El presente artículo, dividido en tres partes, se concentra mayormente sobre el proceso de compensación exigido por los ex Patrulleros de Autodefensa Civil (Ex PAC) en la actualidad a partir de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 y las tres últimas administraciones de gobierno. No obstante lo anterior, esta primera parte del […]
El presente artículo, dividido en tres partes, se concentra mayormente sobre el proceso de compensación exigido por los ex Patrulleros de Autodefensa Civil (Ex PAC) en la actualidad a partir de la firma de los Acuerdos de Paz en 1996 y las tres últimas administraciones de gobierno. No obstante lo anterior, esta primera parte del artículo proporciona un acercamiento breve a hechos relevantes en el proceso de militarización y polarización social y política en la dinámica comunitaria poblacional actual. Los documentos/informes «Memorias del Silencio» de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico (CEH) y «Guatemala: Nunca Más» del Proyecto Interdiocesano Recuperación de la Memoria Histórica de Guatemala (REMHI), son utilizados en varias partes de este artículo ya que tratan este tema con exhaustiva profundidad y detalle. Los datos presentados acá en muchos casos son aproximados, citando además de los dos documentos principales mencionados anteriormente otros artículos tales como reportes de prensa, ensayos, documentos, informes, datos estadísticos y cifras proporcionadas por autores, organizaciones e instituciones.
En este sentido, la información presentada ya ha sido elaborada por otros recursos o medios periodísticos, académicos, institucionales, etc. Sin embargo, la intención fundamental de este artículo es poner juntas varias de las piezas más importantes o relevantes del problema y analizarlas. De modo que se repase y aporte así una visión general del fenómeno PAC y su derivación en lo ex PAC desde sus inicios hasta la actualidad. Hay que tener muy claramente en cuenta que el problema de la existencia de los ex PAC y su exigencia de compensación económica ha sido juzgada por distintos grupos de la sociedad guatemalteca e internacional como apropiada o inapropiada o justa o injusta, dado el papel histórico que a las mismas les tocó desempeñar durante el conflicto armado y aún después de la firma de la Paz. Lo cierto es que en este sentido, el problema no se ha resuelto claramente todavía. Ello tiene que ver con los antecedentes demagógicos de la administración eferregista de haber dado un primer pago por dichos servicios, así como con una promesa de campaña de la actual coalición del GANA, que está haciendo gobierno en estos momentos, buscando ambivalentemente darle una solución al problema.
La justificación y cancelación de dicha compensación no ha tenido una solución completa que satisfaga a los ex PAC y menos al resto de la sociedad en su conjunto. Más bien ha causado mayor polarización, enfrentamiento e indignación en la sociedad guatemalteca. Está por verse si a este problema se le da un arreglo integral por la vía legal, por la vía política y por la vía social y cultural; un reto que parece muy difícil de afrontar como parte de los efectos del post-conflicto en el país. La totalidad de la sociedad está una vez más dividida a este respecto. Esto se debe en gran medida -de acuerdo a la recientemente finalizada Misión de Naciones Unidas para Guatemala (MINUGUA)- a que la Agenda para el Desarrollo y la Paz, es decir, las Agendas de Desarrollo de los Gobiernos de turno desde la firma de la paz en 1996 -que incluían o incluyen: los acuerdos de paz, sus recomendaciones, su cronograma de implementación y de verificación- conjuntamente con otros proyectos de desarrollo de alcance integral y nacional estratégicos, se han implementado mínimamente o abandonado casi en su totalidad. Por lo tanto la crisis de legitimidad y credibilidad en las instituciones del Estado continúa, la que se viene arrastrando desde hace muchísimos años. El poder político y económico no han resuelto satisfactoriamente los problemas más apremiantes del país (seguridad, empleo, inversión, crédito, educación, salud entre otros). Los problemas estructurales del modelo de desarrollo del país, que se agudizaron en los años ochenta con el conflicto armado y que violentaron, empobrecieron y marginaron aún más a la mayoría de la sociedad guatemalteca y que dieron lugar a la etapa más dura de la guerra civil, continúan sin solución.
En este sentido, empezando a hacer un análisis crítico de la realidad guatemalteca, las injusticias -estructurales e históricas- se manifiestan igualmente en la discriminación étnica, hondamente presente en la vida cotidiana. En un país donde alrededor del 60 % de su población es de origen maya, los grupos indígenas están marginados en su propia tierra, condenados a la exclusión social, económica y política. Hasta mediados del pasado siglo las fincas se vendían con «todo lo clavado y plantado, indios incluidos». Esta situación ha comenzado a cambiar -muy lentamente por cierto-, pero el racismo imperante aún permea todas las relaciones. Para ilustrarlo: es común escuchar entre la población no-indígena el dicho «seré pobre pero no indio». Sin embargo, gran parte de la mano de obra agrícola ha estado representada por la población indígena en los rubros de la agroexportación que generan la mayor cantidad de divisas y que ha alimentado tradicionalmente a las opulentas aristocracias azucareras y cafetaleras.
La militarización y el autoritarismo de la sociedad guatemalteca han tenido raíces en la naturaleza del modelo socio-político y económico del Estado a través de su historia. A estas injusticias de cuño ancestral, que definen en buena medida la identidad del país, se suman otras más recientes, ligadas a los efectos de la Guerra Fría y a los escenarios que la confrontación Este/Oeste trajo aparejadas en estas últimas décadas. Guatemala fue uno de los países de América Latina donde la guerra interna entre movimiento guerrillero y Ejército cobró mayor virulencia; luego de 36 años de lucha armada hay oficialmente un registro aproximado de 200,000 muertos, 40,000 desaparecidos, más de 600 masacres de aldeas en zonas rurales, un millón de personas desplazadas de acuerdo a los informes de la CEH, la REMHI, ACNUR y MINUGUA entre otros. La reciente polarización social a nivel nacional y principalmente a nivel comunitario se exacerbó a raíz de la militarización y paramilitarización de Guatemala.
Para analizar algunos de los principales problemas descritos arriba, el primer grupo de preguntas iniciales de esta primera parte del artículo se enfocan en lo siguiente: ¿Cuál fue el impacto político, económico y social de la creación de las PAC en el área rural de Guatemala? Estrechamente relacionado a la primera pregunta se plantea esta otra: ¿Cuáles fueron algunos de los principales resultados de la participación de la PAC como parte de las tácticas de contrainsurgencia implementadas por el Estado guatemalteco?
En la esfera política la militarización de toda la vida nacional fue enorme, con consecuencias que aún permanecen, y que sin dudas seguirán estando presentes todavía por algunas generaciones. A ello se agrega, como un elemento que ha dañado muy profundamente -y seguirá haciéndolo por décadas- una forzada división de la población de las áreas rurales donde, desde una maniquea manipulación con que se llevó a cabo la estrategia contrainsurgente, las redes comunitarias tradicionales fueron virtualmente reducidas o extinguidas. Por ejemplo, de acuerdo al informe de la CEH, el efecto producido por el reclutamiento en el Ejército, en la URNG y en las PAC. Además del control directo mediante las PAC en la etapa inicial del proceso, se masificó la militarización de la sociedad. Los alcaldes municipales y auxiliares en todo el país eran designados por el gobierno militar y muchos de los gobernadores departamentales fueron militares. Directores generales de dependencias del Estado, ministros y viceministros incluidos, procedieron de la oficialidad castrense.
Con las PAC, como parte de las estrategias antiguerrilleras del Estado, se forzó a la población masculina de las áreas rurales, -donde operaban las fuerzas insurgentes- desde adolescentes a tercera edad, a integrarse a estructuras paramilitares oficialmente presentadas como voluntarias. Los campesinos pobres, mayas, fueron usados como tropa de apoyo en la lógica de la Doctrina de Seguridad Nacional, la cual fue desarrollada por el ejército guatemalteco con el apoyo del departamento de Estado Norteamericano. Las PAC fueron el principal aliado del Ejército en su lucha contra la guerrilla, y más aún, contra la base social de la misma: otros campesinos pobres, mayas, tan excluidos históricamente como los mismos patrulleros. Se puede decir en términos generales que la lucha armada se dio mayormente, aunque no exclusivamente, entre grupos campesinos indígenas divididos por la fuerza y/o por la ideología de los grupos dirigentes de la guerrilla y el ejército. La CEH constató además la participación en el conflicto de los grupos de poder económico, los partidos políticos, los universitarios y las iglesias, así como otros sectores de la sociedad civil. Lo trágico de esta historia es que la mayor parte de víctimas como de victimarios son, en sustancia, lo mismo: campesinos pobres, de origen maya, sin peso político en las decisiones nacionales, víctimas históricas de un modelo de exclusión que a través de todos estos años de historia del país en casi nada ha cambiado desde sus orígenes en la conquista.
Terminada la guerra -fundamentalmente porque la nueva recomposición de fuerzas luego de la caída del bloque soviético ya no la necesitó- víctimas y victimarios no cambiaron su situación de campesinos pobres y de indígenas discriminados. Pero la ruptura de sus redes sociales de base quedó establecida; los enconos de la militarización siguen vigentes, y aunque víctimas y victimarios deben compartir por fuerza el mismo espacio geográfico -las montañas que fueran teatro de operaciones bélicas, las más remotas aldeas alejadas de la capital-, la historia de tajante división sufrida no va a extinguirse en lo inmediato. Si bien los Acuerdos de Paz que pusieron fin a ese largo enfrentamiento estipulan medidas de reparación para las víctimas, ocho años después de finalizada la guerra interna la justicia ante tanto crimen aún no llega. Se habla mucho de reconciliación, pero ante una injusticia que cada vez se vuelve más grosera, aquella se torna sumamente difícil. Sobre todo cuando quienes se ven como victimarios, utilizando la amenaza y la fuerza, han logrado que se les ponga atención a sus demandas y han recibido ya parte de una compensación que casi no se le ha dado o se les ha negado a quienes se perciben como víctimas.
En la esfera económica, de acuerdo con el informe de la CEH, la paramilitarización fue controlada casi por completo por el Estado y ocurrió a gran escala en el área rural y más aún en las llamadas zonas de conflicto durante la década de los ochenta y mitad de los años noventa del siglo pasado. Las Patrullas de Autodefensa Civil (PAC) fueron reconocidas legalmente con el Acuerdo Gubernativo 222-83 del 14 de abril de 1983. Sin embargo, desde 1981 se habían empezado a organizar en varias regiones del país grupos de autodefensa civil, y desde 1982 actuaron en forma coordinada con los planes de campaña del Ejército Victoria 82 y Firmeza 83, bajo el nombre de Patrullas de Autodefensa Civil. El reclutamiento, principalmente en las PAC, redujo con un drástico corte el nivel de producción, lo que resultó más grave aun en las áreas de conflicto.
Cita el informe de la CEH que a principios de la década de los 80, alrededor de 170 mil familias tuvieron que abandonar sus actividades cotidianas, incluyendo las laborales, por causa del enfrentamiento. En estas familias, que aglutinaban a 850 mil personas, hubo unos 100 mil muertos y desaparecidos, 600 mil desplazados internos y 150 mil refugiados que salieron en su mayoría hacia México. En otras palabras, más del 10% de la población que había en Guatemala a principios de esta época fue directamente afectada por el enfrentamiento armado.
En el caso de las tropas regulares del Ejército se estima que entre 1980 y 1985 se triplicó su número de reclutas hasta llegar a 50 mil en 1985. A efectos de producción esto significa que la economía ya no contó, durante cada uno de esos cinco años, con 30 mil hombres en edad de trabajar, además de los 15 mil que ya eran parte del Ejército a fines de la década de los setenta. Aunque el reclutamiento disminuyó entre 1985 y 1989, durante la década en su conjunto el aumento del Ejército tuvo como efecto retirar de la Población Económicamente Activa (PEA) un promedio de 26 mil hombres cada año. Lo que se refiere a las fuerzas insurgentes este efecto fue menor, debido al número significativamente más reducido de sus combatientes. Así, se puede estimar que como resultado de su militancia en las fuerzas insurgentes, cada año, alrededor de tres mil personas ya no integraban la PEA.
El caso de las PAC fue más significativo, al contar con un millón de miembros en 1982, número que se habría reducido a 600 mil en 1986 y a 270 mil en 1996 según el mismo informe de la CEH, (las instituciones del Estado como el Ejército y el ejecutivo no han logrado «oficialmente determinar» hasta la fecha, el número de miembros que estuvieron directamente vinculados a las PAC). Aunque más tarde disminuyó el número de integrantes y el grado en que se exigía trabajo no remunerado a sus miembros, se estima que este trabajo obligatorio -equivalente a una quinta parte del tiempo potencialmente productivo de los miembros de las PAC– representó una ausencia equivalente a 97 mil personas de la PEA anualmente durante los años ochenta. Así, entre el Ejército, las PAC y la URNG se retiró cada año el equivalente de más de 125 mil personas del trabajo (5.2 % de la PEA) durante este período. Ello habría generado pérdidas acumuladas de unos 3,500 millones de dólares (en dólares de 1990), que corresponden a casi el 50 % del PIB de 1990.
En la esfera social, de acuerdo al informe de la CEH, el control de las comunidades principalmente en las áreas de conflicto fue ejercido masivamente por medio de las PAC, con efectos institucionales: los llamados Comités Voluntarios de Defensa Civil, los cuales fueron organizados desde la referencia estructural del Ejército. Con la formación de las PAC el Ejército se propuso la organización civil contra los movimientos guerrilleros y el control material y psicológico de la población. En el interior del país la conformación de las PAC supuso un gran golpe, produciendo cambios profundos en la estructura interna de las comunidades. Las autoridades naturales de éstas, como los Consejos de Ancianos, los alcaldes auxiliares y los mayores, entre otros, dejaron de funcionar o fueron marginadas y su papel fue desempeñado a partir de entonces por los jefes de las PAC, que funcionaban como enlaces de las autoridades gubernamentales. Desde la óptica del Ejército el balance inicial del papel desempeñado por las PAC fue positivo en cuanto al cumplimiento de los objetivos asignados. Como resultado de dicha evaluación, tanto oficiales militares como asesores de la institución armada otorgaron una alta valoración al impacto alcanzado con la formación de las milicias a cargo del Ejército. Incluso se considera que sin las PAC y su actividad como arma contrainsurgente habría sido prácticamente imposible controlar el avance del movimiento guerrillero entre la población indígena y campesina.
El impacto de los nuevos procedimientos organizacionales, forzosos en su mayoría y voluntarios en su minoría con fines de insurgencia y contrainsurgencia, dieron lugar a una cultura militarista promovida tanto por el Ejército como por la guerrilla. Esta cultura vulneró las estructuras organizativas y comunitarias tradicionales e introdujo nuevos criterios para el ejercicio del poder y la autoridad. Basado por tradición en valores de servicio y solidaridad, éste fue permeado por una práctica fundada en la arbitrariedad y la fuerza, ejercida muchas veces a través de la violencia directa. Como secuela de la conformación de las PAC, de los comisionados militares y otros modelos de dirección por parte del Ejército, se aprecia una conducta de obediencia, un ejercicio del liderazgo esencialmente autoritario y un opresivo control de la población.
El segundo grupo de preguntas es: ¿Cuantos miembros, familias, comunidades, departamentos regiones representan la mayor, mediana y menor concentración de los ex PAC? ¿Dónde (regiones, departamentos y comunidades) se sufrieron la mayor parte de desapariciones, torturas, masacres y otros actos de violaciones de los derechos humanos donde participaron las PAC directa o indirectamente?
De acuerdo a la CEH, en la década de los ochenta, las patrullas civiles estuvieron distribuidas en todo el territorio, a excepción del Oriente, en los departamentos de Progreso, Zacapa y Jutiapa. En estos lugares, los comisionados militares conformaban la estructura militar más fuerte y era prácticamente inexistente el enfrentamiento armado (hay que recordar que durante los años sesenta, el movimiento guerrillero en el área rural se gestó precisamente en esos tres departamentos, sufriendo una represión encarnizada por parte del aparato de Estado, reforzando el sistema paramilitar de vigilancia comunitaria con el aumento de comisionados militares y alcaldes auxiliares ligados a los primeros). En contraste, de acuerdo también a la CEH, la REMHI y los Informes de Desarrollo Humano de Naciones Unidas, el involucramiento mayoritariamente forzoso de la población civil en el enfrentamiento armado interno por medio de las PAC fue significativamente más grande en los departamentos que contaban con mayor población maya sufriendo mayores índices de pobreza extrema (Quiché, Huehuetenango, San Marcos, Chimaltenango, Alta y Baja Verapaz). La instauración de las PAC constituyó una nueva forma de utilización de la fuerza laboral indígena de modo extendido y sin costo, como se había hecho en la Colonia e inicios de la República. En este caso, la utilización de los indígenas como mano de obra gratuita se hizo en función de objetivos militares. Según el REMHI, la desestructuración de los propios sistemas de autoridad y control indígenas posibilitaba la dependencia de las comunidades frente a las estructuras y mandos militares, las vulnerabilizaba frente a ataques y las reestructuraba en función de una lógica militar.
El tercer grupo de preguntas que se analiza es: ¿Cómo podría reconciliarse una población desgarrada si toda la estrategia en juego consistió en destruir los tejidos sociales, romper la solidaridad, fomentar la desconfianza e incrementar la paranoia de guerra? ¿De qué manera reconciliar una sociedad que sigue viendo, entre aterrorizada y atónica, cómo la impunidad campea soberbia por doquier? ¿Es posible construir la paz con tanta hambre, sobre tanta injusticia, con tanta violencia rampante?
Esta masa de ex patrulleros, luego de la firma de la paz el 29 de diciembre de 1996, fue olvidada por sus mandos reales: el Ejército. Ninguno de ellos recibió compensación alguna por su trabajo paramilitar dado que, al menos supuestamente, eran voluntarios.
Años después de su formal desmovilización, la administración pasada -el Frente Republicano Guatemalteco, de quien es fundador y hombre fuerte el ex dictador general José Efraín Ríos Montt-, como parte de su estrategia de reelección, durante el año 2003 volvió a reflotarlos en tanto mecanismo social prometiéndoles compensaciones económicas a cambio de votos («héroes de la patria» los llamó el ex presidente Alfonso Portillo). De hecho se les pagó un primer desembolso, quedando otros más a la espera del chantaje establecido: si el FRG ganaba las elecciones pasadas (ocurridas en diciembre), seguirían los pagos. Habiendo cambiado el partido gobernante -Ríos Montt fue apenas la tercera fuerza en la contienda electoral-, los compromisos asumidos en la anterior administración pasaron a una confusa situación legal. No siendo parte de las obligaciones fijadas en los Acuerdos de Paz, de todos modos pasaron a ser compromisos de Estado, si bien en forma irregular.
La nueva administración de Oscar Berger, llegada al gobierno en enero del 2004, no sabe -o no quiere, o no puede, o una mezcla de todo esto- resolver el legado. El debate social se ha abierto al respecto: los ex patrulleros ¿son víctimas?, ¿merecen resarcimiento?, ¿se les debe abrir juicio como violadores de derechos humanos?
Además, la situación planteada abre el debate no sólo sobre la pertinencia o no del pago: en caso que se resolviera hacerlo efectivo, la cuestión es de dónde obtener los recursos para hacerlo. Al respecto es claro que la actual administración no sabe dónde buscar esos fondos, y de lo que se trata es de ganar tiempo con respuestas dilatorias. «El tema de los PAC es un fantasma que tenemos que superar», declaró recientemente el presidente Berger, evidenciando que esa problemática es parte de una abrasadora herencia recibida del gobierno anterior. En estos momentos se confía en la posibilidad de obtener recursos a partir del cobro de peaje por la circulación de vehículos en una autopista por construirse, que uniría la ciudad capital con El Rancho. De esa cuenta, con esos ingresos frescos -la autopista es de momento un proyecto que está sólo en fase de análisis-, si efectivamente a principios del 2005 se comienza su construcción, quizá en el transcurso del próximo año se podría contar con fondos adicionales. Siendo todo ello bastante incierto por ahora, lo que queda claro es que el problema de los patrulleros está lejos de solucionarse en lo inmediato. Por lo pronto, el cuerpo de patrulleros arrancó al Congreso de la República una ley que legitima su pago a través de medidas de presión -el día 3 de noviembre fue la última gran movilización que paralizó todo el país. De todos modos esa ley fue posteriormente recusada por organizaciones de la sociedad civil contrarias a esa indemnización, siendo denegada en tres oportunidades por la Corte de Constitucionalidad, por lo que la medida entró en un limbo legal que anuncia interminables vueltas. Por lo pronto, las organizaciones que nuclean a los ex paramilitares se han dado un compás de espera en sus medidas de reclamo; de hecho, hasta fines del 2004 no han cobrado ningún nuevo desembolso.
Más allá de la discusión que todo esto genera, si algo muestra la actual situación creada es que las injusticias siguen en Guatemala. Además de haberse destruido las redes mínimas de convivencia -eso buscaron las estrategias contrainsurgentes, regenteadas en definitiva por Washington-, la polarización insalvable que queda en la sociedad se refuerza una vez más con lo que está sucediendo. Ante las cantidades monumentales de víctimas que dejó la guerra (muertos, mutilados, huérfanos, viudas, gente que perdió sus escasas pertenencias, población con traumas psicológicos), la respuesta del Estado ante estas calamidades ha sido mínima, por no decir inexistente. Recién ahora, ochos años después de finalizado el conflicto, se está poniendo en marcha un Programa Nacional de Resarcimiento, manejado por la lideresa maya Rosalina Tuyuc -con fondos del presupuesto ordinario de la nación- que tiene previsto desembolsar 30 millones de quetzales (unos tres millones y medio de euros) para el año 2004, más 300 millones de quetzales (casi 35 millones de euros) cada año hasta el 2017 para totalizar así -en 13 años de intervención- 3.030 millones de quetzales (337 millones de euros), para atender una cantidad aún incierta de víctimas, pero que se estima será mucho mayor que la de patrulleros.
Por otro lado -siguen las injusticias- los ex patrulleros ya recibieron 1.000 millones de quetzales con el primer desembolso el año 2003, habiendo teniendo presupuestados (dinero que, obviamente, debería descontarse de otros servicios públicos) otros 1.380 millones para el año 2004 -dinero que no cobraron aún-, 1.200 millones para el 2005 y 1.200 millones para el 2006, con lo que totalizarían 4.880 millones en estos cuatro años. Dato importante: en el pago realizado se incluyeron muchos campesinos que ni siquiera habían nacido, o eran niños, durante la guerra. Definitivamente la balanza se sigue inclinando de forma injusta en Guatemala, y la tragedia campesina, la tragedia de los pueblos mayas no da miras de terminar en lo inmediato.
Entonces: ¿cómo reconciliarse entre grupos de población? La reconciliación -viendo y comparando otras experiencias incluso- es muy difícil, imposible quizá, si no hay justicia. Así todo, con justicia, es difícil reconciliar dos actores tan extremos, tan enfrentados como víctimas y victimarios. En definitiva: ¿por qué van a reconciliarse? Una cosa es la idea, externa al proceso por cierto, de decir: «una sociedad no puede vivir eternamente en guerra, por tanto hay que reconciliarse». Otra cosa muy distinta es la posibilidad real de que ello suceda. ¿Por qué un torturado, o una viuda, van a abrazarse con su verdugo? ¿Cómo, en nombre de qué? Lo que sí sucede es que la vida continúa, por fuerza, y las poblaciones generan mecanismos para seguir sobreviviendo, para compartir incluso espacios comunitarios entre víctimas y victimarios, aunque en lo profundo siga el odio y la desconfianza. Es posible la reconciliación en términos individuales, después de una pelea con la propia pareja, con un familiar, con un vecino; pero eso no funciona con similares categorías en términos sociales. Pasados más de 60 años los nazis siguen siendo odiados, por los judíos víctimas o descendientes de víctimas, y por los no judíos en tanto ejemplo de lo que nunca más se debe transitar: el odio racial, la idea de «raza superior». ¿Quién podría reconciliarse con esos asesinos engreídos y convencidos de su actuación? En todo caso, a muchos de ellos se los juzgó, y se los condenó. Homologando la pregunta: ¿por qué pedirle a una viuda campesina que vio cómo torturaban a su hijo o a su esposo y luego lo mataban a machetazos o prendiéndole fuego, que se reconcilie con el varón que luego se quedaría con su parcela y que actuaba como PAC en aquél entonces? ¿Cómo podría aceptarlo nuevamente como un igual, un amigo, un compañero de su comunidad?
En muchos de los países que, envueltos en la lógica de la Guerra Fría, en estas últimas décadas del siglo XX se vieron enfrascados en fratricidas conflictos internos, se vivieron procesos post guerra donde la reconciliación fue el centro de la vida social. Y todas las experiencias, sistemáticamente, han demostrado lo mismo: no puede haber paz si no hay justicia. ¿Por qué Guatemala habría de ser distinta?
En este sentido, se hace una ampliación resumida del problema de la reconciliación y la activación de los miembros de las ex PAC en Guatemala. Hay algunos puntos importantes a analizar sobre el impacto y los efectos psicosociales y culturales de la práctica de la violencia. Hay algunos elementos ausentes en el proceso de reconciliación y que contribuyeron conjuntamente con muchos otros que ya otros investigadores, ensayistas y periodistas han tratado, y que dieron al traste con dicho proceso. La reconciliación se ha mayormente negado o soslayado, o no se le ha puesto la debida atención, o se le ha olvidado intencionalmente. Este problema fundamental ha estado presente a lo largo de la mayor parte del proceso de construcción de la paz en Guatemala. Se cometieron varios errores de procedimiento, tratando de desarrollar dicho proceso tanto dentro de la cooperación nacional como internacional. Algunas de las lecciones aprendidas fueron discutidas por MINUGUA poco antes de su retiro a finales del año pasado.
La reconciliación no solamente tiene un aspecto formal, legal, social e institucional, sino que tiene aspectos éticos y simbólicos muy importantes en el imaginario colectivo, en el «alma» de la sociedad en general. El asunto es que históricamente se le ha negado un espacio de desarrollo a la reconciliación de índole ética y simbólica como parte fundamental del post conflicto. Tres ejemplos importantes en tres momentos distintos del proceso de paz evidencian el complejo problema de la reconciliación: (1) La amnistía declarada por las partes más beligerantes en el conflicto armado (ejército y guerrilla) como primer paso para aceptar las negociaciones de paz, sin que hubiese hasta la fecha una disculpa pública que en forma oficial e institucional pidiese un perdón condicional (negociado y consensuado) directamente con las comunidades afectadas por sus acciones (no únicamente el perdón público presidencial estipulado por los acuerdos). (2) La lenta y débil transformación de las instituciones del Estado que han favorecido dentro de sus propias estructuras la impunidad y la falta de derechos humanos, ciudadanos e institucionales. (3) La baja y pobre implementación de los Acuerdos de Paz en materia de reconciliación entre otros temas fundamentales, con base a las recomendaciones de la CEH y los varios cronogramas que se han elaborado en cada reunión del Consejo Consultivo y los Países Amigos del proceso de paz en las últimas dos administraciones de gobierno para tratar de revivir el proceso. Estos tres ejemplos anteriores contribuyen como ilustración a la negación o limitación sustancial de un verdadero proceso de reconciliación transformativo con principios éticos y simbólicos. Por el contrario, contribuyen al crecimiento de la violencia como cultura dominante, generalizada y extendida entre la población. La cultura de la violencia ha quedado completamente validada y potencializada en su practica cotidiana, como ejercicio del poder individual y colectivo en contra de los demás.
La cultura de la violencia ha sido y es un proceso simbólico que ha mostrado entre distintas generaciones a la población guatemalteca que la injusticia y la inequidad del modelo de desarrollo existente, de momento ha vuelto a ganar. Que la guerra civil y las negociaciones de paz para tratar de recuperar el equilibrio y la compensación política, económica, social y cultural ha tenido resultados muy vagos y pobres, fueron aparentemente en vano, e incluso en sus objetivos generales ha fracasado hasta el momento. Es decir, a nivel de la psiquis colectiva la alienación y no solución favorable a los mecanismos de compensación política, económica, social y cultural arriba mencionados de los guatemaltecos ante la falta de justicia, equidad y derechos fundamentales, han impactado creando mayor desesperación por las condiciones de pobreza, mayor frustración y el resentimiento por el la falta de acceso a la oportunidad económica y a la movilidad social debidas al modelo de exclusión, discriminatorio y racista del Estado y la sociedad guatemalteca. También ha exponencializado la violencia psicológica y social entre la población con manifestaciones conflictivas como las de las generaciones jóvenes sin mayores posibilidades de un futuro (el caso de las maras, quienes en su mayoría forman parte de las capas ladino-indígenas más marginalizadas y violentadas por el modelo de exclusión al nivel de cascos urbanos en el país y principalmente la capital donde hay el mayor flujo migratorio permanente y flotante del país).
Entonces la interpretación simbólica y ética trasladada de lo psicológico a lo cultural se manifiestan en comportamientos patológicos agresivos y delictivos agudos. Se generaliza en la percepción y aceptación generalizada y cada vez más activa de «la ley del más fuerte». Esta se impone sobre la de convivencia pacífica en igualdad de derechos y responsabilidades; la lección aprendida una vez más después de este último ciclo de 36 años de violencia es: hay que hacer daño porque se ha sufrido daño y sigue sufriendo daño, y cuando se recibe daño hay que reaccionar igual, sino ello es signo de vulnerabilidad, de debilidad, de fragilidad. La sociedad y el Estado no van a proteger al individuo ciudadano que trate de respetar y salvaguardar el orden y la seguridad de la sociedad y el Estado, por el contrario seguirá siendo blanco de la violencia de los demás. Si se practica la violencia, se puede conseguir status social, económico, respeto, acceso al sistema y sobre todo poder. Lo más importante: se recupera, conserva y proyecta poder, fuerza, estatus, etc. Hay mayormente una sensación de empoderamiento individual, propio y hacia los demás, una sensación y percepción de tener dominio del destino y de la situación tanto en lo personal como en lo colectivo.
Para ponerlo en un enunciado simplista de tendencia dentro de la psicología crítica y los principios psicoanalíticos de tipo «Adleriano y Jungiano», en donde se explica la cultura de la violencia generalizada por una reacción y combinación (sumatoria) de fuerzas o factores del medio ambiente a través de un proceso histórico violento, despótico, represivo, discriminativo y exclusionista, más la psiquis universal consciente-inconsciente impactada por los años de violencia, más el ethos cultural de la sociedad o población autoritario y represivo como reflejo de las otros dos elementos.
Si tratamos de ejemplificar ello tenemos que los ex PAC utilizan la fuerza y la presión político-social para tratar de persuadir al gobierno; quieren tener incidencia nacional y participación directa en las decisiones del Estado respecto a sus intereses de compensación económica o material con medidas de hecho y quieren romper el círculo de la exclusión con medidas violentas en su mayoría. Quieren apoderarse de una pequeña parte de la riqueza del Estado por la fuerza, un Estado depredador y no benefactor por naturaleza, que en el pasado los obligó represivamente a ser parte de la estrategia contrainsurgente en su mayoría (el Estado autoritario los reconoció como víctimas-victimarios de su práctica de violencia institucionalizada y sistematizada). Por mecanismos explícitos de coacción, confrontación y participación violenta, los ex PAC con estrategias autoritarias buscan disuadir y persuadir al resto de la sociedad y las instituciones del Estado. Algunas preguntas analíticas en este sentido son: ¿Querrán los ex PAC ejercer un poder de facto, con constantes medidas violentas de hecho, como lo han hecho muchos políticos partidistas, miembros de la oligarquía y del Ejército aprovechándose de las debilidades, fortalezas, ventajas y desventajas de las instituciones del Estado, y más recientemente el capital emergente con las redes del narcotráfico? ¿Será que los ex PAC buscan imitar la apropiación de la cosa pública por la fuerza aprovechando la coyuntura política por la que atraviesa el gobierno de turno en el cual su poder y control político y social son muy frágiles y cambiantes? ¿Estarán utilizando un mecanismo autoritario de compensación (social y económico) realineado una estrategia contrainsurgente a una de demanda y presión social grupal, contra los grupos tradicionales de poder a los que sostuvieron durante el conflicto armado? En la redefinición operativa de la estrategia de organización para la contrainsurgencia a una de demanda y presión social para la compensación económica, está implícito el tratar de controlar su destino y sus intereses de grupo en la fragmentación de clase y de sector en el post-conflicto. En ese sentido hay paralelismos con los otros grupos en usufructo del Estado, lo cual no justifica, claro está, sus demandas, por razones éticas e históricas. Entonces dentro de la lógica de la fuerza y la práctica del poder político en Guatemala (hablando en términos de la lógica de la práctica del poder real y la acción social para lograr objetivos sin importar los medios), sí se justifica como lógica de acción, en la forma de querer satisfacerlas dados los antecedentes socio-políticos y socio-culturales de la cultura de la violencia que se practica en el país. Lamentablemente para la historia del país y especialmente para el conflicto armado, se quiera o no reconocerlo, los ex-miembros de las PAC son victimarios y victimas; una dualidad muy difícil de separar y a la vez de aceptar, aunque no se le puede negar (la mayoría son campesinos o trabajadores del campo, indígenas o mestizos pobres, la mayoría marginados o rechazados de una u otra forma por el resto de la sociedad en su conjunto, principalmente la dominante). Es el resultado una vez más de ese problema estructural del modelo socioeconómico y sociopolítico no resuelto desde la formación del Estado despótico guatemalteco al cual encima le cayó el síndrome de la Guerra Fría y las horrendas tácticas contrainsurgentes genocidas importadas por las potencias hegemónicas mundiales en su momento. El país ha quedado desastrosamente polarizado, más polarizado de lo que ya históricamente estaba. En ese escenario las expectativas de desarrollo integral son muy escasas y limitadas.
La racionalidad y estrategia de la Guerra Fría, la global-corporativa se le unió a la racionalidad oligárquica nacional. Ambas han tenido y tienen históricamente valores, principios, metas y objetivos similares: hay que utilizar o sacrificar a cualquier sector socio-económico como medio para justificar el fin, y mantener el orden o cierto orden socio-económico (control y producción), hay que instrumentalizar estratégicamente la utilización y extracción de los recursos, la riqueza y la ganancia compulsivas, expoliadoras hacia afuera. Hay que enfrentar y dividir a los unos contra los otros. El proceso de extracción de riqueza debe continuar no importando el costo que sufran los recursos naturales ni el capital social.
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