Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Cuando algo se rompe irremisiblemente, el curso sensato de la acción sería deshacerse de ello. Sin embargo, en lo que se refiere a los juicios militares a los que se somete a los sospechosos de terrorismo de la «guerra contra el terror» de la administración Bush, a pesar de lo hundido que está el sistema, los funcionarios del gobierno y los legisladores se han reunido repetidas veces para ponerlo en marcha de nuevo, y así siguen haciéndolo aunque, en casi diez años, las comisiones solo han derivado en juicio en dos ocasiones, con otros cuatros casos que terminaron con acuerdos negociados sobre la declaración de culpabilidad.
Las comisiones militares, que se utilizaron por última vez contra los saboteadores nazis en la II Guerra Mundial, fueron devueltas a la vida por el Vicepresidente Dick Cheney hace casi diez años -mediante una preocupante orden militar de fecha 13 de noviembre de 2001- como medio para intentar procesar y ejecutar velozmente a los sospechosos capturados en la «guerra contra el terror» sin el impedimento del proceso debido o la prohibición de obtener pruebas mediante el uso de la tortura.
Declaradas ilegales por el Tribunal Supremo en junio de 2006, el Congreso resucitó de nuevo las comisiones, y aunque Barack Obama las congeló temporalmente cuando asumió el poder, pronto las descongeló de nuevo, aunque sus asesores más prudentes le recomendaron que no lo hiciera, ya que las primeras acusaciones abordadas por las comisiones -conspiración y proporcionar material de apoyo al terrorismo, por ejemplo- eran delitos que entraban dentro de la competencia de los tribunales federales y había sido el Congreso el que se había inventado que eran crímenes de guerra.
El presidente Obama, al resucitar las comisiones, se quedó con un sistema de justicia para los detenidos en Guantánamo con dos niveles, con juicios en los tribunales federales y juicios en las comisiones militares, lo que le puso ante dificultades que no había previsto cuando, tras anunciar en noviembre de 2009 que Jalid Sheij Mohammed y otros cuatro «detenidos de alto valor» en Guantánamo se enfrentarían al juicio de un tribunal federal en Nueva York por su implicación en los ataques del 11/S, quienes se habían opuesto a sus planes se lanzaron al contraataque.
Debido a la negativa del presidente Obama a enviar las comisiones a una tumba legal, sus críticos las distinguirían como una alternativa viable a los juicios en los tribunales federales, especialmente porque la administración, cuando anunció el juicio de los acusados del 11/S, había anunciado también que otros cinco prisioneros de Guantánamo serían juzgados por las comisiones militares.
La consecuencia de todo ello fue que los críticos de Obama en el Congreso consiguieron finalmente que se aprobara una legislación que prohibía que cualquier prisionero de Guantánamo fuera enviado a la parte continental estadounidense por razón alguna (incluso para someterse al juicio de un tribunal federal), habiéndose embarcado ahora en la medida más temeraria e inapropiada de entre todas las posibles: amenazar con aprobar una legislación que obligue a que cualquier sospechoso extranjero de terrorismo quede retenido bajo custodia militar en vez de que un tribunal federal le juzgue por delito de terrorismo.
Diez años después del 11/S, es realmente deprimente que la nefasta «guerra contra el terror» no sólo siga viva, sino que pueda conseguir una nueva vida y, en Guantánamo, donde parte de esa lucha se centra especialmente en mantener vivos los malévolos sueños de Dick Cheney, las autoridades se preparan para aventurarse en nuevas actividades.
La semana pasada, en un intento de vender lo que el Miami Herald describía como «una nueva era de transparencia» en Guantánamo, el general de brigada Mark Martins, el nuevo fiscal jefe de las comisiones militares, dijo al Weekly Standard que las comisiones «prepararán nuevas medidas para asegurar la transparencia, incluyendo un lugar que posibilite a las víctimas y a los medios observar los procedimientos en tiempo casi real en la zona continental de EEUU». El Herald añadía que la transmisión «no sería en directo porque el material se retransmitirá con ‘un retraso de 40 segundos para asegurar la salvaguardia de la información relativa a la seguridad nacional'».
En el artículo del Miami Herald, Carol Rosenberg, que ha estado siguiendo desde el primer momento las comisiones militares, decía que el nuevo sistema propuesto era «en gran medida diferente» del que estaba en vigor hasta la fecha, en función del cual «a los periodistas y a otros espectadores se les exigía que volaran a Guantánamo en vuelos especialmente organizados por el Pentágono», y después «se ajustaran a estrictas limitaciones acerca de adónde podían ir y qué podían informar», lo cual «ayudaba a reducir el número de las agencias de noticias cubriendo allí los eventos».
Los cambios, si es que se concretan en algo, aumentarán ciertamente la transparencia, y eso sería de alabar, porque a las comisiones les quedan inmensos e insuperables problemas, en mi opinión, que resolver.
El principal de esos problemas es cómo se puede equilibrar la transparencia con lo que sigue siendo una obsesiva necesidad de secretismo por parte del gobierno. Al haber decidido que no van siquiera a investigar los programas oficiales de tortura de la administración Bush (a pesar de la exigencia para hacerlo así en virtud del Convenio de las Naciones Unidas Contra la Tortura y del propio Estatuto Interno de EEUU contra la tortura), la administración Obama está obligada a continuar asegurando que, en aquellos casos en que quienes van a someterse a juicio hubieran sido torturados, los debates sobre el período que pasaron en las prisiones secretas de la CIA, donde el uso de la tortura estaba muy extendido, se van a ver seriamente restringidos.
Como Carol Rosenberg señalaba: «La CIA sigue prohibiendo que la gente escuche qué hicieron y dónde lo hicieron, aunque los cautivos hayan descrito el trato recibido en los procedimientos previos al juicio», y esas exigencias protegen también «las identidades de los agentes y contratistas de la CIA que llevaron a cabo los interrogatorios».
Esto tiene importancia no solo en el caso de Jalid Sheij Mohammed y sus compañeros de acusación, sino que es mucho más apremiante en el caso de Abd al-Rahim al-Nashiri, el supuesto cerebro del ataque contra el USS Cole en 2000, a quien la Autoridad Coordinadora de las comisiones, el almirante retirado Bruce MacDonald, había transferido a las comisiones militares la pasada semana, constituyendo la primera petición de pena capital presentada en un juicio celebrado en las comisiones.
El problema para el gobierno es que al-Nashiri fue, notoriamente, uno de los «detenidos de alto valor» al que la CIA sometió a simulación de ahogamiento. En un informe sobre el traslado del juicio que apareció en el Washington Post, se señalaba, tímidamente, que «la simulación de ahogamiento fue sancionada por los abogados del Departamento de Justicia», cuando lo que debería haber señalado es que fueron los abogados del Departamento de Justicia -John Yoo y Jay S. Bybee- quienes pretendieron que se aprobara su uso, aunque no hay situación alguna en la que los abogados puedan intentar justificar el uso de la tortura.
Hay más complicaciones. Como el inspector general de la CIA concluía en un informe de 2004 (PDF) sobre el trato a los detenidos, al-Nashiri fue también amenazado con simulacro de ejecución cuando los agentes de la CIA acercaron un taladro y una pistola a su cabeza mientras estaba encapuchado y desnudo en una prisión secreta en Tailandia -acciones que excedieron las directrices marcadas por Yoo y Bybee- y los abogados de al-Nashiri defendieron en sus alegatos ante la Autoridad Coordinadora que no podía presentarse caso alguno contra su cliente debido a las torturas recibidas, al retraso en juzgar su caso y debido también a la destrucción de pruebas. Entre las grabaciones destruidas por la CIA estaban los videos con los simulacros de ahogamiento a que sometieron a al-Nashiri, a pesar de la orden del tribunal exigiendo que no se destruyeran, por lo que sus abogados alegaron que la destrucción de tales videos priva al equipo de la defensa de pruebas importantes y potencialmente exculpadoras.
Además, aunque el gobierno «no puede utilizar declaración alguna obtenida bajo tortura» y los «fiscales no pueden confiar en las declaraciones que al-Nashiri hizo bajo tortura cuando estuvo bajo custodia de la CIA», en palabras del Post, uno de sus abogados, el teniente de la marina, el comodoro Stephen Reyes, afirmó que había intentado que los operativos de la CIA implicados en el interrogatorio de su cliente estuvieran presentes en el juicio.
En el alegato, sus abogados afirmaron: «EEUU no debería permitir que se matara a un hombre que ha sido brutalmente torturado y sometido a un trato cruel, inhumano y degradante».
Y más aún, el Parlamento Europeo presentó una declaración el pasado junio afirmando que no se debería someter a al-Nashiri a la pena capital a causa del trato recibido por la CIA, y los grupos por los derechos humanos se han manifestado también contra esos planes. Además, el trato dado a al-Nashiri en una prisión secreta de la CIA en Polonia, donde le enviaron después de su calvario en Tailandia en noviembre y principios de diciembre de 2002, se considera tan duro que, aunque no se hubiera reconocido oficialmente que en Polonia existía una prisión secreta (por parte de EEUU o del gobierno polaco), el fiscal polaco que investigó su caso estaban tan alarmado por los documentos a los que había tenido acceso, que oficialmente le describió a él -y a Abu Zubaydah, otro «detenido de alto valor» sometido a torturas- como «víctima».
Un último problema en relación con las comisiones se revelaba de forma inadvertida en el artículo del Weekly Standard, cuando el asesor general del Pentágono Jeh Johnson dijo que el general de brigada Martins era una «reconocida superestrella» que, como el Miami Herald señaló, «no se iba a centrar en conseguir las máximas condenas sino en hacer que el tribunal de guerra pareciera creíble y sostenible». Este es el mismo Jeh Johnson que, en el testimonio presentado ante el Comité de Servicios Armados del Senado en julio de 2009, cuando se discutía la recuperación de las comisiones, instó al comité a que abandonara la acusación acerca del apoyo material, debido a que la administración creía que sería revocada en la apelación, porque «no era una violación tradicional del derecho de guerra», que, como se mencionó anteriormente, fue un invento del Congreso.
Al-Nashiri no se enfrenta a la acusación de apoyo material, pero los cargos a los que tendrá que hacer frente incluyen conspiración y asesinado en violación de las leyes de guerra, y esta última acusación tampoco existe como crimen de guerra, que fue también otra fabulación del Congreso cuando se recuperaron por primera vez las comisiones militares después de que el Tribunal Supremo las declarara ilegales en 2006.
Cuando el caso de al-Nashiri llegue finalmente a juicio, todos excepto los más cerrados entusiastas de las comisiones deberían sentirse profundamente preocupados porque, a pesar de las enmiendas, un sistema dedicado a evadir cualquier mención de la tortura en un caso de un hombre torturado está siguiendo adelante sin apenas un murmullo disidente, a pesar de que este sistema tan profundamente viciado contiene crímenes de guerra inventados, con la intención de convertir un delito (terrorismo) o una participación en la guerra en violaciones de las leyes de guerra, cuando en absoluto son tal cosa.
Andy Wortington es autor de The Guantánamo Files: The Stories of the 774 Detainees in America’s Illegal Prison (publicado por Pluto Press, y disponible en Amazon) y de otros dos libros: Stonehenge: Celebration and Subversión y The Battle of the Beanfield.