En respuesta a mi artículo «El lobby armenio entorpece la Justicia«, el periodista argentino Mariano Saravia me responde con un texto más cargado de descalificaciones que de argumentos («Durmiendo con el enemigo«), y que sin embargo me induce a pensar que son más las cosas que nos unen que las que nos separan. Me debí […]
En respuesta a mi artículo «El lobby armenio entorpece la Justicia«, el periodista argentino Mariano Saravia me responde con un texto más cargado de descalificaciones que de argumentos («Durmiendo con el enemigo«), y que sin embargo me induce a pensar que son más las cosas que nos unen que las que nos separan. Me debí de explicar muy mal pues de otro modo no se entiende su reacción. Trataré de ser más claro en esta ocasión.
En primer lugar, tanto en el antetítulo («A propósito del artículo ‘Genocidio armenio: la justicia llega desde lejos’) como al inicio de mi anterior texto («tan solo voy a hacer algunas precisiones en relación al artículo ‘Genocidio armenio: la justicia llega desde lejos‘, de la escritora argentina Marcela Valente y a ciertas declaraciones aparecidas estos días en la prensa») dejo claro a qué me voy a ceñir en mi análisis. No es por tanto, como supone Saravia, una crítica «al fallo del juez federal Norberto Oyarbide» sino a la utilización que la prensa ha hecho de él. Una matización que considero importante.
Lo diré claro desde el principio: no puede haber ninguna duda de que el plan organizado por altos mandatarios del Comité para la Unión y el Progreso (partido en el gobierno), a inicios de la Primera Guerra Mundial contra las minorías cristianas (principalmente armenia) del Imperio otomano fue un genocidio. Existen innumerables documentos y testimonios que así lo prueban. Mis dudas nacen, precisamente, tras comprobar que pese a contar con tantas razones y tan buenos argumentos el lobby armenio y los sectores nacionalistas más intransigentes recurren a falsear evidencias, ocultar datos y manipular la historia ¿Por qué? Sencillamente porque el discurso sobre el genocidio es utilizado por estos sectores como un arma política, no está desarrollado en términos históricos, y está blindado por la diáspora con una doble intención: por una parte es una «cuestión nacional» que impide su asimilación; y en segundo lugar incrementa su influencia política en los estados de acogida. Con el agravante de que tal discurso no sólo bloquea el diálogo entre Turquía y Armenia, sino que además perjudica la integración de la minoría armenia en la sociedad turca. Y esto no lo digo yo, lo decía el periodista armenio Hrant Dink1 asesinado en 2006. Dink también decía otras cosas interesantes, por ejemplo, que la reconciliación entre Turquía y Armenia era tan importante como acabar con las injusticias sociales en ambos países. Y en ese sentido recriminaba a la diáspora y al gobierno armenio sus constantes críticas a Turquía, mientras se pasara por alto el principal problema de los armenios que no era otro que la pobreza. Dink estaba en contra de las presiones del lobby armenio para conseguir el reconocimiento del genocidio por parte de diferentes estados o la promulgación de leyes como la francesa de 2006, en la que se tipifica como delito la negación del genocidio armenio. Incluso llegó a mostrar su intención de viajar a ese país cuando la ley entrara en vigor, para quebrantarla. Pero no tuvo la oportunidad.
¿Y cuáles son esas manipulaciones del nacionalismo armenio en el discurso del genocidio? Citaré aquí sólo algunas: la explotación política de unas cifras arbitrariamente exageradas para intentar demostrar que el sufrimiento de unos no tuvo parangón con el de los demás; su denominación como el primer genocidio del siglo XX, que pretende hacer olvidar a otras víctimas y otros genocidios ocurridos en esa época; la afirmación de que los gobernantes otomanos nunca denunciaron la existencia de un genocidio, ni intentaron imponer justicia, ni reconocieron el número de víctimas. De todo ello aporto una explicación en «Dossier armenio: genocidio y propaganda«, por lo que recomiendo su lectura.
A propósito del número de víctimas, me recrimina Saravia (tildándome de «negacionista») de «llevar un genocidio a una cuestión contable». Nada más lejos de mi intención. En primer lugar porque la cita textual no es de mi cosecha, corresponde a la información facilitada por el gobierno otomano el 14 de marzo de 1919, tras la realización de una investigación sobre el número de víctimas armenias, y que fue repetida en varias ocasiones por distintos responsables políticos, entre otros por Mustafa Kemal Atatürk ante el enviado del presidente estadounidense Wilson (general Harbord). Y en segundo lugar porque lo que trataba con ello no era establecer ningún límite numérico sino ilustrar el reconocimiento que de las víctimas hicieron los poderes de la época. Los que por el contrario sí establecen una barrera infranqueable son los nacionalistas armenios, para quienes aquel que ose decir cualquier cifra inferior a 1 millón y medio de víctimas es un «negacionista».
Cuando, en otros trabajos, he aportado lo que considero los «datos más fiables» (que, en cualquier caso, no son míos sino fruto del trabajo de investigadores concretos, debidamente documentados) lo he hecho en base, por ejemplo, a los censos de la época2, al estudio del número de refugiados en los países limítrofes al término de la guerra, así como a estimaciones sobre las conversiones forzosas al Islam. En cualquier caso me parece absurdo equiparar a deportados y asesinados (y de ahí que mi pregunta retórica «¿no podría decirse que en realidad sólo hubo un millón y medio de deportados?» únicamente pretendiera poner en evidencia esa falaz afirmación), pues ni fueron asesinados todos los deportados, ni todos los asesinados lo fueron durante la deportación. Aunque unos y otros, es cierto, fueron víctimas de un plan premeditado que puede ser calificado como genocida. Así lo explica y lo documenta profusamente Taner Akçam, un investigador turco que tanto admira Saravia por su valentía como yo. Pero Akçam se abstiene, por muchas y poderosas razones, de culpar «a los turcos» por el genocidio, cosa que no hace Saravia. ¿O es que acaso se puede culpar a «los iraquíes» de las matanzas contra la población kurda del norte del país a finales de los 80?
Y ya puestos, digo yo que alguna responsabilidad tendrán las potencias aliadas, victoriosas de la guerra, por desbaratar los juicios que se estaban llevando a cabo contra los responsables del genocidio, rechazar su procesamiento y ponerlos en libertad desde la entonces colonia británica de Malta.
Saravia me acusa de «disfrazar un genocidio de guerra, donde hubo dos bandos y se cometieron excesos de ambas partes», pero me ha entendido mal. Cuando afirmo que «por desgracia para las víctimas (aunque de haber salido bien hoy habría aún más víctimas de uno y otros bandos) la lucha por la independencia dio al traste con las ambiciones expansionistas (estas sí) de las potencias aliadas y con cualquier tipo de reparación para los armenios», me estoy refiriendo a que una supuesta victoria aliada habría generado nuevas víctimas, llevado a la balcanización de Anatolia (mediante la invasión, reparto y ocupación de diferentes áreas) y a nuevos planes de limpieza étnica (contra turcos, kurdos, armenios…) para homogeneizar los distintos territorios. Es ésta una política trágicamente conocida en todo lo que fue el espacio ex-otomano (donde las poblaciones estaban tan mezcladas territorialmente), cuyo caso más paradigmático es el conflicto palestino-israelí, pero que también afecta a Armenia en Nagorno Karabah.
Para terminar querría señalar un aspecto sobre el que nunca se pronuncian los nacionalistas de uno y otro bando y que tiene que ver con las motivaciones del genocidio armenio. Recurrir a vinculaciones culturales, religiosas, lingüísticas… para alimentar esas comunidades imaginas que son las naciones (según explica Benedict Anderson), es el recurso más efectivo para crear afinidades entorno a una causa por oposición «al otro», pues delimita claramente quiénes somos «nosotros» y quiénes «ellos». Pero apenas nos explica nada para entender las verdaderas raíces de un conflicto, salvo que nos conformemos con explicaciones del tipo: «fue obra de uno o varios locos, monstruos inhumanos», «se debió al odio entre cristianos y musulmanes», y otras similares.
Frente a éstas podemos argumentar otra, explicada por Marx al final de su libro I de El Capital, y que viene a decir que en los orígenes de todos los estados capitalistas modernos se halla una violencia originaria para aniquilar y acabar con la propiedad privada fundada en el propio trabajo. La denominada «acumulación originaria» consiste en la expropiación (inevitablemente violenta ) de las condiciones generales de trabajo de una población y es la esencia del capital. Lo que trato de decir es que el genocidio armenio fue el mecanismo utilizado por quienes querían fundar un estado capitalista moderno, para despojar de todas las posesiones y bienes a una comunidad como la armenia, que tenía un desarrollo económico notable. El robo de todas sus propiedades, aunque para ello fuera necesario matar a cientos de miles, constituiría uno de los principales puntales para la acumulación originaria capitalista necesaria para la creación del estado que surgiera tras la guerra. Como de hecho así sucedió. En este sentido, la República de Turquía más que el sucesor jurídico del Imperio otomano (como apunta Saravia), fue el vástago de un expolio económico que, además, se libró por la vía de su exterminio de lo que habría sido una burguesía rival y poderosa.
Es esta línea de investigación la que me interesa destacar y sobre la que muy pocos estudiosos se han preocupado. Uno de ellos es Akçam, quien aporta datos muy valiosos apuntando en esa orientación en varios de sus trabajos.
Por desgracia tanto los nacionalistas turcos como los armenios dan la espalda a estas razones económicas. Unos están más cómodos negando la evidencia del genocidio, los otros mistificando la historia, pero a ambos les interesa ocultar una visión crítica con el sistema capitalista de la que son parte integrante. Como denunciaba Dink, hombre consecuente y coherentemente de izquierdas, mientras los distintos actores políticos perpetúan ese enfrentamiento (en términos nacional-religioso) las poblaciones continúan sometidas por el mismo capitalismo a un lado y al otro de la frontera, privándoles de una afinidad de clase. Por tanto, cuando en mi anterior artículo hablaba de «dos pueblos hermanos y limítrofes», me faltó añadir que, siendo distintos, deberían estar más unidos entre ellos y hacer frente común contra quienes los gobiernan o cuantos amparados en no se sabe qué legitimidad (caso del lobby armenio) tratan de manejarlos de acuerdo a sus intereses.
Antonio Cuesta es corresponsal de Prensa Latina en Turquía y autor del libro Guatemala, la utopía de la justicia sobre el genocidio maya.
Notas:
1 Baskin Oran, «The reconstruction of armenian identity in Turkey and the weekly Agos». Nouvelles d’Armenie Magazine, 17/12/2006. http://www.armenews.com/article.php3?id_article=27696
2 Daniel Panzac recuerda que el censo realizado por las autoridades otomanas en 1914 fue el primero en aquel Estado en utilizar métodos científicos y técnicas verdaderamente estadísticas, frente al censo eclesiástico del Patriarcado Armenio que estaba confeccionado mediante los registros parroquiales de nacimientos y muertes, y presentaba numerosas carencias y lagunas tales como la falta de datos sobre la edad o el género de los censados. Daniel Panzac, «L’enjeu du nombre. La population de la Turquie de 1914 a 1927». Revue de l’Occident musulman et de la Méditerranée, 1988, Vol. 50, Numero 1, pp. 45-67.
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