El aspecto más relevante del último Informe de gobierno de Vicente Fox Quesada es que éste no pudo pronunciar ante el Congreso de la República el mensaje político correspondiente, en lo que constituye un hecho sin precedente en la vida republicana del país. En el contexto de una crisis institucional también sin antecedentes, los representantes […]
El aspecto más relevante del último Informe de gobierno de Vicente Fox Quesada es que éste no pudo pronunciar ante el Congreso de la República el mensaje político correspondiente, en lo que constituye un hecho sin precedente en la vida republicana del país. En el contexto de una crisis institucional también sin antecedentes, los representantes de la izquierda restituyeron su dignidad al Legislativo y exigieron desde la tribuna, Constitución en mano, el levantamiento del estado de sitio ilegal impuesto por el Ejecutivo en torno a San Lázaro. La acción fue a pesar del rápido linchamiento emprendido por la mayor parte de los medios informativos contra los legisladores inconformes de impecable legalidad y de carácter pacífico, que constituye una lección de resistencia cívica, para propios y extraños, ante los abusos de una Presidencia descontrolada, crecientemente autoritaria y carente ya de cualquier sentido de las formas. Vaya como ejemplo de lo último esa «ceremonia republicana» en la que el Presidente convirtió por falta de sincronización con sus productores televisivos, por falta de entendimiento o por otra causa una mera emisión en medios electrónicos.
Sería poco realista asumir que esta severísima derrota política experimentada ayer por Fox en el tramo final de su permanencia en el poder fue obra de un puñado de diputados y senadores opositores. En lo inmediato y en lo mediato, fue el aún titular del Ejecutivo federal quien provocó y gestó la humillación a lo largo de casi seis años, en los cuales ejerció el poder en forma frívola, irrespetuosa, demagógica, facciosa, patrimonialista y mendaz. La manifiesta ilegalidad del estado de sitio establecido por la Presidencia de la República en torno al Palacio Legislativo de San Lázaro no fue sino el último de una serie de traspiés y de atropellos perpetrados por un gobierno contra un amplio sector de la población que se ve representado, y acaso subrepresentado, por los legisladores que exigieron, desde el estrado del recinto sin vulnerar en ningún momento la legalidad el retiro de las fuerzas policiales, militares y paramilitares desplegadas en forma imprudente y prepotente por un poder extraviado en su propia arrogancia. Pero la lista de agravios es, desde luego, mucho mayor.
El más grave, sin duda, es la afrenta electoral cometida por el grupo en el poder contra los sectores sociales que en julio pasado trataron de cambiar, por la vía pacífica y democrática, el modelo económico y político vigente, que pretendieron impugnar, así como corregir las irregularidades por todos los canales establecidos, pero no obtuvieron más respuesta que manoseos cada vez más sospechosos de votos, actas, casillas y resultados generales de la elección.
Irremediablemente, la jornada de ayer en y alrededor de San Lázaro, y la imposibilidad del Presidente saliente de dirigirse por última vez al Congreso de la Unión, constituye el epitafio más expresivo de un gobierno que arrancó en medio de celebraciones democráticas y que termina, ahora, en medio de toletes, gases lacrimógenos, incendios regionales y estatales, represión de trabajadores, tanquetas, barricadas y con amagos autoritarios tan ominosos como el formulado ayer mismo por dirigentes panistas desencajados que amenazaron inclusive con pedir a lo que queda del Instituto Federal Electoral y al Tribunal Electoral de Poder Judicial de la Federación que retiren el registro a los partidos que conforman la coalición Por el Bien de Todos si éstos no otorgan su reconocimiento a Felipe Calderón como presidente de la República.
Pero, además de trazar el retrato de un régimen agonizante y severamente descompuesto, los acontecimientos de ayer son una representación fiel del estado en que ese mismo régimen ha llevado al país: una institucionalidad alterada, si no es que rota, una alarmante y creciente fractura social, así como una oligarquía bipartidista sin más proyecto político que la conservación del poder, los privilegios y la impunidad.
Aparte de la integridad legislativa, preservada por las bancadas de la izquierda, las cuales no hicieron sino restablecer el orden constitucional alrededor de la sede legislativa, la jornada de ayer arrojó como saldo positivo la falta de violencia, inclusive en un clima tan crispado como el que se vive. Tal logro ha de atribuirse al movimiento ciudadano articulado en torno a la candidatura de Andrés Manuel López Obrador, pero también al temple cívico y la contención de las instituciones armadas del país.
Por lo demás, sería necio seguir pretendiendo que Fox entregue un país en paz, en democracia, con crecimiento económico e instituciones sólidas. La nación está parcialmente incendiada, las instituciones se encuentran postradas por la mala fe y la ineptitud de quienes las encabezan, la Presidencia de la República ha experimentado una grandísima merma de decoro y de prestigio no por culpa de los diputados y senadores de oposición, sino a consecuencia de las actitudes de quien ejerce el cargo y no parece haber una instancia capaz de recomponer el desbarajuste nacional dejado por el foxismo.