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Por qué parten a EE.UU.

Informe desde El Salvador

Fuentes: CounterPunch

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

Acabo de pasar un cierto tiempo en un país pobre al sur de la frontera de EE.UU., cuya principal exportación es gente. Vi de primera mano lo que impulsa a la gente hacia el norte – y por qué soluciones políticas convencionales no van a disuadir a salvadoreños desesperados de irse a EE.UU. Lo que falta en gran parte en la campaña electoral de este año es alguna reevaluación seria de nuestras políticas exterior, militar y comercial, que han obligado a millones de latinoamericanos a desarraigarse y a buscar oportunidades para una vida mejor lejos de sus hogares.

En la campaña presidencial, hasta los críticos del libre comercio suministraron poca educación al público sobre la relación entre la globalización corporativa, la desregulación del comercio, y la resultante relocalización obligada de la gente, en ambos hemisferios. Por ejemplo, mientras hacía la corte a los trabajadores manuales en los estados agrícolas y del cinturón de las manufacturas (que a menudo son lo mismo en estos días), Edwards frecuentemente denunció el Acuerdo de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA) – y su nuevo equivalente centroamericano, CAFTA – como «leyes comerciales que mandan puestos de trabajo estadounidenses al exterior. En Iowa, Michigan, y Ohio, el libre comercio ha caída en desgracia porque amenaza la manufactura local en comunidades rurales que ya están tan deprimidas económicamente que algunas se están despoblando. Como preguntara Lorri Brouer, un propietario de mediana edad de una tienda de regalos de Iowa Falls, a un periodista del Boston Globe en enero: «¿Quién va a apagar las luces cuando envejezcamos y muramos, porque todos los jóvenes se van?»

En mis recientes viajes al campo salvadoreño, escuché un eco del temeroso refrán de Lorri Brouer en numerosas pequeñas aldeas (donde la ausencia de personas entre 25 y 55 años es a menudo bastante obvia). En una remota comunidad agrícola en Usulután, los campesinos que quedan luchaban por sobrevivir pastoreando ganado y cultivando frijoles y maíz entre ciclos de inundaciones y sequías. En su mayoría se habían establecido en la región después de haber sido convertidos en refugiados por la guerra civil de 12 años en El Salvador. Algunos habían luchado como combatientes contra las fuerzas del gobierno, que recibió 4.000 millones de dólares en ayuda de contrainsurgencia de EE.UU. durante los años ochenta. Como la mayoría de los residentes siguen apoyando a la izquierda, el gobierno derechista de la Alianza Republicana Nacionalista (ARENA) de Elías Antonio Saca no ha suministrado la ayuda y los servicios sociales necesarios (que son puestos a disposición de electorados más amigos).

La madre y el padre de una familia numerosa con la que viví me mostraron orgullosamente fotos de graduación de secundaria de sus dos hijos mayores. Pero su orgullo estaba mezclado de tristeza y pena. Su hijo y su hija habían emigrado ilegalmente a Houston después de completar el noveno año en la escuela, sumándose a los 100.000 compatriotas que se van cada año. Con pocas posibilidades de empleo local – y pocas también en la capital San Salvador – los jóvenes del pueblo «cumplen catorce, y se van todos,» explicó la mujer. Mostró la foto de su hija sonriendo, con su toga y birrete: «Cuando hablamos por teléfono, dice que nos echa de menos. Llora y dice que no le gusta allá y que quiere volver a casa.»

Esta partida obligada de gente – una tragedia humana en escala masiva – es el núcleo de los acuerdos comerciales. Promulgado, hace quince años, el NAFTA estableció un modelo regional que ya es familiar. Ha permitido que las compañías de cereales de EE.UU. «vendan a precios ruinosos maíz barato en el mercado mexicano, mientras al mismo tiempo México fue obligado a recortar sus subsidios agrícolas.» Pobres agricultores en Oaxaca y Chiapas ya no pueden vender sus cosechas a precios que cubran sus costes de producción. Por lo tanto se han unido a la corriente de seis millones de mexicanos que buscan trabajo en EE.UU.

El economista salvadoreño Alfonso Goitía ve que el mismo fenómeno ocurre en El Salvador donde un 40% de la fuerza laboral sigue empleada en la agricultura. De una población total de seis millones, 750.000 salvadoreños se convirtieron en exiliados políticos o económicos antes de los acuerdos de paz de 1992 que terminaron la guerra civil. Hoy en día, dos millones viven en EE.UU. porque – bajo una serie de gobiernos de ARENA durante los últimos quince años – El Salvador ha abrazado el libre comercio, adoptado el dólar como moneda, privatizado los servicios públicos, ratificado el CAFTA, y consignado a un gran porcentaje de la población a continua pobreza y explotación.

En el campo, pequeños agricultores no pueden mantener sus propias parcelas sin apoyo gubernamental o sobrevivir con salarios como jornaleros en haciendas más grandes. Para los que se ven obligados a buscar trabajo en áreas urbanas, las alternativas tampoco son buenas. En el sector manufacturero, los puestos de trabajo se concentran en fábricas en zonas de exportación de alta seguridad, con salarios bajos, condiciones de trabajo de talleres de máxima explotación, y empleadores multinacionales que destruyen los sindicatos. Un esfuerzo en el año pasado de SUTTELL, el sindicato de trabajadores de la telefonía, por organizar a mujeres ensambladoras en ABX Industries, fabricante de componentes electrónicos en San Bartolo, llevó al despido y posterior inclusión en listas negras de 30 de ellas, con la complicidad del Ministerio del Trabajo. Como sucede a menudo, las víctimas de esta campaña – con quienes me reuní en noviembre – habían sido forzadas a la economía informal, sumándose al vasto ejército de salvadoreños que ya venden por las calles frutas, zapatillas, juguetes, bocadillos empaquetados, y comidas hechas en casa en tambaleantes puestos callejeros y en sitios en abarrotados mercados centrales en todo el país.

Una de las líneas de mercancías más vendidas por los vendedores callejeros – CD y DVD piratas, los convierte ahora en objetivo especial para la policía local, entrenada por la Academia Internacional de las Fuerzas del Orden Público en San Salvador, financiada por EE.UU. En el país en el que EE.UU. otrora financió e instigó a «escuadrones de la muerte,» ahora gasta millones de dólares de ayuda para orquestar la represión contra cualesquiera presuntos infractores de los «derechos de propiedad intelectual» protegidos por el CAFTA.

No sorprende – en vista de un «mercado laboral» urbano y rural tan problemático – que haya visto regularmente a grandes multitudes en la Embajada de EE.UU. en San Salvador, esperando durante horas con sus documentos en mano, para solicitar alguna forma de ingreso legal a EE.UU. Un estudio reciente de la Universidad de Centroamérica informó que un 42% de todos los salvadoreños que siguen viviendo en su propio país partirían para EE.UU. si tuvieran la oportunidad. Sean aprobados o no, el arancel no reembolsable por la entrevista personal requerida para obtener una visa de EE.UU. es de 65 dólares – una suma considerable en un país en el que el salario mínimo mensual es de 157 dólares. Las filas de gente esperanzada que culebrean alrededor de los altos muros del complejo parecido a un castillo de la embajada, son encerradas ahora en su propia estructura adyacente, una especie de depósito de autobuses de inmigración (con un número muy limitado de pasajes disponibles).

Cuando son frustrados sus intentos de entrar legalmente a EE.UU., los salvadoreños que pueden vender alguna tierra o sacar préstamos personales contratan a un coyote que cobra entre 4.000 y 6.000 dólares para la ayuda extraoficial de inmigración. Con o sin un semejante guía «profesional,» los emigrantes son vulnerables a asaltos, robos y violaciones a lo largo de la prolongada ruta terrestre que pasa por Guatemala y México. En 2006, el Centro de Recursos Centroamericanos documentó cientos de muertos y heridos entre salvadoreños que intentaban cruzar a EE.UU. a pie. Mientras los periódicos de EE.UU. informan sobre temores locales ante invasores de habla española, los medios salvadoreños publican regularmente historias sobre niños que desaparecen en el desierto de Arizona o Texas o de jóvenes mujeres que se ahogan cuando sus botes resquebrajados zozobran ante la costa de México. Mientras tanto, dentro del país, la desintegración de las familias es un gran problema social salvadoreño. Madres y padres que se van dejan a sus niños a cargo de abuelos y otros parientes; algunos niños crecen con poca supervisión, se sienten abandonados, y terminan por contribuir al «problema de pandillas» del país, conocido en todo el mundo. El chivo expiatorio de todos, las pandillas callejeras salvadoreñas son ciertamente violentas y un sistema que alimenta un sistema carcelario nacional repleto al doble de su capacidad. Y la legítima preocupación popular por el crimen callejero – que hace que muchos residentes en las ciudades teman salir en la oscuridad – es fácilmente manipulada por la derecha, a fin de promover su propio programa de medidas de seguridad interiores (que infringen las libertades civiles).

Un aspecto en el que el presidente Bush y sus aliados de ARENA tienen realmente ideas bastante contrarias, nunca es reconocido en público. En la idea optimista del mundo de Bush, los miembros leales de la «coalición de los dispuestos» no sólo envían tropas a Iraq (como hizo el presidente Saca) para llevar los beneficios de los libres mercados a Oriente Próximo, también mantienen a la gente en sus granjas en casa – en lugar de que se vaya a EE.UU. – exponiéndola a los beneficios del capitalismo interior sin restricciones. En realidad, El Salvador, depende considerablemente de remesas de dinero – los ingresos de cientos de miles de sus ciudadanos que trabajan en el exterior. En 2006, los salvadoreños mandaron a casa 3.300 millones de dólares – lo que representa cerca de un 18% del PIB de la nación. Esas remesas mantienen a flote la economía y, al amortiguar el impacto de las políticas de austeridad impuestas desde el exterior, operan como una inmensa válvula de escape social. Con bien merecidos dólares de EE.UU. que fluyen a tantas familias y comunidades de bajos ingresos, hay mucho menos presión sobre el gobierno para que grave con impuestos a los ricos o a corporaciones para que paguen su parte correspondiente del coste de escuelas, carreteras, eliminación de basura, atención sanitaria, y otros servicios públicos. En otra localidad en Usulután que visité, un grupo de agricultores me mostró orgullosamente la recién mejorada ruta que conecta sus campos con los mercados más cercados; cansados de esperar ayuda para obras públicas del gobierno, tomaron las cosas en sus propias manos y, con ayuda de su propio trabajo y medios – de hijos, hermanos y otros que trabajan en EE.UU. – habían hecho ellos mismos la construcción necesaria.

A pesar del aumento de la represión (en la forma de nuevas leyes que convierten diversas formas de protesta política en actos «terroristas»), los movimientos sociales salvadoreños también se mueven. Su objetivo – y, ojalá, plataforma electoral, cuando el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) desafía a ARENA en la elección presidencial del próximo año – reivindica la idea del desarrollo económico nacional, alimentado por inversiones públicas muy necesarias. El otoño pasado, miles de salvadoreños, agitando pancartas, marcharon en la capital para «Defender el Derecho al Agua» – en una gran protesta contra la privatización orientada a impedir la amenaza de una apropiación corporativa del sistema público de agua salvadoreño aquejado por problemas. Sobre sus cabezas, los manifestantes equilibraban los coloridos recipientes de plástico que mujeres y niños utilizan para llevar agua en sus largas caminatas hacia y desde pozos, vertientes, y bombas en áreas rurales. A los oradores locales se sumaron varios visitantes norteamericanos, incluyendo el ex embajador de EE.UU. Robert White y la legisladora de Maryland, Ana Sol Gutiérrez, que apoyaron el llamado a favor del aumento del acceso al agua potable. Desgraciadamente, sólo un puñado de norteamericanos comparten actualmente su comprensión de que el financiamiento público de la creación de puestos de trabajo, ayuda a la agricultura, derechos de los trabajadores, caminos y escuelas decentes, y otros servicios básicos, son precisamente lo que se necesita para mantener a más salvadoreños en El Salvador, donde la mayoría preferiría quedarse.

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Alexandra Early es una reciente graduada de la Universidad de Wesleyan de Estudios Latinoamericanos, que trabajó en El Salvador para CRISPAZ, un grupo de solidaridad a través de las fronteras y de justicia social. Para contactos, escriba a: [email protected]. Para más información sobre CRISPAZ, vea: www.crispaz.org .

http://www.counterpunch.org/early06302008.html