Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
En Pakistán, además de la terrible tragedia de la muerte, vivir bajo los aviones no tripulados (drones) deja profunda heridas psicológicas.
Los dibujos de Nabila son como los de cualquier otro niño o niña de nueve años. Una casa que se alza junto a un camino sinuoso, un camino sinuoso por el que deambulan dos figuras de palitos y unos árboles altos que se elevan contra el telón de fondo de unas colinas majestuosas, donde apenas unas pocas nubes salpican un cielo claro.
Sí, los dibujos de Nabila son como los de cualquier otro niño o niña de nueve años. Con una perturbadora excepción.
Cerniéndose sobre la casa, entre las nubes, sobre la gente, aparecen dos drones.
(Imagen cedida por Reprieve)
Quizá es ésa la escena que vio momentos antes del ataque del dron, una fotografía mental reflejada con las ceras de colores.
Nabila vive en el pueblo de Tapi, en el noroeste de Pakistán, una zona perpetuamente sobrevolada por los drones. Con los trazos de sus ceras, ella deja que su realidad se vuelque en el papel.
Los drones empezaron a aparecer en los dibujos de Nabila después de ver a su Dadi (abuela) hecha pedazos por un misil Hellfire en 2012, un ataque que además dejó heridos a la misma Nabila, a su hermano Zubair de doce años y a otros siete niños de la localidad.
Además de la terrible tragedia de la muerte y de las heridas, vivir bajo los drones deja profundas heridas psicológicas.
Una amenaza arbitraria
Una noche de agonía.
«Pasé mi Eid en el hospital», me cuenta Zubair del día en que resultó herido por el ataque de los drones, deslizando un dedo por la descolorida cicatriz de metralla que aparece por encima de su rodilla. Las cicatrices físicas pueden borrarse, pero las cicatrices mentales se graban mucho más profundamente.
Nabila se levanta la manga para mostrarme dónde la hirieron. Después coge mi cámara y la dirige hacia las paredes sacando fotos. Me hallo en la habitación de un hotel de Nueva York con Nabila, Zubair y su padre, Rafiq. Hay cajas de pizza tiradas por la habitación; al fondo se oye el sonido monótono de la televisión, indistinto e irrelevante. El día anterior, un crepitante 29 de octubre de 2013, Rafiq había testificado en una audiencia del Congreso, volviendo a contar los sucesos del pasado año. La familia se siente agotada de las innumerables y constantes entrevistas con los medios; de las carreras en taxi zigzagueando por toda la ciudad de Nueva York («Nueva York es como Peshawar, y Washington DC es como Islamabad», señala Zubair mientras vamos camino a otra nueva entrevista); a recitar la misma historia una y otra vez. La familia aparece en el documental del cineasta Robert Greenwald «Unmanned: America’s Drone Wars» [«No tripulados: Las guerras de drones de EEUU»]. Greenwald y los fantásticos equipos de Brave New Foundation y Reprieve trabajaron incansablemente durante meses para poder traerles frente a los legisladores estadounidenses.
El 24 de octubre de 2012, el día en que Mamina Bibi, la Dadi [abuela] de Nabila, fue asesinada, era un día muy parecido al de sus dibujos. Un cielo azul que se extendía hasta donde el ojo podía ver. Drones persistentes sobre las cabezas. Nabila y su hermano Zubair trabajaban con Dadi en el campo próximo a su hogar. Ese día, los aviones estuvieron planeando por los cielos más bajo de lo habitual, atronando al pueblo con un zumbido especialmente estridente. Zubair había crecido habituándose en buena medida a ese ruido incesante. Los ignoró; no había razón para preocuparse. Después de todo, Zubair no era un terrorista. Sus pensamientos estaban más centrados en la fiesta musulmana del Eid, que se celebraba al día siguiente: «un momento mágico pleno de alegría».
Aunque el inglés era su clase favorita, estaba deseando salir del colegio para llegar a casa. Después de devorar su bocadillo, acudió ante Dios para la oración de la tarde. Dadi le había prometido que las celebraciones empezarían tan pronto como terminara sus quehaceres.
Cuando estaba cortando la hierba, vio cómo dos rayos de luz alcanzaban a Dadi. Un grito taladró la nube de humo que había descendido hasta los campos tapando el sol. El muslo le quemaba.
Aunque sucedió hace más de un año, Zubair y Nabila no pueden asumir que la amenaza haya concluido porque, en primer lugar, nadie les ha dicho por qué atacaron su casa. En su testimonio ante el Congreso, su padre, Rafiq, preguntó: «Congresista Grayson, como profesor, mi tarea es educar. Pero, ¿cómo puedo abordar algo así? ¿Cómo puedo explicar lo que yo mismo no puedo entender? ¿Cómo puedo asegurarles de buena fe a los niños que los drones no volverán y les matarán también si yo no puedo comprender por qué mataron a mi madre?».
Las discusiones sobre los drones giran a menudo en torno a las discrepancias sobre el número de muertos, pasando por alto a menudo las experiencias de los que todavía están con vida.
Los nietos de Mamina Bibi viven en perpetuo temor de los drones que acechan por encima de sus cabezas.
«Pasan zumbando haciendo círculos, a veces dos, a veces cuatro», dice Rafiq haciendo el gesto de un círculo con el dedo índice derecho.
El Dr. Mian Iftijar, que lleva ejerciendo en el noroeste de Pakistán desde hace 26 años, me dijo que ha tratado muchos casos de «trastornos de ansiedad -trastorno de ansiedad generalizada, cuando los síntomas persisten, y trastornos fóbicos de ansiedad- [cuando el paciente siente fobia a ir a sitios públicos como escuelas, instituciones, mercado; lugares que puedan atraer suicidas-bomba, terroristas o ataques de drones]».
«El trastorno de ansiedad va siempre asociado con una amenaza o riesgo», explica.
La naturaleza arbitraria de los ataques con drones es exactamente lo que les hace tan terribles. Al igual que los actos de terrorismo, los drones generan un terror desproporcionado porque pueden producirse en cualquier momento. «Tengo miedo de salir fuera. Ya ni siquiera veo a mis amigas», dice Nabila.
«Living under the drones» [«Viviendo bajo los drones»], un informe que describe los aterradores efectos de los ataques de los drones de Obama, es el resultado de nueve meses de investigaciones intensivas. El informe «se basa en 130 detalladas entrevistas con víctimas y testigos de la actividad de los drones, con los familiares, con actuales y anteriores autoridades del gobierno pakistaní, con representantes de los cinco principales partidos políticos de Pakistán, con expertos en la materia, abogados, profesionales sanitarios, trabajadores de la ayuda humanitaria y el desarrollo, miembros de la sociedad civil, académicos y periodistas».
Antes de incorporarse a la facultad del Stanford Law School, Stephen Sonnenberg, el coautor del informe «Vivir bajo los drones», había trabajado en muchas zonas en conflicto. «En la mayor parte de las zonas en guerra, los civiles suelen decirte cómo protegerte, ‘no vayas por esta zona, no hagas esto’. Hay estrategias de supervivencia», me dice. Las experiencias de Sonnenberg en el noroeste de Pakistán fueron diferentes.
«Una de las cosas que más me impactó a nivel personal cuando hablaba con las víctimas de los drones fue que no tenían estrategia alguna de supervivencia. Ellos mismos no sabían cómo actuar. Era impresionante ver la forma en que la gente percibía ese ojo que todo lo ve y que puede golpearte en cualquier momento.»
La gente no tiene «estrategias de supervivencia» porque el programa de los drones está envuelto en un manto de secretismo. El gobierno de EEUU no revela en función de qué clasifica a un militante o a un civil, o qué tipo de conducta hace que se decida un ataque de drones. Un informe de mayo de 2012 en The New York Times, revelaba que el gobierno estadounidense considera «combatientes» a todos los hombres en edad militar en una zona de combate. De ahí el recuento a la baja de las muertes colaterales del Pentágono.
En cuatro años, Zubair será considerado combatiente.
Además, la administración Obama ejecuta «ataques de firma«, basados en un análisis de «pautas de vida», por el que una conducta sospechosa es suficiente para desencadenar un ataque. Pero no está del todo claro qué es lo que exactamente constituye una conducta sospechosa.
Los ataques de drones han arrasado ya bodas, escuelas, funerales, equipos de rescate y reuniones de la Yirga (asambleas tribales de ancianos).
«Aunque el número de ataques de drones se ha reducido drásticamente desde que empezaron, la política respecto a ellos no se ha aclarado», dice Sonnenberg. Esto es especialmente así para los civiles de zonas tribales remotas que tienen un acceso a la información mucho más limitado que el resto de nosotros.
El 23 de enero marcó el quinto aniversario de los ataques de drones de la guerra de Obama. «No se ha puesto fin a ese programa. Están cambiándolo y los cambios no van a facilitar en absoluto la transparencia», dice Sonnenberg.
Adiós, cielo azul, adiós
A Zubair y a su Dadi les encantaban los brillantes cielos azules que a menudo se extendían perezosamente sobre Tapi. Pero esos cielos conllevan las condiciones ideales para que los drones actúen.
«Ya no me gustan los cielos azules», dice Zubair.
«Es un síntoma clásico de PTSD (siglas en inglés síndrome de estrés postraumático)», dice Vivian Dent, una psicóloga que ejerce en San Francisco. «Se tiene el sentimiento de estar bajo constante peligro, el trauma se prolonga y se mantiene en el presente, se trata de evitar cualquier cosa que a uno pueda exponerle a uno al desencadenante del trauma [como el cielo azul]».
Con toda su hermosura, los cielos azules eran antes la promesa de un día feliz de juegos.
«Solía jugar fuera de casa todo el tiempo. Apenas entraba. Ahora estoy aterrado.»
Zubair, que es un hábil bateador de cricket, lleva meses sin coger un bate.
El zumbido de los drones se ha convertido en parte de la banda sonora de Tapi. Incesante. Perenne. Invadiendo cada noche los sueños de Nabila y Zubair.
El duelo se prolonga
La pérdida de Mamina Bibi ha causado una gran tristeza y trauma no sólo entre la familia de Nabila, sino entre todo el pueblo.
Mamina Bibi era el «hilo que mantiene unidas las perlas», dijo Rafiq en el Congreso.
«La casa parece vacía sin ella», suspira Zubair. «Por la noche, todos nos reuníamos alrededor de ella para que nos contara historias. Esas historias son todo lo que nos queda ahora».
El marido de Mamina Bivi, Wreshman Jan, un director de escuela jubilado, tiene el corazón roto y sufre depresión. Inseparables, Jan y Mamina Bibi no pasaron nunca ni un día el uno sin el otro. Rafiq no le ha visto sonreír desde su muerte.
El Dr. Iftijar explica ese prolongado duelo. «Cuando alguien muere, hay una gran pena, se cumplen los rituales, el funeral. Los familiares van asumiendo la pérdida, van aceptando psicológicamente la muerte», decía Iftijar. Cuando una muerte no es natural, cuando el cuerpo queda hecho pedazos -un brazo por un sitio, la cabeza por otro-, la intensidad del duelo es enorme, bordeando la locura. Y se prolonga. Normalmente, el duelo puede durar entre tres y seis meses, pero este tipo de duelo suele extenderse hasta uno o dos años, y en algunos casos mucho más».
«Mi Dadi era una persona muy cariñosa. Ayudó a muchas mujeres a tener sus bebés», dice Nabila, levantando la vista de un bloc de notas donde está dibujando mi retrato, escribiendo mi nombre en el alfabeto inglés: J-A-N-I. «Yo era su favorita. Me llevaba a todas partes. Mis primos se ponía celosos». Suelta una risilla.
«No había nadie como ella. La gente del pueblo nos dice ‘no sois sólo vosotros los que habéis perdido a Dadi, todos la hemos perdido'», añade Zubair.
Tan sólo una pieza del puzzle en un sistema de salud mental totalmente insuficiente
«Nos dijeron que cuando los pacientes vienen al hospital, los doctores pueden saber en 30 segundos si se trata de una víctima de un ataque de drones por el modo en que se comportan», dice Sonneberg.
El noroeste de Pakistán es una zona plagada de problemas: el contagio de la fronteriza guerra afgana, la presencia de combatientes y las operaciones del ejército pakistaní. Los ataques de drones se producen en este contexto, perturbando aún más la vida diaria. Desplazamientos masivos, emigración, desempleo crónico y pobreza son los factores que están causando un sufrimiento mental a una escala sin precedentes en esta parte del mundo.
«Los drones son sólo un elemento del fenómeno global», dice el Dr. Mian Iftijar.
Ni siquiera son el elemento más preocupante.
«Los drones atacan de vez en cuando, pero los talibanes están sobre el terreno todos los días, y lo mismo ocurre con el ejército pakistaní», dice Sayfullah Mahsud, Director Ejecutivo del Centro de Investigación Fata en Islamabad.
Esto complica atribuir la causa de los problemas psicológicos únicamente a los drones. Aunque en el caso de Nabila y su familia la causa está muy clara, cuando se habla de la región en general, las causas se mezclan unas con otras.
Aunque no se han recogido estadísticas, el Dr. Iftijar dice que, desde 2008, el número de casos de enfermedades mentales ha aumentado tres o cuatro veces.
Sonnenberg confirma esto diciendo: «Nuestro equipo ha hablado con psicólogos que nos han dicho que el número de personas que está sufriendo trastornos mentales es increíblemente alto».
En las zonas tribales de Pakistán, tan sólo hay un puñado de psicólogos para afrontar ese aumento de las enfermedades mentales. Un informe de 2009 de la OMS estimó en 342 el número total de psiquiatras en Pakistán. 342 psiquiatras para una población de 170 millones de personas. Esto significa que hay un psiquiatra por cada 526.317 habitantes. Y la mayoría de esos psiquiatras ejercen en centros urbanos.
«Mucha gente acude a medicinas como bromazepan y alprazolam, que reducen la ansiedad de forma transitoria pero que producen adicción si se continúan tomando durante un tiempo prolongado. Con el tiempo, la gente desarrolla tolerancia por lo que necesita aumentar la dosis para conseguir el mismo efecto», dice el Dr. Iftijar.
En Pakistán, esos medicamentos pueden obtenerse fácilmente sin receta.
Estamos frente a un sistema de salud mental totalmente precario. En un lugar donde hay un enorme estigma asociado con los problemas psicológicos y dónde sólo se dedica a la atención sanitaria el 2,5% del PIB, parece bastante improbable que en mucho tiempo pueda ponerse en marcha un programa eficiente.
Educación interrumpida
Rafiq pasó la mañana del ataque en el colegio dando su clase habitual a unos 30 niños. Profesor de escuela primaria, procede de una familia de educadores. Todos sus hermanos trabajan en colegios. Su padre es el director de escuela jubilado de un colegio que lleva su nombre.
Rafiq siente una gran pasión por la educación y le preocupa mucho que sus alumnos tengan miedo de ir al colegio.
«Cuando los drones se aproximan, puedes ver hasta los misiles y el sonido se va haciendo cada vez más fuerte. Mis aulas están vacías esos días. Los padres dicen a los niños ‘Vete al colegio, el profesor Sahib está llamándote’. Pero los niños dicen: ‘Tenemos miedo, si no pudo proteger a sus propios niños, cómo va a protegernos a nosotros…'». La voz de Rafiq se quiebra.
«La educación es un derecho de los niños, y me preocupa mucho que mis alumnos tengan miedo de ir al colegio», me dice Rafiq.
Educarse es una dura tarea en las áreas tribales de Afganistán y los drones la hacen mucho más difícil aún.
La asistencia y acceso al colegio se han visto aquí gravemente afectados por la militancia, el terrorismo y el sectarismo. Hace poco, en enero, hubo un intento de atentado de un suicida-bomba en un colegio del distrito de Hangu, que fue frustrado por un valiente estudiante pakistaní que murió durante el mismo. En junio de 2013, una bomba mató a catorce personas en una escuela chií. En 2012, los talibanes dispararon a la activista por los derechos de las niñas a la educación Malala Yousafzai. En noviembre de 2013, hubo un ataque de un dron contra una medersa que EEUU alegó servía de refugio a los terroristas.
«Los ataques de drones contra las escuelas son poco frecuentes, pero intente decirle eso a los niños que miran al cielo y ven los drones sobre sus cabezas y para quienes el recuerdo del ataque está aún demasiado fresco.»
Rafiq entró en la actividad educativa porque quería poner remedio a lo que consideraba el hundimiento de la sociedad pakistaní en el activismo beligerante.
«La educación puede resolver todos los problemas, entré en este campo para combatir el analfabetismo. Los drones no son la respuesta a nada», añade Rafiq. Desde el ataque del pasado año, su comunidad está muy afectada. Además de crear miedo, los drones también provocan una falta de motivación.
Zubair me habló extensamente de cómo ya no siente interés por el colegio.
El trastorno de estrés postraumático se caracteriza por «el desánimo ante cualquier actividad normal. En el estado postraumático, todo el cuerpo y la mente están totalmente pendientes de las cuestiones relativas a la supervivencia inmediata; los proyectos a largo plazo que requieren de una atención flexible -como el colegio y el estudio- en vez de concentrarse en el peligro, se convierten en imposibles», explicó el Dr. Dent.
«Cuando los niños ven la destrucción, se extinguen las fuerzas de impulso y motivación», explica.
Aunque sus niños se sientan pesimistas sobre el futuro, Rafiq tiene grandes planes para ellos. «Quiero que completen su educación y se conviertan en respetados embajadores que representen a su país en el extranjero y de los que Pakistán pueda sentirse orgulloso». Echa una mirada amorosa a sus hijos: Zubair con su gorra de Nueva York colocada al revés, con el rostro bañado por el resplandor de un iPhone; Nabila con sus ceras en un rincón. Sintiendo que la observan, levanta la mirada hacia nosotros y nos saca la lengua. La tiene cubierta de chocolate.
Humna Bhojani es una narradora pakistaní que teje historias alrededor del amor y de la guerra. Actualmente es editora de Mother Jones.
Fuente: http://www.alternet.org/world/armed-drones-breed-stress-trauma-anxiety-and-death