La declaración de independencia de Kosovo, región de Serbia habitada mayoritariamente por albaneses, marca la culminación del proceso de desintegración de Yugoslavia, Estado que en diferentes momentos de su historia fue ejemplo de convivencia civilizada entre distintos pueblos, referencia de crímenes de guerra y muestra de los desastrosos efectos de la intervención extranjera en un […]
La declaración de independencia de Kosovo, región de Serbia habitada mayoritariamente por albaneses, marca la culminación del proceso de desintegración de Yugoslavia, Estado que en diferentes momentos de su historia fue ejemplo de convivencia civilizada entre distintos pueblos, referencia de crímenes de guerra y muestra de los desastrosos efectos de la intervención extranjera en un país independiente.
Sería inútil abundar en la barbarie perpetrada por el depuesto régimen de Slobodan Milosevic contra los diversos componentes no serbios de la extinta federación yugoslava, así como repetir el importante papel que desempeñó ese gobierno en la disolución del país: tales hechos -desde las masacres perpetradas en Bosnia y Herzegovina por paramilitares serbios y croatas contra los bosnios musulmanes, hasta los intentos de limpieza étnica ejecutados por Belgrado contra la población albanesa de Kosovo- han sido documentados de manera fehaciente y reiterada. En cambio, poco se ha hablado de la participación que tuvieron en ese proceso los gobiernos occidentales y los fabricantes de armamento de varios continentes, los cuales redibujaron bajo programa el mapa de Europa oriental y atizaron los conflictos interétnicos para obtener mercados.
A la postre, los kosovares albaneses han proclamado su independencia en condiciones más que dudosas: tras una guerra que castigó al conjunto de la población serbia por los excesos criminales de Milosevic y bajo la ocupación militar de la OTAN y de Estados Unidos.
Independientemente de la polémica propiamente territorial entre serbios y albaneses kosovares, las intervenciones bélicas occidentales, lejos de pacificar al país y de devolverle su viabilidad y su unidad, lo desintegraron en un conjunto de pequeñas entidades de menguado peso demográfico, político y económico: Croacia, Eslovenia, Montenegro, Macedonia, Serbia, la Federación de Bosnia-Herzegovina, la República Sprska y el distrito autónomo de Brcko. Ahora, a esa mirada de países en miniatura se agrega Kosovo, erigido en Estado independiente por designio de Washington y de Bruselas, y en forma violatoria a los principios internacionales de integridad territorial y de no intervención en asuntos internos.
Desde otro punto de vista, la activa promoción a los regionalismos e independentismos emprendida por la Unión Europea (UE) en la porción oriental del viejo continente contrasta con el férreo centralismo que se aplica en naciones como España y Francia y la persecución en curso, en la primera, contra expresiones políticas y pacíficas del independentismo vasco. Tal contradicción pone de manifiesto la doble moral europea y deja ver que el papel determinante desempeñado por la OTAN y la UE en la desintegración de la antigua Yugoslavia no obedece a un compromiso con la autodeterminación de los pueblos, sino a designios geoestratégicos para controlar la zona de los Balcanes y la orilla oriental del Adriático.
Para finalizar, la desarticulación programada del país de los eslavos del sur ha contenido los enfrentamientos, pero deja sin resolver añejas y contrapuestas reivindicaciones históricas que mantienen, larvada, su explosividad.