La opinión pública está consternada por el descubrimiento de los cadáveres de niñas y niños en internados para indígenas. La palabra descubrimiento debe entrecomillarse porque las comunidades indígenas vienen denunciando desde hace tiempo que en esos establecimientos había sucedido algo terrible. Ha llegado la hora de calificar los hechos por su nombre: un genocidio.
La génesis del colonialismo europeo
Tras el descubrimiento de América en 1492 se puso en marcha un terrible proceso de expolio por parte de las potencias europeas, con el fin de tomar el control de formidables recursos minerales, territorios de caza e inmensas tierras cultivables. Para las poblaciones indígenas, fue una catástrofe. Con las matanzas, las enfermedades y la esclavización de la población se asistió a uno de los grandes genocidios de la historia universal.
En el norte del continente, la población indígena estaba dispersa en un enorme territorio, en torno a diversas comunidades que disponían de una gran capacidad de resistencia, mientras que las colonias europeas estaban infrapobladas. La competencia entre Inglaterra, Francia y Países Bajos obligó al poder colonial francés a pactar con las comunidades indígenas, más por necesidad que por virtud. Si bien sus objetivos seguían siendo los mismos, Francia negoció diversos tratados que reconocían derechos a los pueblos indígenas, por un lado para facilitar el comercio y la exploración de los territorios del oeste, por otro para hacer frente al proyecto colonial inglés.
En la última mitad del siglo XVIII, Inglaterra emergía como la gran potencia mundial. Dado que la población de origen francés en las riberas del río San Lorenzo era numerosa, el poder colonial buscó la manera de subyugarla sin aniquilarla. No ocurrió lo mismo con los pueblos indígenas. Una revuelta impulsada por el gran jefe Pontiac, tradicional aliado de los franceses, fue empujada río arriba hasta los Grandes Lagos y aplastada. Tras la secesión de los territorios en lo que pasarían a ser los Estados Unidos, la guerra de 1812 puso fin a las ambiciones estadounidenses y consolidó el dominio del Imperio.
Poco después, la derrota del movimiento republicano, con la insurrección de 1837-1838, reforzó todavía más este poder. En 1841, Herman Merivale, subsecretario de Estado británico para la colonia canadiense, propuso el aislamiento y la asimilación como solución del problema indígena. Los pueblos debían elegir entre asimilarse o permanecer confinados en reservas en las que los movimientos de población y las actividades económicas estaban estrechamente controladas. En 1842 se crearon las primeras escuelas residenciales (o internados para indígenas). En estos establecimientos, el objetivo estaba claro: destruir al indio en el niño.
En 1867, el Acta de América del Norte británica confería la jurisdicción sobre las tierras reservadas a las comunidades indias y las comunidades mismas al gobierno federal. En 1869, las tierras indígenas fueron privatizadas y arrendadas a indígenas que obtenían a cambio un certificado de propiedad. Las mujeres indígenas perdían su condición si encontraban esposo fuera de su comunidad. El dispositivo colonial se completó con la derrota de los mestizos de Manitoba y la ejecución de su líder, Louis Riel, en 1885, lo que permitió la apertura de los territorios del oeste y la colonización a gran escala.
A la sombra del Estado canadiense
Tras la segunda guerra mundial, el Estado canadiense propuso eliminar el estatuto diferenciado de las personas indígenas, supuestamente para darles los mismos derechos a que la ciudadanía canadiense, pero las comunidades indígenas rechazaron lo que consideraban que era una política de asimilación. En la década de 1980, un memorándum elaborado por un equipo de expertos proponía limitar las obligaciones del gobierno federal, reducir el gasto federal consagrado a las primeras naciones y transferir la responsabilidad a las provincias. Adoptadas en parte por el Estado, estas medidas condujeron a la situación actual.
En más de un tercio de las reservas, unos “comités de gestión supervisados por empresas contables se hallan de facto gobernando por encima de a cabeza de los consejos de tribu. El gobierno federal se reserva el derecho de intervenir para castigar (a menudo) o recompensar (raramente)”. Se constata que las poblaciones indígenas de Canadá se hallan en el puesto n.º 68 según el índice de desarrollo humano de la ONU (Canadá ocupa el 3º). La miseria, las viviendas insalubres, la falta de acceso a agua potable, la malnutrición, la deficiencia de servicios sanitarios y de educación son moneda corriente. La cultura y las lenguas autóctonas están marginadas.
Desde que se revelaron los crímenes cuya ejecutora consentidora fue la iglesia católica, la conciencia popular en Quebec y Canadá ha evolucionado. Pero del Estado federal, más allá de un discurso moralizante que preconiza la reconciliación y el aumento de los subsidios, lo esencial del sistema permanece intacto. No se aborda el problema fundamental, a saber, la soberanía indígena, el derecho al autogobierno, de conformidad con la Declaración de la ONU sobre los derechos de los pueblos. Ottawa se niega a negociar con comunidades que no quieren renunciar a sus derechos, en contradicción con las recomendaciones de la Comisión Real de investigación sobre los pueblos indígenas.
Actualmente se escucha por todas partes esa palabra, reconciliación. Se acepta la responsabilidad moral de lo que ha sucedido, pero se es incapaz de cuestionar el sistema colonial. No obstante, sin una soberanía real no puede haber ningún cambio sustancial. Por otro lado, los derechos de los pueblos indígenas, si se reconocieran, entrarían en conflicto permanente con un Estado canadiense cuya economía política está basada en buena parte en la extracción de los recursos, lo que impone controlar el territorio. Glen Coulthard, un investigador-militante indígena, lo expresó de otra manera: “Para que vivan nuestras naciones, el capitalismo debe morir.”
Entonces, ¿qué hacer?
Las instituciones fundamentales del Estado canadiense, erigidas sobre el expolio colonial, no son reformables. No se repara una casa cuyos cimientos están podridos. Es cierto que a corto plazo hay urgencias en las que debemos concentrarnos:
- Declarar imputables las instituciones que han permitido el genocidio, desde el Estado canadiense hasta sus agencias consentidoras, entre ellas los gobiernos provinciales y la iglesia católica. Los asesinatos ocurridos en los internados, la violencia sistemática que prosigue contra las mujeres indígenas, el racismo incrustado en las instituciones, como el que se vio en el caso de Joyce Echaquan, no pueden seguir impunes.
- Establecer un plan de urgencia para poner fin a la miseria y al subdesarrollo de las infraestructuras que hacen que las comunidades indígenas vivan en una especie de cuarto mundo.
- Suspender inmediatamente los nuevos proyectos extractivistas que amenazan los territorios con la destrucción medioambiental y la construcción de infraestructuras gigantescas que mutilan todavía más estos territorios.
- Reforzar las estructuras de gobernanza por y para las comunidades indígenas, inclusive en el plano de la seguridad.
- Promover el renacimiento indígena, que pasa por la dinamización de las estructuras de las sociedades civiles y la rehabilitación de las culturas y lenguas autóctonas, bajo control indígena.
A más largo plazo, sin embargo, hace falta una refundación, que deberá partir del pleno reconocimiento de los derechos de autodeterminación. Esta desconstrucción no haría más que sentar las bases de una posible reconstrucción, probablemente por la vía de entidades estatales reinventadas. Claro que para llegar hasta allí hará falta una lucha épica. Desde el punto de vista de los movimientos de emancipación quebequeses, es imprescindible forjar una alianza con los pueblos indígenas, en particular a través del proyecto de constituyente propuesto por Québec solidaire desde hace algunos años. Entonces, juntos podremos reconstruir la Gran Tortuga.
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