos rupturistas y anticapitalistas de los miles de manifestantes que han participado estos días en las protestas en Italia contra la cumbre es hoy mucho más amplio que antes.
Sin embargo, la resistencia social frente al impacto de la crisis y a los intentos de que esta la paguen los sectores populares es todavía débil. Como nos recuerda el economista filipino Walden Bello, «las ideas no bastan, y lo que será decisivo es el modo de traducir nuestras ideas, nuestros valores y nuestra visión a una estrategia y a unas tácticas con vocación ganadora que puedan triunfar democráticamente».
En los últimos meses ha habido en varios países, entre ellos el nuestro, algunas luchas significativas, pero limitadas y aisladas entre sí. En esta primera fase de la crisis existen dificultades obvias para traducir el malestar en movilización, y el grueso de las resistencias concretas -en particular en los centros de trabajo- tiene una lógica muy defensiva. A falta de una reacción social fuerte, también los planteamientos populistas y reaccionarios se abren paso ante los desastres del neoliberalismo, como se pudo comprobar, por ejemplo, en las pasadas elecciones europeas.
El contraste entre la pérdida de legitimidad del capitalismo neoliberal y de sus instituciones y la debilidad de los movimientos populares para imponer un cambio de políticas es enorme. Para cerrar esta brecha es necesario seguir organizando, desde abajo y día a día, la resistencia social, con criterios unitarios y combativos y buscando enlazar las distintas luchas y problemáticas. Se trata de transformar el malestar individual en acción colectiva e ir trabajando para, como señala el sociólogo Luc Boltanski, «socializar la rebeldía y socializar la idea de que la realidad es inaceptable».
Josep Maria Antentas es Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y Esther Vivas es miembro del Centro de Estudios sobre Movimientos Sociales – Universidad Pompeu Fabra. Ambos son militantes de Izquierda Anticapitalista.