Traducido del inglés para Rebelión por Carlos Riba García
¿Quién podría olvidarlo? En el otoño de 2002, hubo una avalancha de «información» por parte de las figuras más relevantes de la administración Bush acerca del programa secreto iraquí de desarrollo de armas de destrucción masiva (ADM) que ponían en peligro a Estados Unidos. ¿Quién -aparte de algunos imbéciles- sería capaz de poner en duda que Saddam Hussein iba al fin a conseguir un arma nuclear? La única cuestión, como nuestro vicepresidente sugirió en el programa Meet the Press, era: «¿Cuánto faltaba, un año o cinco años?». Y no era el único que expresaba este temor, ya que había unas cuantas pruebas de lo que estaba pasando. Para empezar, estaban aquellos «tubos de aluminio de diseño especial» que el autócrata iraquí había encargado para sus centrifugadoras de enriquecimiento de uranio como parte de su amenazador programa de armas nucleares. El 8 de septiembre de 2002, los periodistas Judith Millar y Michael Gordon lo informaron en la primera plana del New York Times.
Después, fueron esas «nubes con forma de hongo» sobre las que Condoleezza Rice, nuestra asesora nacional en materia de seguridad, mostró públicamente su preocupación. Unas nubes que se cernirían sobre las ciudades norteamericanas si no hacíamos algo para parar a Saddam. Así expresaba ella su inquietud en una entrevista de Wolf Blitzer en la CNN el mismo 8 de septiembre: «No queremos que la pistola humeante sea una nube con forma de hongo». ¡Desde luego que no!, decidió el Congreso.
Y por si acaso no estuviésemos bastante asustados por la amenaza iraquí, ahí estaban esos innominados vehículos aéreos -los aviones no tripulados de Saddam- que podían dotarse con las armas químicas o biológicas de destrucción masiva de su arsenal y lanzarse sobre las ciudades norteamericanas de la Costa Este con unos resultados inimaginables. El presidente George W. Bush habló en televisión acerca de ello y los votos de los congresistas se decantaron a favor de la guerra gracias a los espeluznantes informes secretos disponibles en el Capitolio.
Al final resultó que Saddam no tenía un programa de armas, ni una bomba nuclear en perspectiva, ni unas centrifugadoras para aquellos tubos de aluminio, ni un almacenamiento de armas biológicas o químicas, ni aviones no tripulados que arrojarían unos inexistentes proyectiles de destrucción masiva (tampoco unos barcos capaces de poner esos supuestos aparatos aéreos automáticos en las costas de EEUU). Pero ¿y si los hubiera tenido? ¿Quién estaba dispuesto a correr ese riesgo? Por supuesto, no el vicepresidente Dick Cheney, que propuso en la administración Bush algo que el periodista Ron Suskind apodó «la doctrina del 1 por ciento». En esencia, se trataba de esto: sí había un 1 por ciento de posibilidad de que EEUU fuera atacado, sobre todo con armas de destrucción masiva, la cuestión debía ser tratada como si se estuviese ante una certeza de entre el 95 y el 100 por ciento.
Aquí se da algo curioso: si observamos los apocalípticos miedos a la destrucción presentes en EEUU durante los primeros años de este siglo, tenían que ver sobre todo con armas de agitación urbana que eran fantasías de la fértil imaginación imperial de Washington. Estaba la «bomba» de Saddam, que proporcionó parte del pretexto para la muy deseada invasión de Iraq. Estaba la «bomba» de los mullahs, el régimen fundamentalista iraní, al que odiábamos tan cordialmente desde que nos devolvieron, en 1979 -mediante la toma como rehenes del personal de la embajada de EEUU en Teheran-, el derribo por parte de la CIA de un gobierno surgido de unas elecciones en 1953 y la instalación del Shah. Si se daba crédito a las noticias provenientes de Washington y Tel Aviv, los iraníes también estaban peligrosamente cerca de la fabricación de un arma nuclear, o al menos -repetidamente- a punto de hacerlo. La producción de esa «bomba iraní» estuvo durante años en el centro de la política norteamericana en Oriente Medio, la «línea roja» más allá de la cual estaba la amenaza de la guerra. Sin embargo, nunca hubo -ni hay- una bomba iraní ni las pruebas de que los iraníes estuvieran -o estén- a punto de producirla.
Finalmente, claro, estaba la bomba de al-Qaeda, la «bomba sucia» que la organización podía de alguna manera montar, llevar a EEUU y hacer estallar en una ciudad norteamericana, o la «bomba nuclear perdida» -probablemente del arsenal pakistaní- con la que se podría hacer lo mismo. Esta es la tercera bomba de fantasía que mantuvo en vilo la atención de los estadounidenses en esos años, a pesar de que las evidencias de la posibilidad de su inminente existencia eran tan escasas como las de sus equivalentes iraquíes e iraníes.
En suma, lo extraño de los escenarios de fin-del-mundo-tal-como-lo-conocemos manejados por Washington después del atentado de las Torres Gemelas es esto: con una sola excepción, tenían que ver con inexistentes armas de destrucción masiva. Una cuarta arma -una que existía pero tenía un papel más modesto en las fantasías de Washington- era la bomba absolutamente real de Corea del Norte, aunque en aquellos años los norcoreanos eran incapaces de hacerla llegar hasta las costas norteamericanas.
Las «buenas noticias» sobre el cambio climático
En un mundo en el que las armas atómicas continúan siendo decisivas en el terreno del poder global, ninguno de esos ejemplos podría ser por completo clasificado como «peligro nulo». Saddam ha tenido una vez un programa nuclear, no precisamente en 2002-2003, y también las armas químicas utilizadas contra las tropas iraquíes durante la guerra de 1980 (con la ayuda de identificación de blancos brindada por EEUU) y contra su propia población kurda. Los iraníes podrían -o quizá no- haber preparado su programa nuclear para lograr una posible capacidad atómica y, ciertamente, de haber estado disponible, al-Qaeda no habría rechazado un arma atómica (aunque la capacidad para usarla que pudiera tener la organización parece algo bastante cuestionable).
Mientras tanto, los enormes arsenales de ADM en existencia -los de EEUU, Rusia, China, Israel, Pakistan e India- que realmente podrían dejar inutilizable o devastado el planeta, estaban en su mayor parte fuera de la pantallas de radar norteamericanas. En el caso del arsenal indio, indirectamente la administración Bush echó una mano para su expansión. Por eso, fue algo típico del siglo XXI que el presidente Obama, tratando de poner en perspectiva los hechos recientes en Ucrania, dijera: «Rusia es una potencia regional que está amenazando a sus vecinos más cercanos. En relación con nuestra seguridad, a mí me preocupa mucho más la posibilidad de un arma atómica estallando en Manhattan».
Una vez más, un presidente estadounidense se centraba en una bomba que podía liberar una nube de hongo sobre Manhattan. Y, exactamente, ¿de qué bomba estaba hablando, señor Obama?
Por supuesto, había un arma de destrucción masiva que podía ciertamente provocar un daño espantoso o un día sencillamente anegar Nueva York, Washington, Miami y otras ciudades de la Costa Este. Un arma que tenía sus propios y eficientes sistemas de lanzamiento, sin necesidad de acudir a inexistentes drones ni fanáticos islamistas. Y, a diferencia de las bombas iraquíes, iraníes o de al-Qaeda, su lanzamiento en nuestras costas estaba garantizado a menos que se realizaran pronto acciones preventivas. No era necesario salir a la búsqueda de instalaciones secretas. Se trataba de un sistema de armas cuyas plantas de producción estaban a la vista de todos aquí mismo en Estados Unidos, como también en Europa, China e India, como también en Rusia, Arabia Saudí, Iran, Venezuela y otros países productores de energía térmica.
Entonces, aquí se plantea una pregunta que me gustaría que cualquiera de vosotros que viva o visite Wyoming le hiciera al anterior vicepresidente [Dick Cheney] en caso de que lo encontrara, algo posible en un estado bastante poco poblado: ¿Qué opina sobre una actuación preventiva si en lugar de haber una probabilidad de un 1 por ciento de que algún país con armas de destrucción masiva las use contra nosotros esa posibilidad llegara al 95 por ciento -por no decir el 100 por ciento- de que se hiciera estallar en nuestro territorio? Teniendo en cuenta que la pregunta se haría a un conocido «neocon», sed conservadores; preguntadle si estaría o no a favor de la doctrina del 95 por ciento tal como preconizaba en la versión del 1 por ciento.
Después de todo, gracias a un sombrío informe de 2013 publicado por el Panel del Cambio Climático, hoy sabemos que hay entre un 95 y un 100 por ciento de probabilidad de que «la influencia de la vida humana sea la causa principal del calentamiento [del planeta] desde la mitad del siglo XX». También sabemos que el calentamiento global -debido al uso sistemático de combustibles fósiles del que dependemos y a los gases de efecto invernadero que este uso deposita en la atmósfera- ya está dañando el mundo en que vivimos, especialmente Estados Unidos, como ha dejado claro un informe publicado recientemente por la Casa Blanca. También sabemos, con una certeza razonablemente grave, qué tipo de daños producirá probablemente ese 95-100 por ciento en las décadas, incluso siglos, que están por venir si las cosas no cambian radicalmente: un aumento de la temperatura hacia el final del siglo que puede exceder los 4º centígrados, con la consiguiente extinción de innumerables especies animales, terribles sequías en muchas regiones del planeta (como ya está ocurriendo con persistencia en el oeste y sudoeste de EEUU), lluvias mucho más graves en otras regiones, tormentas más intensas que producirán cada vez más importantes daños materiales, devastadoras olas de calor en una escala desconocida por el género humano, multitudes de refugiados, aumento del precio de los alimentos y, entre otras catástrofes para la vida humana, el aumento del nivel medio del mar, que inundará zonas costeras en todo el planeta.
Por ejemplo, a partir de dos estudios científicos publicados recientemente, estamos sabiendo que la capa de hielo en la parte occidental de la Antártida, una de las grandes acumulaciones de hielo del planeta, ha comenzado a derretirse y fragmentarse dando lugar a que en los próximos siglos el nivel mundial de los océanos se eleve entre 3 y 4 metros. Esa masa de hielo ya está, según los autores de los estudios, «en retroceso irreversible», lo que significa -independientemente de lo que se haga en el futuro- una sentencia de muerte para algunas de las grandes ciudades del mundo. (Y eso sin contar con el derretimiento del hielo que cubre Groenlandia ni el resto del hielo antártico.)
Todo esto, por supuesto, ocurrirá sobre todo porque los seres humanos continuamos quemando combustibles fósiles a un ritmo sin precedentes y así cada año depositamos cantidades exorbitantes de dióxido de carbono en la atmósfera. En otras palabras, estamos hablando de unas ADM de un nuevo tipo. La destrucción planetaria que las armas atómicas podrían provocar sería instantánea, o (si se produjera un «invierno nuclear») en cuestión de unos meses, mientras que algunos de los efectos provocados por el cambio climático ya se están produciendo, y pasarán décadas, incluso siglos, para que se produzca todo el impacto planetario con su consiguiente devastación.
Cuando hablamos de ADM, lo normal es que pensemos en armas -nucleares, biológicas o químicas- que son lanzadas en un lapso mensurable. Cabe considerar el cambio climático como un arma de destrucción masiva con una mecha muy, muy larga que ya se ha encendido y que estallará en el término de nuestras vidas. Al contrario que la tan temida bomba iraní o el arsenal paquistaní, no es necesario que la CIA ni la NSA husmeen ese «armamento». De los pozos petrolíferos a las instalaciones de fracking, de las plataformas de perforación en alta mar a las que extraen petróleo en el golfo de México, la maquinaria que produce esta clase de ADM y asegura que están siendo lanzadas continuamente hacia sus blancos planetarios, todo está a la vista de todo el mundo. Con todo su potencial de destrucción, aquellos que las controlan confían en que, tratándose de algo de desarrollo tan lento, no es necesario esconderlas ya que no provocan el pánico de la población ni deseos de destruirlas.
Las empresas del rubro energético y los países que las albergan, que producen tales armas de destrucción masiva siguen haciendo su trabajo sin esconder lo que hacen. En términos generales, no dudan en hacer públicos -incluso jactarse de ellos- sus planes de destrucción planetaria al por mayor aunque, naturalmente, nunca los describen con estas palabras. Sin embargo, si un autócrata iraquí o un mullah iraní hablara de la misma manera sobre la producción de armas nucleares y el uso que les darían, se pondría el grito en el cielo.
Ahí está ExxonMobil, una de las corporaciones más lucrativas de la historia. En el pasado abril, publicó dos informes que se centraban en, tal como escribió Hill McKibben, en «los planes [de la empresa] para resolver el hecho de que ExxonMobil y otros gigantes del petróleo tenían en sus reservas colectivas varias veces más hidrocarburos de los que los científicos dicen que se puede quemar con seguridad». Y continuaba: «La empresa dijo que las restricciones gubernamentales que obligarían a no extraer las reservas [de combustibles fósiles] eran ‘muy improbables’, y que no solo no las dejaría bajo tierra ni las quemarían sino que continuaría la búsqueda de más yacimientos de petróleo y gas», una búsqueda que normalmente consume cada día unos 100 millones de dólares aportados por sus inversores. «Sobre la base de este análisis, confiamos en que ninguna de nuestras reservas de hidrocarburos se ‘detengan’ ahora ni lo sean en el futuro.»
En otras palabras: los planes de Exxon son explotar todas sus reservas de combustible fósil hasta su total agotamiento. Los líderes gubernamentales involucrados en el apoyo a la producción y utilización de estas ADM son con frecuencia igualmente explícitos en ese sentido, aunque al mismo tiempo mantengan un discurso que propone medidas para mitigar sus efectos destructivos. Tomemos la Casa Blanca, por ejemplo. Eso es lo que declaró con orgullo el presidente Obama en marzo de 2012 acerca de su política energética: «Ahora, durante mi Administración, Estados Unidos está produciendo más petróleo que en cualquiera de los últimos ocho años. Es importante saber esto. En los últimos tres años, he ordenado a mi Administración la apertura a la exploración de yacimientos de gas y petróleo de cientos de miles de kilómetros cuadrados en 23 Estados diferentes. Estamos abriendo más del 75 por ciento de nuestros potenciales recursos petrolíferos en el mar. Hemos cuadriplicado el número de plataformas operativas hasta alcanzar un récord. Hemos construido nuevos gasoductos y oleoductos como para rodear la Tierra con ellos.
Del mismo modo, el 5 de mayo, justo antes de que la Casa Blanca revelara el sombrío informe sobre cambio climático en Estados Unidos y con un Congreso incapaz de aprobar siquiera la legislación climática más rudimentaria dirigida a lograr un país moderadamente más eficiente desde el punto de vista energético, John Podestá, el principal asesor de Obama, apareció en la sala de prensa de la Casa Blanca para jactarse de la política energética «verde» del Gobierno. «Estados Unidos», dijo, «es el productor de gas natural más importante del mundo y el productor de gas y petróleo más importante del mundo. El proyecto es que Estados Unidos continúe siendo el productor de gas más importante hasta 2030. Durante seis meses seguidos hemos extraído en nuestro país más petróleo del que hemos importado de ultramar. Esta es toda una historia de buenas noticias.»
Buenas noticias, ya lo creo. Como las de la Rusia de Vladimir Putin, que acaba de expandir sus vastos yacimientos de petróleo y gas al hacerse con una extensión similar al estado de Maine en el Mar Negro frente a las costas de Crimea. Y las de la «bomba de carbón» china. Y las de las garantías de producción dadas por Arabia Saudí. Otras «buenas noticias» por el estilo que son proclamadas con el mismo orgullo. Esencialmente, la emisión de cada vez más gases de efecto invernadero -es decir, la causa de nuestra futura destrucción- continúa siendo una «buena noticia» para quienes integran las élites dirigentes de este planeta Tierra.
Armas de destrucción planetaria
Sabemos exactamente cuál sería la respuesta de Dick Cheney -que estaba dispuesto a ir a una guerra si había una certeza del 1 por ciento de que algún país podía hacernos daño- de habérsele preguntado sobre actuar a partir de la doctrina del 95 por ciento. ¿Qué duda podía haber de que su respuesta sería similar a la de las enormes corporaciones del rubro de la energía, que han financiado la mayor parte del negacionismo del cambio climático y un falso cientificismo durante años y años? Sencillamente, argumentaría que la ciencia no está lo suficientemente «segura» (a pesar de que la «incertidumbre» puede, de hecho, cerrar caminos), que antes de asignar las vastas sumas necesarias para hacerse cargo del fenómeno tenemos que saber más y que, en cualquier caso, la ciencia del cambio climático está motivada por una agenda política.
Para Cheney y compañía parece obvio que actuar a partir de una posibilidad del 1 por ciento es una manera sensata de actuar por la «defensa» de Estados Unidos y no ven contradicción alguna en el hecho de no actuar cuando la posibilidad llega al 95 por ciento. Para el Partido Republicano como un todo, en este momento la negación del cambio climático es nada menos que la lealtad a una prueba decisiva y así, incluso una doctrina del 101 por ciento podría funcionar cuando se trata de los combustibles fósiles y este planeta Tierra.
Ciertamente, no tiene sentido culpabilizar del cambio climático a los combustibles fósiles ni al dióxido de carbono emitido en su combustión. En sí mismos, estos combustibles no son armas de destrucción masiva, como tampoco lo son el uranio-235 ni el plutonio-239. En el caso que nos ocupa, lo destructivo es el sistema necesario para extraer, procesar, vender con enormes beneficios y quemar esos combustibles, y así crear un planeta cubierto de gases de efecto invernadero. Con el cambio climático no hay algo equivalente a unas bombas atómicas como «Little Boy» o «Fat Man»*, un arma específica que se pueda señalar con el dedo. En este sentido, el sistema de armas es el fracking, como lo es la extracción de petróleo en aguas profundas, como los son los oleoductos, y las gasolineras, y las plantas de generación de electricidad que queman carbón, y los millones de vehículos a motor que llenan las carreteras del mundo, y las contabilidades de las empresas más rentables de la historia.
Todo el conjunto -todo aquello que provee sin cesar los combustibles fósiles al mercado, que los convierte en algo tan fácil de utilizar y que contribuye a inhibir el desarrollo de energías alternativas- es el ADM. Los directivos de las gigantescas corporaciones del mundo ligadas a los combustibles fósiles son los más peligrosos mullahs, los verdaderos fundamentalistas, del planeta Tierra; ya que promueven una fe en esos combustibles que son la garantía de nuestro tránsito a una versión del Final de los Tiempos.
Quizás necesitemos crear una nueva categoría de armas con una nueva sigla que nos centre en la naturaleza de nuestra actual circunstancia del 95-100%. Llamémoslas armas de destrucción planetaria (ADP) o armas de daño planetario (ADP). Solo hay dos sistemas de armas que podrían encajar claramente en unas categorías como estas. Uno sería el de las armas nucleares, que aun en una guerra localizada como podría ser una entre Pakistán e India, podría crear un «invierno nuclear» en el que la Tierra dejaría de recibir los rayos del Sol debido a la gran cantidad de humo y polvo en suspensión que daría lugar a un rápido enfriamiento, pérdida masiva de cultivos, cese de los cambios de estaciones, incluso de la vida. En el caso de un guerra de grandes proporciones, se darían las condiciones para «la sexta extinción» de la vida en la Tierra.
Aunque en una escala de tiempo muy diferente y difícil de precisar, la utilización de combustibles fósiles puede acabar de la misma forma, con una serie de desastres «irreversibles» que pueden acabar con la vida humana y la de la mayor parte de las demás formas de vida de la Tierra. Este sistema de destrucción a escala planetaria, facilitada por la mayor parte de las elites dirigentes y corporativas del planeta, se está convirtiendo -trayendo a colación una expresión que no se emplea en conexión con el cambio climático- en la forma suprema del «crimen contra la humanidad» y, de hecho, contra la mayor parte de las formas de vida. Hablamos de un «terricidio».
[*] Nombre de las bombas atómicas arrojadas por Estados Unidos en las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki, respectivamente, en agosto de 1945. N. del T.
Tom Engelhardt es uno de los fundadores de American Empire Proyect. Es autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture (a partir de la cual se ha adaptado parte de este ensayo). Dirige TomDispatch.com, del Instituto Nacional. Su último libro, en coautoría con Nick Turse, es Terminator Planet. The First History of Drone Warfare, 2001-2050.