El incidente que supuso ayer la caída de un helicóptero de las fuerzas de la OTAN desplegadas en Afganistán, sea cual sea el motivo de la misma, supone una clara evidencia de que las cosas no van bien para los invasores en el país del Asia Central. Diecisiete militares españoles, que se encontraban en […]
El incidente que supuso ayer la caída de un helicóptero de las fuerzas de la OTAN desplegadas en Afganistán, sea cual sea el motivo de la misma, supone una clara evidencia de que las cosas no van bien para los invasores en el país del Asia Central. Diecisiete militares españoles, que se encontraban en las inmediaciones de la ciudad de Herat, en el suroeste del país y cerca de la frontera con Irán, fallecieron en el siniestro. Un hecho que jamás se hubiera producido si el presidente del Gobierno español, que tanto empeño mostró en retirar sus tropas del también invadido Irak, hubiese obrado del mismo modo en el caso de Afganistán. Y es que a pesar de que las invasiones de los dos países guardan diferencias notables en su diseño y desarrollo, al fin y al cabo responden a una misma estrategia, como es apuntalar la presencia de la gran potencia mundial, y de paso a algunos aliados, en una región de una enorme importancia geoestratégica.
Al calor de los ataques al World Trade Center de Nueva York y el Pentágono de Washington el 11 de setiembre de 2001 se produjo un cambio espectacular en el panorama internacional, dominado por lo que se vino a denominar «lucha antiterrorista global». Los sucesos del 11-S fueron calificados de acción de guerra por Estados Unidos, que emprendió una estrategia generalizada contra los presuntos autores de los ataques, Al Qaeda, y sus presuntos cómplices, los talibanes de Afganistán, posteriormente ampliada a los países del llamado «eje del mal». En ese momento, al contrario de lo que ocurrió en el caso de Irak, ningún gobierno puso en entredicho la operación, que contó con el paraguas de la ONU. Todo valía contra el «terrorismo internacional», incluyendo la invasión de un país, por deleznable que pudiera ser su Gobierno, curiosamente compuesto por antiguos aliados de Washington.
El Gobierno español, como tantos otros, participó de buena gana en aquella aventura y mantiene allí destacados a alrededor de 850 soldados. Rodríguez Zapatero, a la vez que dispuso el abandono de Irak, confirmó la presencia en Afganistán y ahora se encuentra con otro funeral de Estado, tras el de los 62 militares que murieron de regreso en un accidente en Turquía en la época del PP. Los responsables políticos insistirán ahora en que los 17 soldados murieron en cumplimiento de su deber en misión de paz, pero saben perfectamente que formaban parte de un ejército invasor en misión bélica. Afganistán, por mucho que se quiera disfrazar mediante gobiernos legitimados mediante elecciones teledirigidas, se encuentra en situación de guerra y en ella debe inscribirse lo ocurrido en la mañana de ayer en Herat.