El racismo ha estado siempre presente en la historia de Latinoamérica. El sistema colonial era profundamente racista y el fenómeno permanecerá como característica de estas sociedades durante el largo proceso de su formación republicana. Hoy, con matices, la situación no es muy diferente. Ni las revueltas populares ni las escasas y dispersas cuotas de democracia […]
El racismo ha estado siempre presente en la historia de Latinoamérica. El sistema colonial era profundamente racista y el fenómeno permanecerá como característica de estas sociedades durante el largo proceso de su formación republicana. Hoy, con matices, la situación no es muy diferente.
Ni las revueltas populares ni las escasas y dispersas cuotas de democracia de la que han gozado estos pueblos han sido suficientes para borrar este elemento malsano de la cultura criolla. La mayor discriminación se ejerce contra los indígenas pero no es menor contra la población negra. El fenómeno se atenúa con los mestizos, por el «mejoramiento de raza» que supone su mezcla con los europeos.
El discurso racista, como sucede en todas partes, no es más que una justificación de los privilegios que se abroga e impone un grupo étnico o nacional sobre los demás. El edificio del racismo comienza por la economía pero inevitablemente afecta todas las esferas del orden social. No debe extrañar entonces que la división de clases registre un cierto paralelismo con la división étnica aunque la generalización de las relaciones capitalistas y el paso de las sociedades agrarias tradicionales al desarrollo industrial y al urbanismo generan alguna capilaridad que permite ascender modificando la estructura de castas. El mayor disolvente de estas relaciones sociales es por supuesto el dinero pero también tienen su papel el ejercicio de la ciencia, la práctica del arte, el oficio militar o la vocación religiosa que son igualmente vías de ascenso social muy comunes (aunque siempre a posiciones secundarias).
En Bolivia, el discurso de la derecha según el cual los indígenas son una raza inferior que no debe dirigir los destinos del país esconde el propósito de mantener el orden existente amenazado por la avalancha del movimiento popular y asegurar así los intereses económicos de la elite (sobre todo la tenencia de la tierra y el control de los recursos del gas natural). Es evidente el rol del racismo como instrumento ideológico en defensa de la oligarquía tradicional blanca a la cual se añade ahora una nueva burguesía de inmigrantes (católicos croatas y sectas protestantes, sobre todo) y cierta base social compuesta por mestizos asimilados, muchos de ellos de rasgos tan indígenas como aquellos a quienes denigran.
No es muy distinto el panorama en Chile aunque la cuestión indígena tenga allí dimensiones diferentes. En la tierra de Neruda el racismo sirvió (y sirve) para los mismos fines: genocidio en unos casos, sometimiento y asimilación en otros. Pocos lograron sobrevivir al primer ataque colonizador de los españoles o a las batidas sistemáticas de los colonos alemanes especialmente traídos para «civilizar a estos salvajes irreductibles». En el sur profundo quedaron sin embargo los Mapuches, pueblo de especial bravura que aún resiste y lucha por conservar las pocas tierras que les han dejado. Ahora, se enfrentan a la amenaza de una multinacional española que construye una enorme central hidroeléctrica inundando el resguardo. En pleno siglo XXI reaparecen los viejos argumentos que les denigran como rezagos del pasado y como rémoras vergonzosas para la civilización, con el claro objetivo de criminalizar su movimiento de protesta. Su vida comunitaria y su relación con la tierra se muestran en el discurso racista como conductas primitivas, contrarias a la nación y sobre todo opuestas a la racionalidad capitalista, al reino incontestable de las ganancias y -como no!- al progreso, la misma baratija con la cual en el pasado se dio carta blanca a la destrucción de civilizaciones enteras, consideradas incompatibles con el capitalismo en expansión.
Brasil no es la excepción. Más bien puede mostrarse como uno de los casos más escandalosos de genocidio con la complicidad de las mismas autoridades civiles y militares que acceden gustosas a las presiones de hacendados, multinacionales y colonos. Con todas las matizaciones del caso la situación se repite en México y Centroamérica y no es muy diferente la suerte de las etnias aborígenes del norte del Continente.
En Colombia, en pleno proceso de contrarreforma agraria e impulso del neoliberalismo más radical, se adelanta desde hace décadas una política de exterminio de las etnias indígenas locales. En este año se han realizado grandes movilizaciones a las cuales se responde indefectiblemente con la agresión de policías, soldados, paramilitares, funcionarios del Estado y -como no podía ser menos- con el concurso entusiasta de las grandes multinacionales que pretenden explotar los recursos de los resguardos. El racismo, tan evidente en los medios de comunicación locales, no hace más que responder a los intereses que se mueven en esta guerra contra el indígena. En estos mismos momentos se desarrolla una gran movilización en el sur del país, con la inevitable cuota de muertos, heridos, presos y desaparecidos que trae consigo cualquier manifestación de descontento en Colombia. Solo que esta vez la represión parece haber dado más ánimo a las protestas y la marcha indígena ya se dirige a Bogotá recibiendo a su paso el apoyo de la población y la adhesión del resto de las etnias del país y de obreros, estudiantes, intelectuales y hasta de las llamadas «clases medias». Las demandas de los indígenas se limitan a reclamar el cumplimiento de sentencias emitidas hace décadas por las más altas autoridades judiciales que exigen la devolución de tierras de resguardo a las comunidades. Por supuesto, para Uribe Vélez detrás del movimiento indígena se esconden las FARC y en consecuencia toda represión será poca.
Por su parte, los medios de comunicación (casi todos en manos de multinacionales) intentan confundir a la opinión pública acusando al movimiento indígena de promover un regreso a formas primitivas de vida, incompatibles con la modernidad. Pero tales afirmaciones ocultan deliberadamente que lo esencial del discurso indígena está lejos de tales pretensiones. Existen por supuesto algunos grupos que añoran el orden anterior a la colonia, idealizado como una suerte de socialismo aborigen. Pero ellos no representan sino pequeñas fracciones del movimiento, sin mayor importancia práctica. Sirven, eso sí, para desprestigiar al movimiento, aislarlo del resto de la población y alimentar otras formas de racismo folclórico. La inmensa mayoría es sin embargo ajena a tales mitos y tienen los pies muy puestos en la tierra; saben que viven en medio de una civilización capitalista que determina lo esencial de su existencia; pero conocen también el valor inestimable de buena parte de sus tradiciones de trabajo comunitario, sentido de pertenencia, idioma, conocimientos médicos y formas de participación que recuerdan la más pura democracia directa (¿es loable la democracia «de mano alzada» en Suiza pero deleznable en Los Andes?); y no falta quien sugiera considerar seriamente la relación de sano equilibrios que ellos intentan con el medio natural mientras nuestro consumismo desenfrenado afecta de manera tan dramática la vida cotidiana y pone en riesgo la misma supervivencia de la especie.
Especialmente amenazadas se encuentran las etnias amazónicas y de otras regiones de selva húmeda tropical. Es todo un reto para los gobiernos del área encontrar la manera de conservar estas etnias y su entorno, respetar sus derechos constitucionales, aceptar su autonomía y sobre todo – para empezar- impedir que curas misioneros les destruyan su cosmovisión como primer paso para su desaparición como pueblos. Su escaso número y dispersión por selvas inmensas (repletas de recursos naturales) les hace especialmente vulnerables. Los gobiernos de progreso del continente no pueden comportarse como Uribe o como Calderón, enviando a la soldadesca a la caza del indio. El respeto a sus derechos y la extensión efectiva de la ciudadanía a estas etnias sigue siendo un reto inmenso para sociedades que se precian en público de no ser racistas pero actúan siempre considerando a los indígenas como estorbos a eliminar o como pobrecitos a los cuales hay que tender una mano generosa. Ni agresión ni lástima son aceptables; se trata de simple y necesaria solidaridad.
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