La educación resulta clave a la hora de tener sociedades más justas, en tanto cumple un papel central a la hora de recortar las brechas de desigualdades existentes. La inclusión es necesaria tanto en términos cuantitativos (cantidad de alumnos en el sistema educativo) como cualitativos (calidad de la educación que se recibe) si lo que pretendemos es alcanzar una real igualdad de oportunidades para todos, de modo que la movilidad social no sea una realidad inalcanzable para los individuos habitualmente rezagados y/o excluidos.
La importancia de un proyecto político en materia educativa radica en el grado de compromiso -y efectiva acción- que tenga respecto de alcanzar tales metas de justicia social. En tal sentido, la educación y la política deben concebirse como un relato ético, coincidente luego en la vía de los hechos. O sea, reflexionar sobre qué es lo correcto, sobre qué es lo justo, debe aparecer luego en el discurso ya ordenado de las políticas educativas y aterrizar finalmente en su efectiva puesta en práctica. Discutir, debatir, colocar en palabras, generar un discurso, armar un proyecto, impulsar y ejecutar una política educativa acorde.
Las tareas y los desafíos son múltiples. Para avanzar en estas cuestiones, resulta pertinente colocar en escena algunas de las características que tienen los excluidos del sistema educativo en nuestro país y comenzar a ensayar algunas hipótesis que nos permitan ir desentrañando cuestiones a abordar, tanto desde el debate público como desde la construcción de políticas educativas.
¿Cuál es el perfil del excluido del sistema educativo?
En el marco de una América Latina signada por la disparidad de situaciones en cuanto a la inclusión educativa, tenemos que Uruguay presenta un perfil de exclusión que en algunos puntos va a contrapelo de la región y, en otros, no solo acompaña sino que lidera la tendencia. Así, por ejemplo, la región se caracteriza por el hecho de que los alumnos de núcleos urbanos repiten menos que aquellos que residen en zonas rurales. Y en Uruguay sucede exactamente lo contrario, pues es en las zonas urbanas donde tenemos las tasas de repeticiones más altas (o sea, de rezago vinculado finalmente con la salida del sistema educativo), siendo notoriamente superiores a las que se registran en el ámbito rural.
Por otra parte, compartimos una realidad que es propia de toda la región: es a nivel de secundaria donde se da el mayor nivel de deserción del sistema educativo y es el bienestar socioeconómico que poseen las familias un elemento determinante para comprender los factores que inciden en la desescolarización. El origen socioeconómico del alumno condiciona fuertemente sus posibilidades de finalizar estudios medios.
Y en este punto de la deserción a nivel de secundaria lideramos la región, teniendo a Chile en el otro extremo de la tabla.
“(…) la tasa de deserción o abandono escolar en secundaria es ciertamente alarmante. Si bien se ha reducido en torno a un 18% desde 1995 todavía afecta a 4 de cada 10 jóvenes. La situación más favorable la ostenta Chile, seguido con distancia por Perú y Ecuador. No obstante, en este último país la reducción de esta problemática transcurridos 19 años ha sido muy limitada (-2,3%). El mayor esfuerzo, en este sentido, puede apreciarse en Paraguay, Colombia y Venezuela con reducciones del orden de 30 puntos porcentuales. Los casos más extremos se dan en Uruguay seguido de Costa Rica donde el 66,7% y el 58,1% de los alumnos no consiguen completar el nivel secundario. Además, en el caso uruguayo no sólo no se ha reducido la deserción escolar, sino que ha aumentado desde 1995.” (Lorente Rodríguez, 2019. Problemas y limitaciones de la educación en América Latina. Un estudio comparado. Foro de Educación, 17(27), 229-251. p.238)
Uruguay pasa de ser uno de los países con mayor universalización y tasa de egreso en primaria a estar en el fondo de la tabla a nivel de la culminación de secundaria.
“Es así que, aún con altas tasas de graduación en el nivel primario, se observan sistemas educativos que presentan muy diferente capacidad de integración de todos sus sectores sociales a la hora de acceder y finalizar el próximo nivel educativo, es decir, la secundaria. Por ejemplo, mientras en Uruguay y Paraguay se observan bajos niveles de finalización en el nivel medio, países como Cuba, Argentina, Chile y Perú logran tasas de graduación de la educación media relativamente altas.” (OEI, 2010. Metas educativas 2021: Desafíos y oportunidades, p.29)
En Uruguay, ese adolescente que abandona el sistema escolar a nivel de secundaria generalmente tiene, además, un historial de repeticiones, otro rasgo que caracteriza al excluido de nuestro sistema educativo. Un hecho asociado muchas veces al desinterés, que es otro factor que caracteriza al que queda por fuera tanto en Uruguay como en la región.
El desinterés y la desmotivación son situaciones relacionadas claramente con el abandono escolar, todo lo cual (desinterés, desmotivación y abandono) va incrementando a medida que aumenta la edad del alumno. En América Latina, a los 13 años comienza a darse habitualmente la desescolarización, creciendo sostenidamente en los siguientes años de la adolescencia, registrando Uruguay un pico de abandono en el rango que va de los 15 a los 18 años.
Volviendo a otro rasgo donde Uruguay no condice con la región, tenemos que mientras que en América Latina el excluido suele tener un rostro rural y femenino, en nuestro país no solo tiene un rostro urbano sino que la situación es levemente más favorable para las mujeres. Son los hombres los que mayormente abandonan nuestro sistema educativo.
Por otra parte, una característica positiva de Uruguay respecto de la realidad de la región es que tenemos prácticamente erradicado el analfabetismo, siendo con Argentina y Chile los países con las tasas más bajas en ese terreno. Lo mismo respecto del acceso a la educación a nivel de primaria que tienen las diferentes etnias, en tanto presentamos números de marcada universalización, liderando Uruguay el ranking en cuanto a la conclusión de estudios primarios con independencia del origen étnico. Aunque este asunto ya cambia a nivel de secundaria, donde el alumnado afrodescendiente culmina en un 15% menos y presenta un marcado problema de retención de su población dentro del sistema secundario.
Resumiendo, podemos señalar que el perfil general del excluido en nuestro sistema educativo tiende a ser el del adolescente que cursa secundaria, proveniente de sectores socioeconómicos bajos, que vive en sectores urbanos y que ha repetido uno o más cursos. Es mayoritariamente hombre, afrodescendiente, y a medida que va creciendo presenta una marcada desmotivación por permanecer en el sistema escolar (asunto que se relaciona, por otra parte, con la necesidad económica de incorporarse como mano de obra al mercado laboral).
¿Cómo incluir a los excluidos?
Los informes internacionales dan cuenta de una situación endémica del sistema educativo regional respecto del incluir debidamente, una imposibilidad de resolver positivamente las desigualdades que se tienen desde el punto de partida, en tanto el origen social del alumno sigue siendo determinante en relación a sus posibilidades. Los excluidos se explican en buena medida por sus condiciones sociales, económicas y culturales iniciales.
¿Qué elementos podríamos señalar como claves a la hora de intentar dar una respuesta sobre el por qué no logramos abarcar a los excluidos?
La respuesta resulta compleja (e inabarcable para la pretensión y posibilidad de este formato de artículo), pero intentaré aventurar algunas hipótesis -a sabiendas de lo mucho que queda en el debe (y que espero ir cubriendo en próximos textos)-, concentrándome en una cuestión que a priori parece meramente económica, pero que tiene un profundo vínculo con aspectos pedagógicos y de política educativa en su más amplia acepción.
Me refiero pues, a la asignación de recursos a nivel educativo (y sus inevitables ramificaciones), la cual entiendo que no es la adecuada, atentando contra la igualdad de oportunidades para todos. No lo es a nivel del presupuesto general que se le asigna a la educación (todavía escaso, insuficiente en cuanto a las necesidades, particularmente en relación al fortalecimiento de planes y equipos que trabajen en los territorios donde se encuentran los excluidos del sistema), ni lo es a la interna del sistema educativo, o sea, en el modo en que luego de distribuye el dinero destinado, en tanto se pone en marcha un proceso que no termina favoreciendo a la población más vulnerable. Por ejemplo, no suele tenerse en cuenta adecuadamente el destino de los dineros en relación a la implementación de planes educativos acordes a los contextos a aplicarse.
Esto se da en parte por la centralidad de nuestro sistema a la hora de asignar recursos a los diferentes centros educativos, en parte directamente por la falta de un análisis pertinente, con su correspondiente racionalización en cuanto a vulnerabilidades socioeconómicas y culturales reconocidas.
Qué planes se aplican y dónde, qué políticas, de apoyo podemos tener, qué modalidades diferenciadas podemos implementar en los centros educativos asociados a contextos más vulnerables, resultan preguntas claves a la hora de pensar este problema.
Desde mi experiencia docente, puedo señalar, por ejemplo, la importancia de trabajar en el ámbito de la educación media con planes como el 94 y 2013 en formatos semestralizados, que han demostrado un alto impacto en la retención del alumno dentro del sistema educativo y en el éxito académico (con estudiantes que usualmente fracasan en otros planes y terminan desertando, quedando excluidos).
Cuando estos planes son acompañados con equipos que trabajan en contacto permanente con las familias de los alumnos, desarrollando un trabajo territorial complementario, el panorama mejora aún más. Sin embargo, estos planes siguen siendo marginales dentro del sistema educativo y no están presentes en muchas de las instituciones donde no habría duda que tuviesen que estar.
Se suele señalar, por los propios equipos directivos que son conscientes de esta situación, que hay problemas de asignación de recursos cuando se suelen solicitar la implementación de estos planes (amén de otras resistencias, que, curiosamente, pasan por ciertos actores docentes). La creación de cargos y asignación de horas docentes (directa e indirecta) en relación a estos planes, que muchas veces se inician conviviendo con otros planes ya existentes en la institución, supone una barrera presupuestal.
Otros ejemplos, que habitualmente vivenciamos quienes trabajamos desde hace años en el sistema educativo, pasan por el tener grupos superpoblados en contextos que requieren una mayor atención personalizada del alumno, falta de personal de docencia indirecta y/o equipos multidisciplinarios absolutamente insuficientes en su carga horaria como para cubrir las necesidades, equipos docentes integrados por estudiantes en formación que realizan sus primeras experiencias, a la par que tenemos instituciones conformadas por grupos más pequeños de alumnos, docentes con mayor experiencia y un número adecuado de adscriptos, entre otros puntos, en contextos que ya de por sí tienen condiciones previas más favorables, por la integración socioeconómica y cultural del alumnado que recibe.
Es necesario generar y apoyar propuestas ya existentes a nivel curricular que atiendan debidamente a la diversidad que puebla nuestras instituciones educativas. Y lo cierto es que no parece haber una política educativa en este terreno que racionalice debidamente la asignación de recursos en relación a los sectores más expuestos del sistema educativo. Se focalizan inadecuadamente los esfuerzos económicos (que redundan en planes y condiciones materiales necesarias) y esto colabora notablemente en la ineficacia del sistema a la hora de combatir la desigualdad.
Ambos criterios (económicos y pedagógicos) deben confluir en relación al tema de la exclusión. Entiendo que esta es una materia pendiente de nuestro sistema educativo, que en parte explica el por qué no abarcamos debidamente a los sujetos todavía –persistentemente- excluidos.
En un mundo complejo y diverso, respetar la diversidad parece tan necesario como el construir pilares de valores universalistas. Forjar ese difícil equilibrio sigue siendo uno de los desafíos que mayormente nos interpela como sociedad y que la educación recoge para sí. Es clave construir un sistema educativo inclusivo, que partiendo de la diversidad de programas, metodologías de enseñanza y procesos institucionales que pueda presentar, logre instalar una política educativa arraigada en valores universales como la equidad y la igualdad de oportunidades.
La dimensión ética que sostiene y justifica a toda política educativa nos indica claramente el camino a recorrer, particularmente en sociedades todavía tan desiguales como las nuestras, donde apenas cuatro de cada diez jóvenes culminan secundaria, número bastante más bajo en los sectores socioeconómicos desfavorecidos. Es tiempo de responsabilizarnos por nuestro futuro, es hora de remangarse y realmente sacar del barro a los más hundidos, tendiéndoles una soga educativa.
Pablo Romero García, profesor de Filosofía egresado del IPA, Fundador y coordinador del Proyecto Cultural Arjé, docente de Filosofía y de Informática en educación secundaria, docente de Ética en la universidad CLAEH. Maestrando en Política y Gestión de la Educación (Universidad CLAEH), se ha desempeñado como docente de Teoría y práctica de la Argumentación en la Universidad Católica y ha realizado ciclos de columnas de Filosofía en radio El Espectador y en el canal TVCiudad y conducido el programa «Punto F, el placer de pensar» en Ciudadela FM.