Sabido es que, aunque la palabra globalización existe desde mucho tiempo atrás, su espectacular entronización político-mediática se produjo en la segunda mitad del decenio de 1990. No hay ningún motivo para concluir que esa irrupción fulgurante tuviese un carácter neutro, improvisado y espontáneo. Sobran, en cambio, los que aconsejan sostener que obedeció, antes bien, a […]
Sabido es que, aunque la palabra globalización existe desde mucho tiempo atrás, su espectacular entronización político-mediática se produjo en la segunda mitad del decenio de 1990. No hay ningún motivo para concluir que esa irrupción fulgurante tuviese un carácter neutro, improvisado y espontáneo. Sobran, en cambio, los que aconsejan sostener que obedeció, antes bien, a razones tan precisas como tramadas.
Tomémonos la molestia de dar cuenta de la principal de esas razones, y sujiramos que de lo que se trataba, por encima de todo, era de deshacerse de otras palabras, y en singular del vocablo capitalismo, que para muchos habían retratado de manera razonablemente fidedigna, hasta ese momento, la mayoría de las relaciones económicas. Se impone recordar que esas molestas palabras tenían una imagen negativa a los ojos de la mayoría de los habitantes del planeta. Convengamos que, al menos en principio -otra cosa fue lo ocurrido después, al amparo de la labor de zapa desarrollada por los movimientos de contestación-, la operación que ahora nos interesa, ingeniosa y eficiente, permitió retratar en clave genéricamente saludable lo que antes se nos antojaba marcado por un sinfín de taras, y ello, por añadidura, sin que hubiesen cambiado un ápice -o, al menos, sin que hubiesen cambiado para mejor- la mayoría de las relaciones económicas al uso.
Los movimientos de contestación hubieron de decidir si acataban o repudiaban, en sus discursos, la presencia de la palabra globalización. La segunda de las opciones, el repudio, que hubiera sido perfectamente legítima, se topó al poco, sin embargo, con la cruda realidad de que el término en cuestión, bien es cierto que a menudo con perfiles nebulosos, lo inundaba casi todo. Al cabo, y de forma premeditada o no, los movimientos parecieron encontrar una solución de compromiso. Si por un lado dieron en aceptar que las mutaciones registradas en la textura del capitalismo -no remitían tanto a la manifestación de fenómenos nuevos como a un ahondamiento o radicalización de los ya conocidos: desregulación, especulación, fusiones, deslocalización…- justificaban que se aceptase, aun a regañadientes, el empleo del vocablo globalización, por el otro adujeron que correspondía agregar tras éste algún adjetivo que permitiese recuperar, hasta donde fuere posible, densidad crítica en el discurso.
Se empezó a hablar así de globalización neoliberal y, también, de globalización capitalista. Importa subrayar que estas dos expresiones, aparentemente equivalentes y empleadas de manera indistinta tanto por estudiosos como por activistas, exhiben diferencias nada despreciables. Se puede contestar agriamente el neoliberalismo, por entender que es una manifestación extrema y desaforada de la lógica del capitalismo, para al mismo tiempo acatar esta última, como se puede, en sentido diferente, rechazar por igual -esto es lo que acontece en la mayoría de las redes hostiles a la globalización del momento- el neoliberalismo y el capitalismo. Por razones que saltan a la vista, esta última posibilidad no parece que quedase claramente recogida al amparo de la expresión globalización neoliberal. Agreguemos, eso sí, que, por mucho que apenas hayan prosperado, no han faltado otras respuestas al problema que nos ocupa; ahí está, sin ir más lejos, el intento, forjado en Francia, de apuntalar la palabra mundialización para reflejar lo que sería una suerte de globalización de perfiles saludables.
Mal haríamos en olvidar que los problemas terminológicos han alcanzado también al nombre que conviene atribuir a los movimientos que -a partir, de nuevo, de la segunda mitad del decenio de 1990- decidieron contestar la globalización en curso. Conocido es que la fórmula más comúnmente empleada al respecto, la que habla de movimientos antiglobalización, ha levantado muchas críticas. Se ha señalado, por ejemplo, que no parece saludable retratar en clave fundamentalmente negativa -ahí está ese oneroso anti- a redes que las más de las veces muestran una franca vocación propositiva. En un sentido parejo, a menudo se ha sugerido que la fórmula de marras fue interesadamente acuñada por medios de comunicación que ninguna simpatía mostraban por los movimientos que retrataban. Más allá de estas observaciones despuntó otra que tenía, con certeza, mayor calado: con frecuencia se ha dicho que, hablando en propiedad, los movimientos de contestación no rechazan ontológicamente cualquier modalidad de globalización, sino que se oponen, escuetamente, a la versión neoliberal o capitalista de esta última y, de resultas, reivindican una especie de globalización de los derechos y de las libertades o, en algunas formulaciones afines, una alterglobalización o una globalización alternativa.
La última crítica enunciada, promovida por los sectores más moderados de los movimientos y claramente encaminada a conferirle una pátina de respetabilidad y moderación a éstos, no deja de presentar dobleces, y ello por mucho que se entienda sin mayor quebranto lo que quiere significar. Digámoslo sin miramientos: hay razones sobradas para afirmar que cualquier modalidad de globalización que pueda imaginarse, por benignos que sean sus propósitos, reclama de forma inexorable elites directoras, flujos jerárquicos y procesos de uniformización que invitan como poco al recelo y, tal vez, y más aún, a un franco rechazo, tanto más cuanto que no es improbable que por detrás de filantrópicos proyectos se escondan realidades poco edificantes.
De alguno de los argumentos que expresamos en los primeros compases de este texto se sigue sin problemas -parece- una conclusión fácil de hilvanar: existe una poderosísima línea de continuidad entre lo que en el pasado se dio en llamar imperialismo y capitalismo, por un lado, y lo que hoy, por el otro, se sugiere debemos entender que es la globalización. Si ello resulta ser así, no parece en absoluto razonable que los movimientos de contestación hagan suyos términos como los de alterglobalización o globalización alternativa. Y es que, al fin y al cabo, y en la perspectiva de esas redes, a nadie en su sano juicio se le ocurriría reclamar un imperialismo alternativo o un alterimperialismo. Las cosas en estos términos, y pese a las cargas que en materia de mercadotecnia política puedan arrastrarse, preferible es quedarse, entonces, con lo de movimientos antiglobalización. Una de las virtudes, nada despreciables, de esta expresión es, por cierto, que no alienta mayor duda en lo que se refiere a lo que esos movimientos reivindican.