Hace 15 años, en aquellos fatídicos días de agosto del 1991 murió uno de los más nobles oficiales soviéticos, mariscal de la Unión soviética, Serguei Ajromeyev. Traducido del ruso por Josafat S. Comín
«No puedo vivir cuando está muriendo mi Patria y se está destruyendo todo lo que daba sentido a mi vida. Mi edad y lo vivido me dan derecho a dejar este mundo. He luchado hasta el final».
Esta es la nota que dejó el mariscal de la URSS, héroe de la Unión Soviética, veterano de la Gran Guerra Patria, Serguei Fiodorovich Ajromeyev, antes de morir. Nos dejó el 24 de agosto de 1991, cuando en Moscú y en Rusia aullaba la multitud victoriosa de los que se autodenominaban «demócratas», cuando los «demócratas» estos derribaban monumentos, cerraban los periódicos que se atrevían a permanecer soviéticos, a pesar de esa «borrachera de libertad» que pronto se convertiría en el horror de un país dividido, en guerras y tragedias. En unos días en que los comunistas eran perseguidos, se arrancaban las banderas rojas de las instituciones y edificios públicos, las banderas de la Victoria.
Cuando la bandera, a la que has servido toda tu vida con honor y honradez es arriada, significa que se ha anunciado la rendición.
Pero no podía capitular un hijo de campesinos, nacido en una aldea de la región de Mordovia, que a los 17 años ya vestía el uniforme militar soviético, cuando fue aceptado en la Academia Militar Superior de la Flota, Frunze. No podía arriar y traicionar su bandera, un oficial, que había defendido heroicamente Leningrado y Stalingrado, y una vez terminada la guerra, con su trabajo, valentía y talento, había logrado las más altas condecoraciones.
No capituló, porque su muerte, es el proceder de un oficial y un soldado, que luchó hasta el final por su Patria, por sus ideales, que cumplió con su deber hasta el último suspiro. «Como oficial de mando, me enorgullezco de ser útil a nuestro ejército y a nuestra Patria en la guerra y en tiempos de paz», decía Ajromeyev a principios de los 80. En agosto del 91, cuando entendió que no podía hacer nada por el ejército ni por su Patria soviética, Ajromeyev se fue.
Sobre las causa de su trágica y misteriosa muerte existen diferentes versiones. Muchos piensan que el mariscal no se suicidó, que fue asesinado. Sea como fuere, a Serguei Fiodorovich, lo mataron aquellos, que durante todos los años de la «perestroika» y las «reformas», mataron a la URSS. Un país, sin el cual, la vida de Ajromeyev, como la vida de millones de personas, dejaba de tener sentido y se hacía insoportable.
Serguei Ajromeyev, jefe del estado mayor de las fuerzas armadas de la URSS y viceministro de defensa del 84 al 88, se resistía desesperadamente al asesinato de la Unión soviética. Fue uno de los primeros en advertir, que la anunciada perestroika suponía en la práctica la entrega de la Unión Soviética a los enemigos mortales de nuestro país, empezando por los logros estratégicos y militares. No solo lo denunció, sino que intentó con todas sus fuerzas, sin pensar en su propio destino ni carrera, evitar ese desarrollo de los acontecimientos.
A.F. Dobrynin, en su libro «Estrictamente confidencial», recuerda uno de esos episodios: «En abril de 1987 llegó a Moscú el secretario de estado de los EE.UU., Schultz, para negociar sobre misiles europeos. Gorbachov nos pidió, al mariscal Ajromeyev y a mí, preparar un informe con recomendaciones. Fue lo que hicimos. Ajromeyev hizo hincapié, en que suponía que Schultz, iba a insistir en el recorte de misiles SS-23… y que no podíamos aceptarlo. No era por casualidad que lo hacía Ajromeyev. Nuestros militares sabían que Shevarnadze se inclinaba por ceder ante los americanos en la cuestión de los misiles SS-23 con el fin de alcanzar un compromiso rápido, y aunque no había sacado el tema en el Politburó, estaba persuadiendo a Gorbachov entre bastidores.
Tras un largo encuentro Schultz dijo a Gorbachov, que puede por fin anunciar firmemente, que las diferencias pendientes se pueden resolver con prontitud y llegar a un compromiso, y que él, Gorbachov, puede ir tranquilo a Washington (como estaba planeado con antelación) lo más pronto posible, para la firma de un importante acuerdo para la liquidación de misiles de medio alcance, si acepta incluir en el acuerdo los misiles SS-23. Tras unos momentos de duda, Gorbachov, para sorpresa nuestra, de Ajromeyev y mía, anunció: «está bien»…
¿Qué podíamos hacer? Decidimos que Ajromeyev iría enseguida a ver a Gorbachov. Volvió a la media hora, visiblemente desanimado. Cuando preguntó a Gorbachov, cómo es que había aceptado tan de repente la destrucción de toda una serie de nuevos misiles sin recibir ninguna compensación importante a cambio, Gorbachov al principio dijo que él, por lo visto, se había equivocado. Ajromeyev propuso inmediatamente informar a Schultz, quien todavía permanecía en Moscú, que se había producido un malentendido, y que confirmábamos nuestra postura anterior sobre esos misiles. «¿Me estás proponiendo que digamos al secretario de estado, que yo Secretario General, soy un incompetente en temas militares, y tras las correcciones de los generales soviéticos, cambio de opinión y retiro mi palabra dada?»
Evidentemente no había ningún error por parte de Mijail Gorbachov, sino un acto premeditado de traición. ¿Pero cómo podía creer en una traición y degeneración así del dirigente del país, del líder del Partido Comunista, una persona que había servido honradamente toda su vida a ese país y a ese partido?
Mientras hubo esperanzas de explicar las fatales consecuencias que traerían esas actitudes y decisiones a la Unión Soviética, de cambiar algo, de sacar al líder de las «malas influencias», Ajromeyev no dejó de intentarlo. Eso le supuso al parecer que fuera sustituido como jefe del Estado Mayor y destinado como consejero del presidente; un papel importante en apariencia, pero poco relevante en la práctica.
Pero el traidor Gorbachov no necesitaba para nada los consejos del mariscal de la Unión Soviética.
Quien sabe como se hubiesen desarrollado los acontecimientos y el curso de la historia, si un hombre tan honrado, decidido y responsable, el único entre los consejeros de Gorbachov que apoyó la creación del GKChP, hubiese tenido en agosto de 1991 la posibilidad real de dirigir el ejército.
Por desgracia, la mayoría de los dirigentes del GKChP eran gente de otra mentalidad. Ajromeyev, por supuesto comprendía esto, pero no podía eludir lo que consideraba su deber. Antes de morir envió una carta a Mijail Gorbachov, en la que puede leerse: «Estaba convencido de que esta aventura no tendría éxito, y al llegar a Moscú me terminé de convencer…desde 1990 estaba seguro que nuestro país se dirige hacia su muerte, que acabará hecho pedazos. He buscado la manera de denunciarlo en voz alta. Pensé que mi participación en el funcionamiento del trabajo del «Comité» y la posterior investigación relacionada con esto, me daría la oportunidad de hacerlo. Ya se que puede sonar poco convincente e ingenuo, pero es así. No me ha movido ningún interés egoísta…»
Y a pesar de que enterraron al mariscal poco menos que en secreto, sin los honores militares que le correspondían, donde la mayoría de los generales tuvo miedo de acudir al cementerio de Troyekurovskoye, su trágica muerte fue entonces una señal para todos aquellos que no han olvidado pensar ni sentir: comienza una terrible época de destrucción y deshonor.
Un tiempo que no pudo soportar Ajromeyev, un hombre soviético, un soldado soviético, caído en tierra soviética.
Mientras, nosotros, que no honramos a nuestra Patria defendiendo Leningrado y Stalingrado, a quienes la edad nos permite actuar, y la conciencia no nos permite callar, debemos luchar por nuestro país hoy. En nombre de su futuro, en nombre de la memoria de todos aquellos que no escatimaron fuerzas y sacrificaron su vida, como lo hizo Serguei Fiodorovich Ajromeyev.