A la profunda crisis económica y ecológica que padecemos le acompaña la crisis del propio sistema democrático, que recientemente acapara cada vez más atención. Es decir, el cuestionamiento del actual sistema de funcionamiento y organización para resolver los conflictos derivados de los distintos intereses de quienes formamos la sociedad y que, obviamente, incluye el sistema […]
A la profunda crisis económica y ecológica que padecemos le acompaña la crisis del propio sistema democrático, que recientemente acapara cada vez más atención. Es decir, el cuestionamiento del actual sistema de funcionamiento y organización para resolver los conflictos derivados de los distintos intereses de quienes formamos la sociedad y que, obviamente, incluye el sistema de representación política. Este contexto plantea la urgencia de interrogarnos sobre cómo organizar nuestra vida en común, cómo interactuar entre todas y todos y con la naturaleza y, en definitiva, sobre qué valores y qué modelo de organización de la sociedad perfilar un horizonte del buen vivir de todas las personas.
En el actual contexto de crisis no solo económica, ecológica y social, sino también de nuestro sistema democrático, el ejercicio de la ciudadanía se ve menoscabado, aún más, por la exacerbación de las desigualdades y la profundización de los procesos de exclusión de cada vez más personas y grupos, a los que se empuja fuera del sistema.
A menudo se dice que las coyunturas de crisis abren la posibilidad para poner en marcha ideas y proyectos alternativos. Percepción que cabe entenderse como una oportunidad para enfrentar en el día a día los múltiples riesgos del deterioro social y ecológico, y al tiempo experimentar y reflexionar sobre cómo participar en el proceso de definición y decisión de lo que es común, sobre la forma de recomponer una comunidad política, participada por todas y todos, que permita vislumbrar nuevos senderos de democracia real.
Las exclusiones de la ciudadanía
En el actual sistema democrático la ciudadanía es la categoría reguladora de la inclusión y pertenencia al mismo. Su dinámica fija, por tanto, procesos de inclusión y de exclusión que diferencian entre quienes son ciudadanos y ciudadanas y quienes no son considerados como tales por su pertenencia a un particular colectivo social. El resultado de esos complejos procesos aparece claro, como por ejemplo en el caso de las mujeres, en la medida en que se las define por su adscripción de género: se incluye a las mujeres en tanto que ciudadanas en las instituciones como símbolo de «normalización democrática», al tiempo que se las excluye en tanto que inmigrantes del derecho a participar en la elección de dichas instituciones o de disfrutar de derechos sociales básicos. En ningún caso la inclusión o la exclusión se realizan en términos absolutos, de forma que el sistema muestra su capacidad para moldear, según las coyunturas, la parte del grupo que integra y la que excluye y sitúa al margen de la sociedad.
Esta característica de «la ciudadanía» significa que se estructura sobre procesos duales que jerarquizan las diferencias y por tanto generan desigualdades:[1] la dualidad de género que constituye a hombres y mujeres con identidades cerradas; la de origen o etnia que recrea un «nosotras/nosotros» y «ellas/ellos» con connotaciones colonizadoras; y la de las clases sociales.
Se podría dibujar un mapa con las fracturas que originan los procesos de exclusión, explotación, sometimiento patriarcal, heterosexismo, racismo o de depredación de la naturaleza. Sería un mapa multidimensional en la medida en que estas dualidades no operan como instancias estancas, y la interacción entre los sistemas de dominación tiene como resultado distintas vivencias de la discriminación en función de la posición de cada cual en las jerarquías sociales.
Nadie es solo una mujer, ni solo un inmigrante, y habrá que ver cómo la condición de género, clase, etnia, sexualidad singulariza las manifestaciones del machismo o del racismo. Por otro lado, esas dicotomías que la modernidad estableció son contestadas y transgredidas desde prácticas sociales no hegemónicas y enfrentadas a los sistemas.
En todo caso, la acepción dominante de ciudadanía se establece desde el poder, que se arroga la potestad de marcar las normas del funcionamiento social, hasta decidir quién es y quién no es ciudadano o ciudadana y los derechos a que da lugar dicha condición. De esta forma, define quién es sujeto de derechos y sitúa fuera de lo social a quienes no se ajustan a dichas normas: son las y los excluidos del demos.
Algunas de esas normas fijan la ciudadanía en relación con el mercado laboral, de forma que se adquieren derechos si las personas tienen la condición asalariada. Es ciudadana o ciudadano quien goza de reconocimiento como trabajador asalariado, y como tal obtiene sus prestaciones; de esta forma el trabajo asalariado se constituye como elemento articulador de buena parte de los derechos sociales, para empezar, de todos los que se derivan de la seguridad social.
Esto requiere, como plantea Robert Castel [2], una clasificación de las personas en categorías homogéneas en función de su posición respecto al empleo: quienes trabajan, quienes están en paro, y las personas excluidas por definición, expulsadas a terreno de nadie, sin los derechos asociados al trabajo remunerado y estigmatizadas socialmente [3]. Es el caso, por ejemplo, de las mujeres que se autodenominan trabajadoras del sexo y reclaman ser consideradas como tales para adquirir derechos, su condición de ciudadanas, y poder vivir sin lo que marca toda su vida: el estigma social.
Cobra aquí todo su sentido la afirmación de «el derecho a tener derechos» que formuló Hannah Arendt en El origen del totalitarismo: el derecho a ser reconocida por los demás como persona y los derechos que se derivan de tal reconocimiento. Supone, tal y como desarrolla Benhabid [4], tener un reconocimiento y una aceptación social y alcanzar condición jurídica dentro de una comunidad política concreta. Es, tomando otro ejemplo, el derecho de una persona refugiada a obtener una ciudadanía.
Porque, también determinadas normas fijan exclusiones en función de un origen o identidad diferenciada de la dominante en una sociedad. Esta es la función de las leyes y del entramado normativo de extranjería, que se aplica a las y los inmigrantes y que puede llevar a situaciones de negación absoluta de derechos, incluso del derecho a la atención sanitaria, como sucede con quienes viven sometidos al régimen carcelario de los Centros de Internamiento de Extranjeros (CIES).
Y, sin ánimo de agotar la extensa lista de normas [5], también resultan representativos los procesos de exclusión e inclusión que establecen las normas «culturales» y las representaciones simbólicas, siempre sometidas a interpretaciones políticas. Un ejemplo muy significativo es el tratamiento al uso del hiyab, o pañuelo musulmán, por mujeres de origen magrebí y los debates y medidas que ha suscitado. La polémica entre quienes lo aceptan acríticamente como práctica social, quienes lo consideran icono cultural de una diferencia interiorizada, y posiciones islamofóbicas que criminalizan a las mujeres que lo utilizan, ha dejado en ocasiones indefensas a algunas de estas jóvenes. De ello derivan procesos tan excluyentes como privar del derecho a la enseñanza a chicas que lo llevan en la escuela pública [6].
Una universalidad que no es neutra
Por paradójico que resulte, el concepto de ciudadanía remite a una idea universalista según la cual las y los individuos son sujetos iguales en derechos. Esta aparente neutralidad, persistentemente señalada desde la teoría feminista por su carácter androcéntrico, tiene una enorme funcionalidad al establecer las normas, a las que he hecho referencia antes, por las que se intenta fijar la pertenencia y exclusión sobre la base de la unidad de necesidades, deseos e identidades de las personas.
Sin embargo, supone, claro está, la exclusión de quienes no responden a esa norma por no ser asalariada, trabajar en precario, ser inmigrante, tener otras referencias culturales, vivir la sexualidad fuera de la heteronormatividad, o estar adscrita a un género. Como señala Eleni Varikas [7], la democracia histórica se fundó en la desconfianza de lo múltiple a través de la unificación coercitiva de lo uno, que vuelve irrepresentables a quienes no corresponden a la norma única, e invisibiliza la diversidad de situaciones y las relaciones de poder que atraviesan la vida en sociedad.
De esta forma las desigualdades aparecen desdibujadas, cuando no encubiertas, y adquiere legitimidad un modelo de ciudadanía excluyente. En realidad «ciudadanía» es un concepto permanentemente en disputa. Por un lado, está el sentido que se le da desde los poderes y, por otro lado, la redefinición buscada por los movimientos políticos y sociales para ampliar su significado e incorporar a los derechos civiles, que la modernidad estableció, los derechos políticos, económicos, sociales y culturales que, con limitaciones, se han ido conquistando.
Así, el cuestionamiento y ruptura de esas normas hostiles a las necesidades e intereses de la mayoría ha introducido importantes fisuras a través de la acción colectiva y de prácticas sociales no hegemónicas, que tratan de hacer más inclusiva la ciudadanía para mujeres y hombres, y de la que hay multitud de ejemplos. Puesto que, frente a posibles lecturas lineales, no está de más señalar que, con esas limitaciones, la articulación de derechos y la formación de identidades colectivas no han sido cosas otorgadas. Muy al contrario, se han logrado a través de fuertes conflictos sociales y políticos protagonizados por distintos sujetos, cuyo liderazgo ha ido cambiando a lo largo de ese prolongado proceso.
Cuando el Estado abandona el bien-estar
El Estado del Bienestar como garante de un conjunto de servicios, protecciones y derechos, como son la salud y la educación, es el marco en el que el ejercicio de la ciudadanía adquiere sentido social porque permite cierto nivel de generalización de derechos, al tiempo que funciona como mecanismo de regulación de las sucesivas crisis económicas. Pero la crisis financiera le ha dado la puntilla y ha caído rendido a la avaricia de los mercados.
Cuando se llega a una crisis de la envergadura de la presente, lejos de funcionar como Estado del bienestar, pasa a hacerlo, más que nunca, como instrumento de legitimación de las desigualdades al socializar las pérdidas económico-financieras repercutiéndolas sobre quienes o las han generado. Y eso, como es bien conocido, supone arrebatar derechos e ingresos, privatizar, quitar prestaciones, suprimir ayudas, establecer formas de beneficencia para las situaciones más extremas de exclusión y reformular el propio derecho al trabajo, eje de inclusión (y exclusión) social por excelencia. En realidad se está produciendo un cuestionamiento del propio concepto de derechos sociales.
Estamos viendo cómo el discurso neoliberal trata de convertir los derechos básicos en privilegios (por ejemplo, tener un contrato fijo) que defienden quienes lo tienen -como expresión del egoísmo del individuo-, contra los que tienen que levantarse quienes no gozan de ellos. Una interpretación en abierta confrontación con la lógica que persigue la extensión y universalidad de los derechos.
El pensamiento neoliberal intenta que la comunidad se someta a la dependencia de la lógica del mercado e imponer, al menor coste posible, una resignificación de los valores. Por eso, en vez de hablar de ciudadanía social, se habla de responsabilidad personal, en lugar de derechos, se habla de sentimientos. Todo ello resulta enormemente funcional para legitimar y encubrir el empeño por la reprivatización de las necesidades y la disolución de los lazos sociales como paso previo para arrasar con «lo público».
Tomando nuevamente como ejemplo la situación de las mujeres y de las y los inmigrantes se puede ver cómo opera este mecanismo. La vuelta a la naturalización de las desigualdades supone, por ejemplo, profundizar en los estereotipos de género que consideran atributos propios de las mujeres los que llevan a responsabilizarlas del trabajo de cuidados, exonerando tanto al Estado de los servicios públicos imprescindibles como a los varones de su obligada corresponsabilidad.
Por otra parte, la culturización extrema de las desigualdades sociales lleva al desarrollo de actitudes y expresiones xenófobas y racistas como recientemente se han expresado en el Estado español y a nivel europeo, que encuentran en la inseguridad que genera la crisis un buen caldo de cultivo. Se consolida así un paradigma basado en un atroz individualismo competitivo, que busca deslegitimar los proyectos colectivos y la universalidad real y efectiva de los derechos.
¿Dónde queda «lo público»?
Por contradictorio que parezca con lo expuesto, el abandono de lo público por parte del Estado se acompaña del llamamiento a la participación de la «sociedad civil», para que pase a ocupar un lugar protagonista en cubrir las necesidades y protección que toda persona necesita.
En un primer momento, se pudo pensar que la «onegeización» de parte de los movimientos sociales podía ocupar ese espacio, mediante la prestación de servicios precarizados y manteniendo una relación contractual con el Estado. Pero parece evidente que esa opción va a estar cada vez más supeditada, en estrecha concordancia con el ideario neoliberal, a la privatización de los recursos y a una modalidad benéfica para quienes estén en situación de máxima exclusión.
Y al final, siempre queda la versátil institución familiar. Resulta llamativo que en 2006, hace algo más de cinco años, se aprobara lo que el Gobierno denominó el cuarto pilar del Estado del bienestar, a partir de la «ley de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia» [8]. Al no integrar los derechos de las personas que necesitan atención con los derechos de las personas (mujeres) cuidadoras, se acaba consolidando el sistema tradicional basado fundamentalmente en la atención de las mujeres en el ámbito familiar. Los datos son significativos. El 90% de las personas que dejaron sus empleos para atender a terceros han sido mujeres y del total de recursos asistenciales que contempla la ley, el 51% (de media a nivel estatal) de los que se han puesto en marcha corresponden al pago a familiares (85% mujeres) que atienden en el domicilio, a quienes se les ingresa 400-500 euros que no pueden complementar con otros ingresos.
Esta ha sido la tendencia desde que se puso en marcha la ley, y sin entrar en analizar su implementación y enormes límites, parece claro que va a ser una de las víctimas propiciatorias de los recortes. Su derrumbe supondrá una auténtica tragedia para las personas dependientes que necesitan ser cuidadas y para quienes pasarán nuevamente a ser las cuidadoras principales: las mujeres.
La tendencia a la privatización de la reproducción social en el marco de las familias, supone una involución en el proceso de autonomía de las mujeres. En general es una forma fraudulenta de resolver la crisis de la organización social de los cuidados, de legitimar la inhibición del Estado de su responsabilidad, que se contrapone a la necesidad de recuperar como objetivo el buen vivir como un bien común de todas y todos.
Al tiempo que se viene abajo el carácter social de los Estados que, debilitados por su sometimiento, como nunca, a los intereses de los poderes financieros, necesitan reforzarse como instrumentos privilegiados para legitimar las políticas que necesita el capital. En consecuencia también las propias instituciones «representativas» están sometidas a los dictados de los mercados, como prueban los cambios de Constituciones y de gobiernos al margen y en contra de cualquier proceso de participación democrática que se han producido a finales de 2011.
En este momento el Estado lejos de funcionar como Estado del bienestar pasa a hacerlo más que nunca como legitimador de las desigualdades. En paralelo a su connivencia con la violencia que introducen los mercados y las agresivas repercusiones económicas y sociales del neoliberalismo, todo parece indicar que también se va a reforzar su función coercitiva. Y frente a la idea integradora asociada al Estado del bien-estar, el mal-estar social se va a extender también por la represión de libertades individuales y colectivas. A los Tratados internacionales y normativas, ya existentes -de control de fronteras frente a las migraciones- habrá que sumar, previsiblemente, un mayor control policial dentro del propio territorio, y el reforzamiento de las vías penales para el control y la resolución de los conflictos derivados de la exclusión e injusticia social.
«El orden» con el que se amenaza al movimiento 15 M para reapropiarse del espacio público y dificultar así el extraordinario ejercicio de democracia puesto en práctica por ese movimiento, me parece un esclarecedor ejemplo de los choques que se van a producir en el futuro inmediato.
El mencionado abandono progresivo de «lo público» por parte del Estado choca de plano con las movilizaciones que se vienen sucediendo en este último año en defensa de la sanidad, la enseñanza y de otros servicios públicos (como, por ejemplo, los centros de atención a mujeres maltratadas). Es una respuesta diáfana a la tentación de aceptar de alguna forma como inevitable, o incluso dar por buena, la retirada del Estado de lo que, en la experiencia social de varias generaciones, se ha entendido como su obligación «solidaria». No hay forma de garantizar la universalidad de prestaciones que requiere el derecho a la educación, a la atención a la salud y a la enfermedad, o a la dependencia, si no es mediante algún tipo de vínculo contractual con el Estado.
Como plantea Castel [9] prescindir totalmente de los sistemas de protección es volver al estado de naturaleza, a un estado de inseguridad total. La puesta en cuestión de las protecciones no puede conducir a su supresión, sino a su reformulación en la nueva coyuntural.
Esta reformulación necesitará de un margen muy amplio para generar procesos y fórmulas de autogestión, como una garantía para que elementos de lo que realmente es común para todas y todos ocupen el centro de la vida, la economía y la política. Pero hoy no supone una alternativa global a las protecciones anteriormente elaboradas.
Tampoco es posible otorgar al Estado del bienestar el papel benefactor, de tutelaje y protección, que ya no puede cumplir ni en su versión anterior, y que usurparía cualquier posibilidad de salidas claras, anticapitalistas y de autogestión a la crisis actual. Y para darle mayor complejidad a la situación habría que incluir el necesario desenmascaramiento del discurso societario del neoliberalismo que, bajo el reclamo de participación de la sociedad, justifica su retirada de la prestación de servicios universales a las personas.
La complejidad de la situación actual, en la que aparecen claras las tendencias principales pero se desconoce su alcance y concreción, deja abiertas muchas puertas y hace más necesaria la escucha de voces plurales (o sujetos sociales). Voces de quienes están expresando abiertamente su rechazo a los efectos de esta crisis sistémica.
La progresiva reducción de la ciudadanía a una función tributaria del Estado del malestar, ha chocado con la irrupción de quienes quieren poner en marcha una ciudadanía radical en todos sus sentidos y dimensiones, individuales y colectivos (que puede dar lugar incluso a otro concepto). Me refiero particularmente al movimiento del 15 M, que en el ejercicio de una democracia participativa, horizontal y autogestionada supone un impulso inusitado a la resistencia social y a la voluntad de ver futuro.
La definición y defensa de «lo común»
El 15 M, los movimientos feministas, ecologistas, anticapitalistas, viejos y nuevos movimientos, han puesto sobre la mesa las urgencias ecológicas, las derivadas de la interculturalidad, de la disputa por la igualdad, autonomía y libertad de las mujeres, del reconocimiento de las identidades múltiples, de la precarización del trabajo asalariado y de una larga serie de urgencias más.
Atender esos discursos y propuestas tiene una especial relevancia porque lo que plantean afecta al contenido mismo de la vida en común. Realizan un proceso colectivo de reinterpretación de la realidad y de formulación de nuevos valores, que convierte en problemas sociales y políticos de atención y actuación general, condiciones sociales que habían pasado inadvertidas hasta el momento.
Tomaré dos ejemplos entre los cientos que se podría elegir. El primero, tiene que ver con la propuesta que se formula desde el ecologismo para frenar el cambio climático, que requiere un cambio radical del modelo energético, de los niveles de consumo y de la propia ordenación del territorio en el que vivimos. El segundo, se refiere a las propuestas del feminismo para frenar la violencia machista en todas sus manifestaciones, como requisito previo para hablar de sostenibilidad social, del bienestar de todas y todos. Lo que se podría extender a la propuesta de situar también en el centro de los análisis e iniciativas económicas, políticas y sociales todos los trabajos que permiten dicho bienestar.
La proclama que levantó el feminismo en los años setenta, «lo personal es político», resulta significativa en ese sentido. Supone un cuestionamiento de la forma tradicional de definir lo que es de interés general (que incluye a quiénes lo definen), al plantear en la agenda pública problemas y situaciones pertenecientes al ámbito privado, invisibilizadas hasta el momento y sujetas a relaciones de poder patriarcales.
Rescato fundamentalmente este aspecto, porque bien es verdad que ese lema podría admitir la interpretación del interés por elevar la exigencia de intervención del Estado a todos los ámbitos de la vida privada, con el consiguiente efecto de normativización asfixiante de aspectos que no lo requieren. Es decir, se podría entender que cae en la defensa de la intervención del Estado, las leyes y jueces para la resolución de todo tipo de conflictos sociales.
Hecha la aclaración, resulta relevante el proceso que desde entonces se estableció y que se podría sintetizar como la politización de los problemas y necesidades, en este caso de las mujeres pero obviamente extensible a otros sujetos. Justo lo contrario de lo que ahora pretende el neoliberalismo que es su devolución al ámbito de lo privado, a una reprivatización de las necesidades y de la resolución de los conflictos, sean de la naturaleza que sean.
Lo común no es algo dado y existe una multiplicidad de visiones y propuestas, porque, tal y como señala Eleni Varikas, la manera como se perciben los problemas y las soluciones está mediada por nuestras distintas posiciones en la sociedad, las distintas identidades y pertenencias de grupo, por más que estas y estos sean abiertos y llenos de mixturas, cambiantes y contingentes y en modo alguno homogéneas y esenciales.
Desde el feminismo se ha abordado recurrente y ampliamente los debates entorno al sujeto. Y la pluralidad de expresiones feministas, muchas de ellas consideradas fronterizas por encontrarse en el cruce de identidades, han puesto el acento en la importancia de buscar la interacción entre los distintos ejes de subordinación, para comprender y articular una contestación a las complejas y diferentes manifestaciones que adopta el sexismo según contextos sociales, culturales, económicos y simbólicos. Esto ha dado origen a una importante corriente que analiza el género desde la perspectiva de clase, etnia y sexo, y plantea la necesidad de que quienes se articulan en torno a otros ejes analicen la clase, la etnia o la sexualidad desde la perspectiva del género.
Partir de esa multiplicidad de identidades y sujetos supondría poner sobre la mesa las perspectivas específicas (y cambiantes) que pueden tener distintos grupos sociales, y que derivan de unas particulares relaciones de dominación (sea patriarcal, racista, de relación con la naturaleza o de clase). Establecer lo que se considera común, los derechos, su universalidad, cómo se ejercen, en definitiva, la forma de atender y resolver las necesidades individuales y colectivas y los problemas de la vida en común, requiere procesos complejos de argumentación, intercambio, de consenso y negociación que también incluye la confrontación entre esas perspectivas múltiples.
La búsqueda de vías autónomas al paradigma capitalista y neoliberal está abierta, y un incipiente pero potente movimiento de base, tanto de ideas como de acción, está dejando clara su apuesta por una ciudadanía (o como finalmente se acabe denominando) inclusiva y horizontal. En este largo camino, valores como la convivencia, la solidaridad, el apoyo mutuo y la reciprocidad podrían ir dando cuerpo a formas compartidas de entender y situarse en el mundo, que legitimen la acción colectiva de cuestionamiento de las supuestas «verdades» que el sistema persiste en presentar. Una premisa para deslegitimarlo y para pensar en alternativas globales.
Notas:
[1] Intervención de J. Montero en «El Estado de la nación», jornada de debate organizada por el 15 M, Puerta del Sol, Madrid, julio 2011.
[2] R. Castel, L’insécurité sociale. Qu’est-ce qu’être protege, La republique des idées, Editions du Seuil, París, 2003.
[3] Categorías atravesadas también por las diferencias de género.
[4] S. Benhabid, Los derechos de los otros. Extranjeros, residentes y ciudadanos, Gedisa, Barcelona, 2005.
[5] Se utiliza el término «norma» en su acepción amplia no necesariamente jurídica, sino en el sentido general de norma social.
[6] Para profundizar en este tema véase, Á. Ramírez, La trampa del velo, Los Libros de la Catarata, Madrid, 2011.
[7] E. Varikas, «¿Una ciudadanía «como mujer»? Paridad versus igualdad», Viento Sur, núm. 52, 2000.
[8] Ley 39/2006 de 14 diciembre. Más conocida como «ley de dependencia».
[9] R. Castel, L’insécurité sociale. Qu’est-ce qu’être protege, La republique des idées, Editions du Seuil, Parí, 2003.
Justa Montero Corominas es magíster en género y políticas de igualdad y en inmigración refugio y relaciones intercomunitarias
Fuente: Revista Papeles de relaciones ecosociales y cambio global, Nº 116 2011/12, pp. 87-96.