Los testimonios de jóvenes manifestantes detenidos y torturados por policías estatales de Jalisco en el contexto de las protestas altermundistas con motivo de la cumbre de Guadalajara, así como el asesinato a golpes de un comerciante de La Merced por agentes de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), en esta capital, dan una idea de […]
Los testimonios de jóvenes manifestantes detenidos y torturados por policías estatales de Jalisco en el contexto de las protestas altermundistas con motivo de la cumbre de Guadalajara, así como el asesinato a golpes de un comerciante de La Merced por agentes de la Agencia Federal de Investigaciones (AFI), en esta capital, dan una idea de las cotas de impunidad, brutalidad y atropello alcanzadas por los agentes policiales en las administraciones panistas.
A primera vista podría suponerse que semejantes actitudes criminales son expresión de una situación de descontrol y falta de mando. Por desgracia, las reacciones oficiales ante las atrocidades referidas obligan a elaborar conclusiones mucho más alarmantes. El secretario de Gobernación, Santiago Creel, justificó a los policías jaliscienses porque «había un reto a la autoridad, en un intento de imponer ideas o propuestas a través de métodos no democráticos, porque no hablamos de una manifestación pacífica, sino de una mani- festación violenta, en la que se provocaba a la autoridad».
Por su parte, Angel Buendía Buendía, visitador de la Procuraduría General de la República (PGR), de la que depende la AFI, pretendió ocultar el homicidio del comerciante a los periodistas de la fuente.
Un secretario de Gobernación que pretende justificar los excesos policiales y la tortura en aras de aplastar «provocaciones a la autoridad», y una procuraduría que realiza intentos patéticos por esconder un asesinato con un comunicado sobre decomiso de mercancía pirata, son datos que recuerdan, por desgracia, los tiempos del diazordacismo, el echeverrismo y el lopezportillismo, cuando la represión de las disidencias se traducía en violaciones sistemáticas de los derechos humanos, cuando desde los más altos niveles del gobierno la preservación del orden se percibía como una justificación legítima para quebrantar la legalidad desde el poder, y cuando los agentes policiales tenían asegurada la impunidad para tirar en el río Tula los cadáveres que daban prueba de sus canalladas.
Si a los escandalosos e inadmisibles abusos policiacos de Guadalajara y al patrón de atropellos mortales de agentes de la AFI -recuérdense los homicidios impunes de Guillermo Vélez Mendoza en marzo de 2002 y de Aidé Heras Martínez, en enero del año siguiente- se agrega el uso faccioso de los mecanismos de procuración de justicia para acosar a adversarios políticos, como es el caso de los procesos de la PGR contra el gobernante capitalino, Andrés Manuel López Obrador, se acentúa el parecido del foxismo con los regímenes priístas del pasado reciente, que recurrieron a la guerra sucia como método regular de gobierno.
El titular del Ejecutivo federal se ha paseado por diversos países presentándose como promotor de la causa de los derechos humanos en México, pero esa pretensión es incompatible con la práctica de torturas y humillaciones sexuales -que obligadamente evocan el paradigma de Abu Ghraib- en Guadalajara y, peor aún, con un responsable de la política interior que pretende justificar tales atrocidades.
Por su propio bien y por el del país, el presidente Vicente Fox haría bien en deslindarse de manera inequívoca de lo ocurrido en las crujías policiales de la capital tapatía, en ordenar el esclarecimiento y el castigo de los delitos perpetrados allí por servidores públicos y en poner orden, de una vez por todas, en la PGR.