Desde que la OTAN se hizo cargo durante el verano del esfuerzo principal de la guerra contra los talibanes afganos, la aviación de EEUU ha incrementado sus operaciones de bombardeo y de apoyo aéreo a las unidades europeas desplegadas en ese país. Más que operaciones de bombardeo estratégico, ejecutadas tras un minucioso planeamiento previo, las […]
Desde que la OTAN se hizo cargo durante el verano del esfuerzo principal de la guerra contra los talibanes afganos, la aviación de EEUU ha incrementado sus operaciones de bombardeo y de apoyo aéreo a las unidades europeas desplegadas en ese país. Más que operaciones de bombardeo estratégico, ejecutadas tras un minucioso planeamiento previo, las Fuerzas Aéreas de EEUU intervienen «a petición». Es decir, son las unidades terrestres las que piden por radio apoyo aéreo inmediato a los bombarderos estadounidenses que, operando desde bases situadas en países de Oriente Próximo, sobrevuelan sin descanso el territorio a la espera de esas peticiones.
Esto se debe a que las tropas de la OTAN no están bien dotadas de medios acorazados ni de artillería pesada y que, además, tampoco este armamento sería siempre el más apropiado. La última agresión sufrida por el contingente español allí desplegado, efectuada con un coche bomba, no produjo consecuencias más graves gracias a que la explosión estuvo, al parecer, mal sincronizada. A pesar de que los vehículos ligeros de la patrulla habían sido sustituidos hace poco por otros con mayor blindaje, el citado ataque pudo haber sido mortífero si el suicida hubiera calculado mejor el momento de la explosión.
Pero si las patrullas se hiciesen con carros de combate, cuya fuerte protección les hace inmunes a las explosiones terroristas, su misión se vería seriamente limitada. Los tanques son para combatir en campo abierto y no para patrullar en un país que se desea pacificar y a cuya reconstrucción se pretende contribuir. También sirven los tanques, como bien se sabe (y en Valencia algunos todavía recuerdan), para intimidar a la población civil cuando apunta un golpe militar. «Sacar los tanques a la calle» es expresión de uso común, con funestas resonancias en bastantes países. Pero no es éste el caso afgano. El dilema no es de fácil resolución. De sobra es sabido que combatir y pacificar son misiones muy distintas, que requieren, por tanto, medios y tácticas diferentes. De momento, se intenta compensar la debilidad inherente a las tropas terrestres con un apoyo aéreo más inmediato y contundente.
Pero la aviación no es una panacea universal, como la historia bélica ha revelado y se viene comprobando en los recientes conflictos, desde los Balcanes hasta el Líbano. Y el remedio resulta peor que la enfermedad cuando los errores de bombardeo producen víctimas entre la población civil, como tan a menudo viene ocurriendo en Afganistán. Ninguna guerra se gana sólo desde el aire, aunque los recientes sistemas aéreos no tripulados permitan -como sucede en Palestina- atacar impunemente objetivos concretos, como los asesinatos llamados «selectivos» por las autoridades israelíes o la destrucción de instalaciones bien localizadas en territorio enemigo.
No hace mucho, un reportero de The New York Times participó en una de esas misiones de apoyo aéreo. Lo que describe produce bastante desazón y no es muy esperanzador para los lectores, cuando hay soldados españoles cuya seguridad puede depender de esas operaciones. Mientras él volaba en un bombardero B-1, se recibió una llamada desde una unidad en la que se iba a celebrar un homenaje a un soldado muerto en combate. Para prevenir posibles emboscadas de los talibanes durante la ceremonia, se solicitaba a la tripulación que comprobase si en la zona se advertían «individuos masculinos en edad militar» provistos de armas.
El piloto respondió diciendo que tales detalles rebasaban con mucho las capacidades de observación de los instrumentos de a bordo. (Existen otros aviones que sí podrían efectuar ciertas misiones de ese tipo, aunque no se adivina cómo se comprueba desde el aire la «edad militar» de un sujeto terrestre.) Ante la desilusión de la unidad peticionaria por la negativa a su petición, aquélla pidió que, a cambio, hicieran alguna exhibición de fuerza, como una pasada a baja altura, que pudiera intimidar a los guerrilleros enemigos, si éstos se hallaban en las proximidades, y disuadirles de atacar.
El piloto -según narra el periodista- picó desde los 6.000 m de altura a la que volaba y pasó vertiginosamente sobre la posición a menos de 300 m, lanzando a la vez bengalas de iluminación, para aumentar el efecto aterrador de la operación. En la radio del avión se escuchó el comentario desde tierra: «¡Magnífico, magnífico!».
No se sabe si había terroristas talibanes en los alrededores, pero cabe suponer que esos juegos de guerra no les intimidarían mucho, acostumbrados como están, hace ya varios años, a enfrentarse con relativo éxito a los tecnificados ejércitos occidentales. «¡A nosotros, con bengalitas!» es imaginable que mascullara algún curtido guerrillero que presenciara el espectáculo de luz y sonido.
Sería deseable que este ejemplo de presumible audacia aeronáutica no cundiese en la formación de los pilotos militares, para no fomentar la proliferación de tales maniobras. Se empieza jugando a la guerra en el propio país y se termina estrellando el avión contra algún edificio habitado, con las consiguientes víctimas inocentes, como ocurrió en Baeza (Jaén) el pasado año. A la guerra, como en la guerra, según aforismo común, y dejemos los juegos de guerra para el ordenador o la play station.
* General de Artillería en la Reserva
Analista del Centro de Investigación para la Paz (FUHEM)