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Egipto tras las elecciones del 2005

La escisión del régimen de Hosni Mubarak

Fuentes: Hesperia. Culturas del Mediterráneo, año II, vol.22, 2006

Introducción Tras las elecciones legislativas de noviembre y diciembre de 2005, el régimen egipcio se encuentra en una aguda crisis. El gran avance electoral de los Hermanos Musulmanes, gracias a la «permisividad» del régimen en la primera mitad de los comicios, y a pesar de su desenfrenada intervención fraudulenta en la segunda, ha constituido sólo […]

Introducción

Tras las elecciones legislativas de noviembre y diciembre de 2005, el régimen egipcio se encuentra en una aguda crisis. El gran avance electoral de los Hermanos Musulmanes, gracias a la «permisividad» del régimen en la primera mitad de los comicios, y a pesar de su desenfrenada intervención fraudulenta en la segunda, ha constituido sólo un factor secundario en dicha crisis, excepto en la medida en la que pueda haber sido utilizado-como todo parece indicar- por la vieja guardia del régimen contra los sedicentes «reformistas», capitaneados por Gamal, hijo del presidente Hosni Mubarak.

En los comicios pasados no sólo se enfrentaron el régimen y la oposición, sino también los dos principales componentes del régimen, que por primera vez han hecho patente públicamente su lucha por el poder, a pesar de que esta fuera fácilmente percibible entre bambalinas al menos desde el año 2000. El resultado, dividido, ha sido sin embargo zanjado por Hosni Mubarak, que tras las elecciones ha optado más abiertamente que nunca por los «reformistas», lo que equivale a decir, entre otras cosas, por más liberalismo económico y, probablemente, políticas regionales más del gusto de Estados Unidos. Estos, que ya fueron muy suaves en sus críticas a la violencia del régimen en las elecciones, han moderado mucho tras ellas sus peticiones de «reforma política», como si la confirmación de la orientación económica y exterior del régimen les hiciera «olvidar» su rearme represivo, manifestado en la persecución de jueces y periodistas, y en el aplazamiento de las elecciones municipales. Tal vez el «reformismo» de Washington coincida con el de Gamal Mubarak, que, aupado por su padre un poco más arriba en la escala del poder, ha solicitado públicamente que se corte el paso a la acción política de los Hermanos Musulmanes.

No obstante, las elecciones han dejado claro que el apoyo popular del régimen es prácticamente inexistente, más aun si prescinde de la red clientelista tejida por la vieja guardia. Enfrentados a ésta, a la muy superior popularidad de los Hermanos Musulmanes, y al descontento popular que sin duda generarán las medidas económicas liberalizadoras, los «reformistas» de Gamal Mubarak no podrán sostenerse durante mucho tiempo sobre el autoritarismo de hecho y las inciertas promesas de prosperidad y reforma política y social.

En cuanto a la oposición secularista, pese a las esperanzas que había albergado en los últimos años, su apoyo popular es más reducido que el del régimen. Cierto es que, a diferencia de éste, cuenta con medios muy escasos, y tiene que enfrentarse a grandes impedimentos legales y policiales en su acción política, pero los Hermanos Musulmanes han sabido superar tales impedimentos. La única alternativa a medio plazo a un régimen probadamente ineficiente, corrupto y autoritario, o a un gobierno de los Hermanos Musulmanes, parece ser -según se propone y se rumorea- que los liberales políticos y reformistas convencidos que fueron atraídos al gobernante Partido Nacional Democrático (PND) por las promesas de democratización «desde dentro» de Gamal Mubarak, abandonen al régimen y se unan al conjunto de la oposición secularista en un nuevo proyecto político de «concentración nacional».

Los «disidentes electorales» del régimen

Más allá de los destacados resultados obtenidos por los Hermanos Musulmanes (20% de los escaños), el observador profano de las elecciones egipcias celebradas en noviembre y diciembre de 2005 debió quedar desconcertado si su atención recayó, en dos días determinados, con otro de intervalo entre ambos, en los resultados recogidos por la prensa internacional. Al concluir el recuento de los votos, tras la última fase de los comicios, los escaños obtenidos por el PND constituían apenas el 33% del total en disputa. Unos días después, sin embargo, los periódicos decían que el partido gubernamental contaba con más del 70% de los diputados. La explicación de esta aparente disparidad en los datos es, sin embargo, sencilla: un 37% de los diputados, que se habían presentado a las elecciones como «independientes», habían reingresado -en su mayoría-, o ingresado por primera vez -los menos-, en el partido gobernante.

Para los «iniciados», sin embargo, el fenómeno no era nuevo. Desde 1990, el número de candidatos oficiales del PND exitosos no había dejado de disminuir y, en contrapartida, habían aumentado progresivamente, tanto el número de «disidentes electorales» del partido que habían conseguido el escaño, como el de quienes habían utilizado su triunfo electoral para ingresar en el partido. De hecho, en el año 2000 los porcentajes habían sido similares a los de 2005: un 38% para los candidatos oficiales del PND, un 40% para ex-miembros del PND que volvieron al partido tras las elecciones, y poco más de un 7% para diputados que se incorporarían a él por primera vez.

Pero, aunque los resultados de 2000 causaron cierta preocupación por la cohesión y la imagen del partido, en las elecciones anteriores a 2005 el «fenómeno de los independientes» era tan sólo el reflejo de la competición por aproximarse al poder entre los diversos individuos o grupos que constituían la red periférica -no necesariamente en sentido geográfico- del aparato del partido, a menudo coincidente con la del Estado, y a menudo estructurada mediante relaciones clientelistas. El núcleo del poder, por su parte, tanto en el gobierno como en el partido, estaba bien localizado, muy centralizado, y resultaba indiscutido. De ahí que, tras cierta sorpresa, los altos dirigentes del régimen aceptaron la inesperada evolución de los resultados electorales como algo inocuo, incluso positivo, en la medida en que aportaba al partido una mayor representatividad y pluralidad, y por ende lo fortalecía.

No obstante, las elecciones de 2005 parecen haber respondido a otro patrón. Aunque muchos de sus aspectos no estén claros del todo, entre ellos todo lo que rodea al «éxito» de los Hermanos Musulmanes y a la «permisividad» del régimen frente a ellos, parece haber habido una voluntad centralizada, dentro de aquel y del PND, de hacer fracasar a algunos de sus propios candidatos. Esta actitud se inscribiría dentro de la competencia, en las altas esferas del régimen, entre la vieja guardia y los «reformistas».

El largo camino hacia la liberalización económica

Cuando Hosni Mubarak accedió a la presidencia de la República tras el asesinato de Sadat (1981), de quien era la mano derecha, modificó y ralentizó durante largos años la política de liberalización parcial, desordenada y abrupta de la economía que el anterior presidente había emprendido en los últimos años de su mandato. Tal liberalización -junto a otras muchas cosas- había despertado gran malestar en amplios sectores de la población, hasta el punto de que el anterior presidente no pudo llevarla a cabo en los términos que pretendió1. Mubarak declaró que iba a sustituir la «apertura consumista» por la «apertura productiva», y le imprimió a ésta un ritmo tan lento que, incluso a día de hoy, no ha concluido totalmente -y tampoco ha sido, por otro lado, demasiado «productiva».

Así, durante los años 80 el nuevo régimen, aunque intentó estimular el desarrollo del sector privado, conservó el grueso del sector público industrial y de la legislación en materia laboral y social heredada del régimen naserista. Los principios de la reforma eran introducir tanto la participación financiera como los sistemas de gestión del sector privado en las empresas del sector público, por un lado, y por otro conservar nominalmente los beneficios laborales y sociales, aunque disminuyendo su importe y el número de los beneficiarios, reduciendo el número de trabajadores no sólo en el sector público industrial sino también en la administración.

En los años 90, tras una grave crisis financiera debida al elevado de endeudamiento del país, el ritmo de la liberalización se acrecentó notablemente. En 1991, el gobierno firmó sus primeros acuerdos «de ajuste estructural» con el FMI y el Banco Mundial, y en 1995, para sorpresa de muchos, ambas instituciones se mostraron satisfechas de la medida en que Egipto había cumplido su parte de los acuerdos. La reducción de la administración y del sector público industrial, y la venta de éste último, habían comenzado.

Desde 1995 hasta finales de siglo la liberalización proseguiría a un ritmo ligeramente más lento. Gracias a su intervención junto a la coalición internacional en la invasión de Iraq, en 1991, Egipto había obtenido una reducción del 50% de su deuda exterior, estimada en unos 50.000 dólares, y una reestructuración favorable del pago de la cantidad restante. Esto, unido a la financiación debida a los acuerdos, y a una serie de vacas gordas en los principales ingresos del país, que eran rentistas (el petróleo, el Canal de Suez, el turismo, las remesas de los trabajadores en el extranjero), dio al gobierno un amplio margen de maniobra para amortiguar las presiones del exterior y los habitualmente llamados «costes sociales» de la liberalización.

Economía y poder político: de Naser a Mubarak

La prensa estatal egipcia suele presentar a Mubarak -de acuerdo con la imagen que a este le gusta dar de sí mismo- como el hombre de la estabilidad, el equilibrio y la ponderación. Según ella, la lentitud de la liberalización económica durante veinte años había de entenderse a partir de esos parámetros: el presidente habría conducido la transición del sistema económico y socioeconómico naserista (estatalista, dirigista y «socialista árabe») hacia la liberalización económica «necesaria», con prudencia y equidad, evitando las rupturas y los desgarros sociales.

Es cierto que, durante más de 20 años, el régimen egipcio evitó someterse sin más a las exigencias de liberalización absoluta procedentes del exterior y del interior, y que, si lo hubiera hecho, la suerte de las clases medias y bajas hubiera sido peor, al menos a corto plazo. Al negarse a eliminar las subvenciones estatales a los productos de primera necesidad (una larga serie de alimentos, por un lado, y la energía, por otro), y a «adaptar los precios a los del mercado internacional», o al aplazar continuamente la reforma laboral, estaba evitando que la miseria y el hambre se extendieran aun más por el país (según el último Informe sobre el Desarrollo del Mundo del Banco Mundial, el 43’9% de los egipcios viven con menos de 2 dólares al día). Sin embargo, y sin entrar en lo que el gobierno egipcio hubiera podido hacer (y no sólo dejar de hacer), para los críticos del presidente nada es más dudoso que estas resistencias se hayan debido a grandes convicciones ideológicas, ni a una preocupación desinteresada por los eufemísticamente llamados «de ingresos limitados». Más bien se trataría de que esa situación de «indefinición» última entre la liberalización total de la economía y el mantenimiento de gran parte del control sobre ella, habría sido la clave del mantenimiento en el poder de Mubarak, y del beneficio crematístico del núcleo duro de su régimen.

En un principio, el poder del presidente se asentaba sobre sus amplísimas competencias ejecutivas y legislativas, sobre la influencia y el control del aparato del Estado sobre de la vida económica y política, y, en términos humanos, sobre los componentes del aparato del Estado. Estas características del régimen naserista (1952-1970) habían conservadas por Sadat (1970-1981), con la salvedad de que en los altos puestos de mando cambiaron las personas, que serían proclives a las políticas del nuevo presidente (paz con Israel, alineamiento con Estados Unidos, contemporización y colaboración con los islamistas, eliminación de ciertas medidas de corte socialista, apertura económica, etc.). En teoría, estas políticas debían haberse visto acompañadas por el «pluralismo político» y la «democratización», pero cuando Sadat vio que absolutamente todas las corrientes ideológicas y políticas -incluidos miembros históricos del régimen- utilizaban sus reducidas libertades públicas para manifestar su oposición al presidente, decidió acabar con aquellas, y meter a sus máximos dirigentes en la cárcel, un mes antes de ser asesinado por un comando islamista (octubre de 1981).

Mubarak intentó desde un principio desempeñar el papel de presidente paternalista autoritario, por encima del bien y del mal, que podía escuchar, acoger y contentar relativamente a todos, pero no dejar que nadie le impusiera ninguna decisión, no dudando, en caso de que alguien lo intentará, en dirigir hacia él toda su capacidad represiva. Una de sus principales preocupaciones ha sido siempre intentar ser visto como necesario, como un mal menor, incluso, ante un previsible escenario de enfrentamientos entre sectores políticos y socioeconómicos. Dejando al margen, por ahora, las ocasiones en las que ha utilizado la «amenaza del islamismo» para intentar agrupar en torno a su régimen a la oposición que, a efectos de contraste, podemos llamar «secularista», nos centraremos en lo que afecta a sus opciones económicas.

Las élites dirigentes del régimen naserista no eran sólo los altos funcionarios de los ministerios, sino también los directores de empresas del sector público, los altos mandos militares y policiales y, desde luego, los dirigentes regionales y locales que pertenecían al aparato del Estado, no sólo a través de la Administración propiamente dicha, sino también del aparato productivo de propiedad o control estatal. Aparte del desgarro que las orientaciones políticas en general de Sadat causaron dentro del régimen por razones ideológicas, la apertura económica originó otro de carácter económico. Algunos, bastantes funcionarios y altos funcionarios que, por su particular posición en el aparato del Estado, se encontraban especialmente bien situados para ello -por su alto cargo, o por estar en el sector productivo, o comercial, o en las aduanas, o en las fuerzas de seguridad- se lanzaron a aprovechar las oportunidades que las facilidades para el comercio exterior les ofrecían, ya fuera como simples ciudadanos particulares, ya como miembros del aparato estatal que podían disfrutar de ventajas de información, tramitación, o incluso «peaje». Esto creó una escisión en el seno del aparato del Estado entre quienes vivían sólo de sus salarios, cada vez más modestos, y quienes vivían -mucho mejor- de sus salarios y de sus actividades económicas privadas, pero siempre teniendo en cuenta que éstas tan sólo eran posibles, o mucho más fructíferas, gracias a sus puestos públicos.

La disociación que se produjo en el seno del funcionariado, que constituía la gran mayoría de la población trabajadora, entre quienes se beneficiaban del infitah y quienes no lo hacían -y, en última instancia, resultaban perjudicados-, se extendía por el resto de la sociedad. La base social del régimen naserista, compuesta fundamentalmente por los beneficiados por la gran expansión de la administración y el sector público en los años 50 y 60, era sustituida, para el régimen de Sadat, por la burguesía del infitah, formada por una intricada mezcla de comerciantes e inversores privados, y otros que tenían un pié en el sector público y otro en el sector privado. Sin embargo, los perjudicados por esta evolución se resistían, lógicamente, a ella. La oposición unánime a Sadat, en los últimos años de su mandato, de naseristas, izquierdistas marxistas, liberales e islamistas, expresaba el rechazo de gran parte de las clases medias a, entre otras cosas, la transformación acelerada y parcial de la estructura económica. Por su parte, las clases populares, a las que el deterioro de los salarios del Estado o de los ingresos del comercio interior no afectaba directamente, ya habían manifestado, con la «revuelta del pan» de 1977, su radical oposición a lo que si lo hacía: la subida de los precios de los productos de primera necesidad.

Así pues, Mubarak, en aras de la estabilidad de su mandato, debía no exacerbar aun más los ánimos de las clases medias depauperadas por la crisis económica y perjudicadas por el infitah , ni los de las clases populares pobres hasta límites cercanos a la miseria. Pero, algo más importante todavía, el presidente debía procurar tener razonablemente satisfechas a todas las élites del régimen: en primer lugar, a los diferentes sectores del aparato del Estado que garantizaban su poder, y en segundo lugar al sector privado que, poco a poco, se iba configurando como un agente cada vez más importante e independiente.

La vieja guardia y el sector privado

Hasta 2004, la mayoría de los hombres fuertes de los gobiernos de Mubarak, del partido y de otros puestos clave, eran siempre los mismos. Procedentes del régimen de Sadat, del régimen del infitah, cambiando de puesto o sin hacerlo, las mismas personas llevaban, en una auténtica gerontocracia, 10, 15, 20, o incluso 30 años en los puestos de máxima responsabilidad, si ninguna razón grave llevaba a sustituirlos: los ministerios de Información, de Defensa, del Interior, de Agricultura, de las Fuerzas Trabajadoras (estos dos últimos controlan a los trabajadores no profesionales a través de sindicatos verticales), de Asuntos Parlamentarios; la secretaría o las vicepresidencias del partido; la presidencia del Parlamento y la portavocía del grupo del PND en él; los medios de comunicación del Estadio, etc. La vieja guardia, como a menudo se llama en Egipto a esta élite, detentaba el poder político, militar y policial, aunque, significativamente, a partir de los 90 los primeros ministros y los ministros de Economía cambiaran con mayor frecuencia, tendiendo a ser del agrado de las instituciones financieras internacionales.

Hasta finales de los años 90, la relación entre el aparato del Estado y sus élites por un lado, y el sector privado por otra, en relación con la política económica y con el poder político no era de confrontación, sino de cooperación y simbiosis. Aquellos intentaban beneficiarse, corporativa o individualmente, de la liberalización parcial de la economía manteniendo sus posiciones dentro del Estado, mientras que el sector privado -cuyos miembros frecuentemente pertenecían al partido gobernante- intentaba hacerse con los recursos a privatizar en condiciones ventajosas, para lo que lo más adecuado era tener buenas relaciones y cooperar con los funcionarios. A menudo, incluso, y aún en 2005 (la empresa Qaliub de Hilado y Tejido, por ejemplo), las empresas públicas fueron vendidas a precios muy reducidos tras hacer el Estado en ellas inversiones de capital superiores al posterior precio de venta. Y en numerosas ocasiones entre los compradores se encontraban cargos o ex-altos cargos del sector público. Así, se trascendía la transferencia del aparato productivo al sector privado hasta llegar por su intermediación al expolio de otros recursos del Estado. De ahí que los críticos del régimen consideren que el sentido de la lentitud de la privatización residía en realizarla de una determinada manera, es decir transferirla a determinadas manos, antes que en proteger los intereses generales del país y sus habitantes.

Sin embargo, a finales de los años 90, por un lado los grandes hombres del sector privado habían incrementado mucho su poder, y por otro los principales sectores que quedaban por liberalizar y privatizar eran los sectores estratégicos y los más relacionados con el control político del país (el sector industrial militar, la banca, los medios de comunicación,…). En 1997 se manifestaron las primeras fricciones con el régimen después de que algunos de los principales empresarios se pavonearon en un acto protocolario en Estados Unidos, afirmando entre otras cosas que ellos eran quienes detentaban el poder real en el país. Según fuentes periodísticas, en una reunión con dichos empresarios, Mubarak les llamó al orden, y llegó incluso a insultarles gravemente (EgyptFocus, abril de 1998). Poco después, situó a su hijo Gamal en la portavocía del Consejo Presidencial Egipcio Americano, un órgano consultivo del presidente que reúne a los principales hombres de negocios de ambos países con intereses en Egipto. El movimiento del presidente se interpretó como una maniobra orientada al control de los prohombres del sector privado. No obstante, pronto se manifestó que Gamal Mubarak iba a ponerse a la cabeza del sector privado como su punta de lanza, y no como su perro guardián.

Gamal Mubarak y la sucesión en la Presidencia

Gamal Mubarak siempre se había movido en los círculos económicos, era amigo de numerosos empresarios jóvenes, y había hecho sus propios negocios. Sin embargo, su imagen estaba menos dañada que la de su hermano Alaa, que se retiró o fue retirado de la escena pública cuando la unánime acusación de la voz popular de haberse enriquecido mediante negocios gracias a su posición, comenzó a ser recogida por la prensa extranjera -aunque nunca lo fue explícitamente, por temor, por la prensa local.

En un principio se dijo que Gamal iba a convertir en partido la asociación Al-Mustaqbal («El Futuro»), entidad de nueva creación a cuya cabeza se puso y que, con la financiación generosísima del sector privado, comenzó a promover proyectos de desarrollo económico y social. De ahí, y de la circunstancia de que se creó una nueva circunscripción electoral a la medida de Gamal y de las principales actividades de su asociación, vinieron los primeros rumores, en los últimos dos o tres años del siglo XX, de que el presidente, que superaba ya los 70 años, podría transferir el poder a su hijo.

Es muy significativo que, desde un primer momento, se alzaran voces en contra de la posible transmisión «hereditaria» del poder, y que esas voces fueran incrementándose y ganando en vigor hasta la actualidad, cuando en el pasado prácticamente nadie había osado criticar pública y directamente a Mubarak o su familia. Aunque en los últimos años, y en particular desde la aparición del movimiento Kifaya! (¡Basta!) en 2003, se haya atribuido el peso de la oposición a dicha transmisión a «la sociedad civil», lo cierto es que ésta no habría adquirido tal impulso y osadía si no se sintiera fuertemente respaldada por un rechazo mucho más amplio, que no podía venir de otro lugar sino del aparato del Estado. Este aspecto se ilumina si nos fijamos en los candidatos alternativos para la «sucesión» con los que se ha especulado: uno de estos sería el jefe de los servicios de inteligencia, Omar Soleimán, y otro «un militar», en línea con la tradición seguida desde Naser. Aunque la cuestión dista mucho de ser sentimental, de apego a las tradiciones -o al menos de ser sólo eso-, y en el caso del ejército lo podemos observar.

Además de la institución estatal más respetada, y sobre la que se fundó la legitimidad del actual régimen republicano, el ejército egipcio es un gigante humano, económico y social. Cuenta con un aparato industrial directamente dependiente de las autoridades militares -y no de las civiles, como en otros países-, que en 1995 empleaba a 100.000 personas, el 10% de la mano de obra del país (y el 20% de la mano de obra más especializada). Sin embargo, las actividades de tal aparato no se limitan a la producción militar (en la que Egipto llegó a ser a finales de los 80 uno de los principales exportadores del mundo), ni siquiera a la producción civil para el sector militar, sino que abarcan todos los terrenos económicos imaginables destinados al sector civil y a la exportación en él, desde productos electrónicos hasta todo tipo de productos agrícolas, participando incluso en actividades en el sector petrolífero e industrial. En estas actividades, el ejército se beneficia desde los años 80 de las ambigüedades de la situación económica: se ve favorecido por numerosos privilegios en aspectos financieros, fiscales, aduaneros, etc., y recibe subvenciones en tanto que «sector estratégico nacional», pero sin embargo se asocia en empresas mixtas con capital privado, sobre todo extranjero (hasta el 49%), y luego concurre, en condiciones ventajosas frente al sector privado a cualquier tipo de licitación o concurso económico que desee. Gracias, entre otras cosas, a todo este aparato económico en sí y a los beneficios que reporta, los militares -a los que el régimen siempre ha querido tener satisfechos- y los trabajadores del ejército se benefician de ventajas económicas y sociales de las que no disfrutan el resto de los ciudadanos. A pesar de las presiones, internas y externas, para que la industria dependiente del ejército sea privatizada totalmente, ni lo ha sido ni se expone a serlo en un plazo breve.

Así pues, si el ejército -sus altos mandos, se entiende- se opone, como se ha afirmado reiteradamente, a la hipotética elevación de Gamal Mubarak al rango de Jefe del Estado, lo hace más por lo que este representa, en tanto que abanderado del sector privado, que por cualquier motivo ideológico o personal. Y lo mismo cabe decir del resto de los dirigentes del aparato del Estado.

La «reforma» del PND

Gamal Mubarak no se presentó candidato a las elecciones legislativas de 2000. Sin embargo, dichos comicios fueron los que señalaron su asalto y el de «sus hombres» al partido gubernamental. Apoyándose en los muy débiles resultados obtenidos por los candidatos oficiales del PND (38%), que se vio obligado a recurrir a los «diputados pródigos» para asegurarse la mayoría de dos tercios que necesitaba para una serie de trámites muy importantes, como renovar la Ley de Excepción, modificar la Constitución, renovar ciertos mandatos especiales del Presidente de la República, etc., en 2002 se creó en el partido un nuevo órgano, el Comité de Políticas, con grandes poderes, entre los que destacan designar los candidatos del partido en las elecciones y diseñar las políticas que, en adelante, había de seguir el gobierno. La diferencia con el pasado era notable, pues antes era el gobierno quien decía al partido lo que debía hacer, pero lo más significativo es que a la cabeza del Comité se situaba Gamal Mubarak, y a su lado, dominándolo, sus amigos del sector privado.

Estos cambios, que se produjeron en el marco del octavo Congreso General del partido, fueron acompañados por la introducción de un nuevo discurso que anunciaba una reforma de amplio calado no sólo en la organización política, sino también en el rumbo del país.. Además de la crisis electoral del partido, los que a partir de entonces serían denominados «los reformistas del PND», tenían como argumento principal para el cambio de rumbo la crisis económica, desencadenada sobre todo por problemas financiero y monetarios, en la que el país se había sumergido de nuevo desde al menos 1999.

El discurso oficial de los reformistas señalaba que la reforma tenía dos capítulos principales, uno económico y otro político. A tal efecto, el primer cambio se dio en las personas y en el partido. Como hemos señalado, varios jóvenes empresarios pasaron a ocupar puestos de relevancia en él junto al hijo del presidente. Junto a ellos, se atrajo o se dio relevancia -menor- a una serie de académicos y profesionales que debían aportar los aspectos teóricos, políticos y sociales, de la pretendida nueva cara del régimen (como los politólogos Abd al-Moneim Said, Chihad Auda u Osama al-Gazali Harb).

Los equilibrios de Hosni Mubarak

En sus 25 años de mandato (1981-2006), Hosni Mubarak nunca se había visto enfrentado a una presión tan amplia sobre los fundamentos de su poder como en los años 2003-2005. En un complejo entramado de causas y efectos, se aunaron contra él la crisis económica, la crisis y las disensiones en su partido y en el régimen -en sentido amplio-, la presión de los Estados Unidos en pro de «la reforma política», y el envalentonamiento y encorajinamiento de la oposición, que más que con sus peticiones (no a la sucesión hereditaria, no a la Ley de Excepción, cambio de la Constitución, no a Mubarak padre), demostró con sus maneras que algo importante había cambiado en sus actitud ante el régimen: se había perdido miedo. En estas circunstancias, el presidente egipcio se dedicó a hacer equilibrios y a ganar tiempo ante las elecciones presidenciales de septiembre y las legislativas de noviembre-diciembre, todo ello de 2005.

En enero de 2004, Mubarak hizo frente por primera vez a los rumores, asegurando que era «absurdo» pensar en la transmisión hereditaria del poder «en una república». Prueba de ello era que, según él, y por extraño que parezca, su hijo había ingresado en el partido «con muchas dificultades» y -no sentía embarazo en afirmar- «a pesar de numerosas intercesiones en su favor»2 .

En julio de 2004, el presidente nombraba un nuevo gobierno, en el que conservaba a los principales ministros de la vieja guardia en los puestos «políticos», pero introducía dos hombres de negocios, con lo que las tres principales carteras económicas (Finanzas, Comercio e Industria, e Inversiones) y la presidencia pasaban a estar en manos de «liberales económicos». Este cuarteto se lanzó inmediatamente a emprender reformas económicas radicales: reducción de los aranceles sobre las importaciones, reducción de los impuestos tanto de las personas físicas como de las empresas… reducción de las subvenciones a los productos de primera necesidad. De un día para otro, poco antes de fin de año, el precio de los carburantes aumentó en un 50%, el del gas un 30%, y el del agua un 100%, según el semanario Al-Ahram Weekly3. Por primera vez, y en contra de las promesas recientes de Mubarak, se atacaba bajo el mandato de éste la medida social naserista que mayor efecto tenía sobre el conjunto de la población.

Según reconocían los propios «reformistas» del régimen, la reforma económica tenía «la prioridad» sobre la reforma política. Sin embargo, Hosni Mubarak sorprendió a propios y extraños al desdecirse en febrero de 2005 de lo que había dicho pocas semanas antes, y anunciar que se modificaría la Constitución para que en las elecciones presidenciales pudieran competir varios candidatos, y que la «elección» presidencial no se redujera -como hasta entonces- a un pleibiscito sobre el candidato único designado por el Parlamento. No obstante, cuando la reforma constitucional llegó, poco después, lo hizo lastrada con requisitos que hacían imposible que se pudiera presentar ningún candidato sin el beneplácito del régimen, ya que se exigía para ello la firma, no sólo de cierto número de diputados del Parlamento y de la segunda cámara nacional, sino también de los Consejos Locales, aun más dominados por el PND que aquellos.

Las elecciones presidenciales de septiembre de 2005 se celebraron sin que ninguno de los candidatos que competían con el presidente le hicieran sombra (obtuvo el 88’6% de los votos), pero con un coste importante para la imagen del presidente. Las denuncias de fraude se multiplicaron por doquier, desde el exterior y desde el interior, y fueron formuladas, incluso, por un organismo como el Consejo Nacional para los Derechos Humanos, dependiente del Estado, lo que constituye un hecho sin precedentes. Aunque el fraude es difícil de cuantificar, si se tiene en cuenta que la participación anunciada oficialmente fue de un 23% de los electores inscritos (31 millones), lo que equivale al 16% de los mayores de 18 años (cerca de 43 millones), y quitamos los votos de otros candidatos y aceptamos la estimación un 15% de votos de Mubarak fraudulentos, llegamos a la conclusión de que el presidente fue elegido con poco más del apoyo del 10% de la población adulta.

Los prolegómenos de las legislativas de 2005

Ningún actor ni observador político egipcio pensaba seriamente en la posibilidad de que el régimen pudiera dejar escapar el control sobre las elecciones presidenciales. Sin embargo, el caso podía ser otro con las elecciones legislativas a celebrar en noviembre y diciembre de 2005. Resultaba evidente que de la única manera que el régimen egipcio podía contener a corto y medio la presión ejercida sobre él, sin incurrir en una deriva represiva de imprevisibles consecuencias, era abriendo el sistema político a una mayor participación de la oposición. Las elecciones legislativas en el Egipto de Mubarak siempre han sido falseadas, y siempre muy falseadas, pero en diversa medida y con diversos objetivos según las circunstancias. Y, de cualquier manera, los cambios introducidos en el sistema electoral y en su control desde 1990, debido a la presión del poder judicial, habían hecho cada vez más numerosos los intersticios por los que podían colarse «diputados no deseados». En el año 2000 había que contar entre estos, además del elevado número de «diputados pródigos» del PND (216), que ya hemos mencionado, 20 escaños para la oposición de los partidos, 17 para los Hermanos Musulmanes y 18 para «independientes auténticos» (todo ello frente a 172 escaños para los candidatos oficiales del PND).

La razón principal de que los resultados de 2000 resultaran mucho menos favorables para el PND que las de 1990 y 1995 residía en que en aquellas el control del proceso electoral por los jueces, que prescribe la Constitución, fue mucho más importante que en 1990 y 1995. La aplicación del precepto legal había sido exigida por el Tribunal Constitucional en julio de 2000, poco antes de las elecciones, y había llevado a que el proceso se dividiera en tres fases, cada una para aproximadamente un tercio del país, dado que el número de jueces no era suficiente para cubrir todos los colegios electorales. Si los resultados no fueron mucho más adversos para el PND fue porque en ciertos colegios la supervisión no fue encargada a jueces, sino a funcionarios del Ministerio de Justicia, porque los recursos de fraude del régimen aún eran numerosos (manipulación del censo electoral, compra de votos, «votaciones colectivas», amedrantamiento de los adversarios y sus partidarios, etc.), y, sobre todo, porque los candidatos y representantes conocidos de los Hermanos Musulmanes fueron -como de costumbre- detenidos preventivamente. Los candidatos de los Hermanos Musulmanes elegidos lo fueron gracias a que habían conseguido ocultar a las autoridades su filiación política. No ha de olvidarse que la organización islamista es ilegal, y por ello esconde en la medida que puede la identidad de sus miembros.

En la elección presidencial de septiembre de 2005 la Junta Electoral había rechazado asignar un juez a cada uno de los 54.000 colegios electorales, y se había limitado a atribuir uno a cada uno de los 650 ó 700 centros principales de recuento de los votos, facilitando con ello el fraude hasta llegar a ellos. Sin embargo, ante las elecciones legislativas, y ante la amenaza del Club de Jueces -la asociación profesional de la magistratura- de boicotearlas si no se les atribuía la supervisión plena de los comicios, Mubarak anunció repetidas veces que el control judicial sería total, y efectivamente pareció que se tomaban las medidas para ello. Es más, el presidente aseguró que también se permitiría, por primera vez en 25 años, la presencia de observadores «de la sociedad civil» en todas las fases del proceso. Finalmente, la víspera de los comicios, el portavoz de los Hermanos Musulmanes, Esam El Erián podía decir con satisfacción que, por primera vez en 15 años su organización llegaba a unas elecciones sin tener a miembros de ella en las cárceles.

El desarrollo y los resultados de los comicios

A pesar de los signos que auguraban que el régimen egipcio podía ser más «tolerante» con el libre desarrollo de los comicios que en ninguna ocasión anterior, pocos esperaban un desarrollo y unos resultados como los de la primera fase, en la que debían adjudicarse 164 escaños. Si bien se mantuvieron las irregularidades en el censo, la compra de votos, las votaciones colectivas, y otras maniobras no violentas del régimen, las elecciones fueron inusitadamente limpias, ya que no se estorbó a los jueces, ni a los observadores, ni a los electores. El resultado fue que los candidatos oficiales del PND obtuvieron el 41’4% de los escaños, los HHMM el 20’7%, el resto de la oposición «reconocible» el 4’8%, y los «independientes» el 32’9%.

En la segunda fase, las cosas cambiaron. Recuperando la tradición, grupos de matones armados intentaron amedrentar a los observadores y electores de la oposición, que en ocasiones se enfrentaron a ellos, ante la pasividad inicial de las Fuerzas de Seguridad. Éstas, tras ser ampliamente criticadas, comenzaron a detener a los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes, acusándolos de haber provocado los disturbios. A pesar de todo, los islamistas obtuvieron el 30% de los escaños, gracias a su organización y coraje y al control judicial. El Club de Jueces amenazó con que sus miembros podrían abandonar la supervisión de los comicios, y con pedir al ejército que protegiera las elecciones.

En la tercera fase, la policía intervino masivamente, rodeando los colegios electorales, seleccionando a quienes podían votar, excluyendo a interventores y observadores, y amenazando, e incluso golpeando, a varios jueces. A lo largo de todo el proceso, murieron aproximadamente 20 personas, 700 fueron hospitalizadas, y 2000 detenidas, 1500 de ellas simpatizantes de los Hermanos Musulmanes. En esta fase, éstos sólo obtuvieron un 8% de los escaños, y el resultado global de las elecciones quedó así: 12 escaños pendientes de reelección, 145 escaños para los candidatos oficiales del PND (32’6%), 166 escaños para independientes que se reintegraron o ingresaron en el PND, 88 escaños para los Hermanos Musulmanes (19’8%), 10 para la oposición partidista, 3 para otros movimientos, y 20 independientes «auténticos». A ello hay que sumar diez diputados designados por el Presidente de la República.

Los resultados de los Hermanos Musulmanes fueron saludados por la prensa internacional y egipcia, y por la propia asociación islamista, como una gran victoria. Hay que tener en cuenta que «los hermanos» sólo presentaron unos 150 candidatos, por lo que obtuvieron la victoria, a pesar de todos los pesares, en el 60% de las circunscripciones en las que se presentaron. Sin embargo, más allá de las dimensiones exactas de su apoyo electoral -en el que sin duda hay que contar con el «voto de castigo» al régimen-, a nadie se le ocultaba que la organización islamista era, con mucho, la fuerza política más poderosa de Egipto, aunque fuera gracias a la mayoritaria pasividad política de sus ciudadanos. ¿A qué se debió entonces la «permisividad» inicial del régimen, que, a tenor de los antecedentes históricos, sólo podía llevar a donde llevó?

El éxito de los Hermanos Musulmanes y el fracaso de los «reformistas»

No hemos mencionado todavía que ante las elecciones presidenciales egipcias, los Hermanos Musulmanes habían adoptado una posición ambigua, aunque finalmente significativa. Se habían limitado a decir, sin referirse a nadie en concreto, que no podían apoyar la «corrupción» ni la «tiranía», y que pedían que cada «hermano» votara a quien les pareciera «más justo» como gobernante. Con ello, habían evitado pedir el voto para un candidato de la oposición y, sobre todo, boicotear los comicios, como habían hecho algunas fuerzas, y como sin duda hubieran debido hacer para infligir el mayor daño posible a la imagen del régimen egipcio.

Para el resto de las fuerzas de oposición, no cabe duda de que la organización islamista pactó tal postura con el gobierno a cambio de que se le permitiera, como ya hemos señalado, concurrir a las elecciones sin que sus candidatos fueran detenidos previamente. El reducido número de candidatos presentados, apenas un tercio del total de los escaños, sería la garantía para el gobierno de que un vuelco total de la situación era imposible. Sin embargo, persiste la duda acerca de cuales eran los objetivos exactos que el régimen perseguía con esta actitud, siendo previsible como lo era que los acontecimientos se desarrollaran como lo hicieron. Según la mayoría de los observadores, el fin era mostrar con la práctica a Estados Unidos y la Unión Europea, y a los medios secularistas egipcios que pugnaban por la reforma política, que la única alternativa al autoritarismo y la represión era el islamismo, y viceversa. Esta interpretación parece muy plausible, pero ha de ser complementada y matizada introduciendo otros elementos.

Como puede observarse en los resultados finales de las elecciones que hemos citado, en términos globales los resultados de los candidatos oficiales del PND fueron peores que los de los «disidentes electorales» del partido gobernante. Aunque esto ya ha había sucedido en el año 2000, en esta ocasión los candidatos oficiales habían sido elegidos por primera vez por el Comité de Políticas del partido, presidido por Gamal Mubarak, mayoritariamente de entre el sector «reformista» del partido. Además el Comité había afirmado que en esta ocasión no se permitiría el reingreso en el partido de los «diputados pródigos». Yendo al grano, diremos que durante las elecciones de 2005 hubo una voluntad coordinada y centralizada dentro del propio régimen de hacer fracasar al sector «reformista» del partido gobernante.

Hosam Badrawi, uno de los miembro principales del Comité de Políticas del PND , y candidato derrotado, lo decía explícitamente después de los comicios: su derrota era en gran parte resultado de la lucha dentro de su partido. La vieja guardia se había hecho cargo de la campaña, no lo había apoyado seriamente, y en el partido había habido gran «confusión» al seguir las instrucciones de aquella. Más concretamente, la publicidad de su candidatura «fue retirada de las calles, mientras que la de los Hermanos Musulmanes permaneció en ellas»4. Habida cuenta de cuál era el sistema de elección, de candidaturas uninominales a dos vueltas, con dos candidatos por distrito electoral, sólo queda por saber -aunque difícilmente se sabrá a corto plazo- en qué medida los Hermanos Musulmanes y los «disidentes electorales» del PND (y tras ellos la vieja guardia) se limitaron a competir cada uno por su lado con los candidatos oficiales del régimen, y en qué medida pudieron haber llegado a acuerdos entre ellos para intercambiar votos. Este aspecto es muy importante, no sólo para apreciar el alcance del enfrentamiento dentro del partido gobernante, sino también para calcular el número real de los simpatizantes de los Hermanos Musulmanes. Hay que tener en cuenta que en las elecciones legislativas votaron sólo 8’5 millones de personas de un total de 31’2 millones de electores registrados -todo ello según los datos oficiales, que no son muy fiables-, y de un total de entre 42 y 43 millones de mayores de 18 años que se estima puede haber actualmente en Egipto. Así que, en un hipotético escenario a medio plazo de «reactivación» de la participación política de los egipcios y de mayor «limpieza electoral», no se pueden predecir los resultados, aunque estos dependerán en gran parte de las alianzas que se forjen.

La decisión de Hosni Mubarak: liberalismo económico y represión

Pese a las dudas que pudieran persistir al respecto para muchos, el presidente egipcio ha sacado, al parecer, unas conclusiones muy claras del desarrollo de las elecciones, y ha obrado en consecuencia. En los primeros días de febrero de 2006, la mayor parte de los representantes de la vieja guardia, y a su cabeza Kamal Shadli, Secretario de Organización del PND desde hace 20 años, a quien los «reformistas» responsabilizan principalmente de su fracaso electoral, «se caían» de la Secretaría General del PND, su máximo órgano directivo. A la cabeza de aquella, sí, permanecía Safwat El-Sherif, durante también cerca de 20 años ministro de Información, y actual presidente de la segunda cámara del país, el Consejo Consultivo, y por ende de la comisión que autoriza la formación de nuevos partidos. Sin embargo, junto a al-Sherif el presidente nombraba -creando tal figura por primera vez- tres secretarios generales asistentes, dos de ellos de la vieja guardia pero próximos a Mubarak (uno, Zakariyya Azmi, es el jefe de su gabinete), y el tercero, de nuevo, su propio hijo Gamal. La caída de al-Sherif, también considerado responsable de los resultados electorales es, según todas las previsiones, cuestión de poco tiempo. Tal vez en el Congreso General del partido, a celebrar en 2007, sea sustituido, según la lógica de la evolución del poder, por Gamal Mubarak.

La nueva orientación político-económica del régimen ha quedado confirmada por una remodelación ministerial realizada en los mismos días que la de la dirección del PND. Cuatro nuevos empresarios ingresaban en el gobierno, uniéndose a los dos ya presentes, mientras el presidente del gobierno, Ahmad Nazif, confirmaba que la liberalización económica total sería la prioridad de su gabinete.

En cuanto a la «reforma política», todos los indicios apuntan hacia lo improbable de su materialización, más allá de las buenas palabras de los dirigentes egipcios. Tales palabras siguen anunciando la reforma de la Constitución y la suspensión, por primera vez desde 1981, de la vigencia de la Ley de Excepción y de otras leyes represivas. No obstante, según el presidente del gobierno la Ley de Excepción será substituida por legislación antiterrorista «similar a la que existe en Europa», alternativa rechazada por el conjunto de la oposición. Esta desconfianza es comprensible a la luz de los pasos dados por los gobernantes después de las elecciones. En primer lugar, en el nuevo gobierno sigue el ministro del Interior que dirigió la represión en los comicios; en segundo lugar, se han iniciado procesos judiciales contra periodistas críticos y contra los jueces que encabezaron las criticas al fraude electoral, y se pretende modificar la legislación relativa a los deberes y derechos de los magistrados; en tercer lugar, las elecciones a los Consejos Locales, que debían celebrarse en 2006, han sido aplazadas dos años; en cuarto lugar, Gamal Mubarak ha pedido que se legisle para impedir en el futuro el acceso al Parlamento de «quienes instrumentalizan la religión»…; y así podríamos seguir si no fuera suficiente.

Sin embargo, por el camino del mero autoritarismo, ni a Hosni Mubarak, ni a su hijo, ni a su remozado régimen les resultarán las cosas sencillas. Los apoyos humanos con los que cuentan, tanto en lo que respecta a las élites como al conjunto del pueblo egipcio, son más reducidos que nunca. La fidelidad del aparato del Estado ligado a la vieja guardia (incluidos amplios sectores del ejército), y de su red clientelista, no está garantizada si las nuevas políticas les son muy adversas. Algunos de quienes se habían incorporado al «proyecto reformista» de Gamal Mubarak por creer sinceramente en él, como el intelectual Usama El-Gazali Harb, lo han abandonado decepcionados tras las elecciones. Nuevas dosis de liberalización económica a favor de los grandes hombres de negocio podrían enajenar aun más al régimen el afecto de la pequeña burguesía, incluida la del sector privado, ya ganada mayoritariamente por los Hermanos Musulmanes. Finalmente, los trabajadores y el abundante lumpen proletariado podrían no soportar la subida de tarifas y la eliminación de los subsidios en los productos de primera necesidad que la adaptación absoluta a «las reglas del mercado» exige.

Una baza principal del régimen en la contención de la oposición había sido hasta ahora la división y el aislamiento de aquella, que se había empeñado afanosamente en conseguir: la oposición islamista, por un lado, y la secularista -con sus grandes divisiones internas- por otro; las clases medias y educadas en sus parcelas, y con sus libertades relativas, pero impedidas de hacer proselitismo entre el pueblo. No obstante, en los últimos tres años los esfuerzos por la unidad de la oposición se han incrementado muchísimo, y los recelos de los secularistas frente a los Hermanos Musulmanes han disminuido en la misma medida. La organización islamista ha insistido, en especial tras las elecciones, en que sus objetivos son la reforma política y la justicia, y en que no busca imponer normas sociales de conducta. La oposición secularista es consciente de que, a corto y medio plazo, nada puede hacer sin la corriente islamista para forzar al régimen a emprender reformas políticas efectivas. Aunque algunos recuerdan que, atendiendo a la experiencia histórica, es muy difícil creer que los «hermanos» puedan renunciar a intervenir en los aspectos de costumbres, mientras que en términos económicos nunca han manifestado ningún rechazo hacia el liberalismo, sino que tan sólo buscan proteger a sus numerosos simpatizantes de la pequeña y media burguesía de la penetración indiscriminada del capitalismo internacional a lomos de una serie de magnates locales.

Lo que parece fuera de toda duda es que la oposición no puede esperar gran ayuda de los Estados Unidos. Estos, pese a su escandalera anterior a las elecciones acerca de la necesidad de la «reforma política», han sido muy moderados durante y tras ellas en sus críticas al gobierno egipcio, afirmando su «respeto» por sus decisiones, incluido el mantenimiento en la ilegalidad de los Hermanos Musulmanes. Tal vez esto se deba a que la reforma realmente buscada por los Estados Unidos ha sido alcanzada después de las elecciones. Según uno de los principales dirigentes de los Hermanos Musulmanes, Esam al-Erián, la principal preocupación de Washington era que se aupara al poder «a la nueva generación de tecnócratas y empresarios que están inclinados por naturaleza a identificarse con los puntos de vista americanos». Estos puntos de vista, siempre según al-Erián, no se refieren sólo a los aspectos económicos, sino también a los de política regional, en la que Estados Unidos no está satisfecho con la postura egipcia ante las cuestiones iraquí, siria e israelí5.

El gobierno «reformista» egipcio nombrado en julio de 2004, ya había mostrado en diciembre de ese mismo año su identificación con los puntos de vista americanos al firmar el primer acuerdo de cooperación comercial e industrial estratégico con Israel desde la firma de los acuerdos de paz con Israel en 1979. La firma de este acuerdo, que era condición sine qua non para que Washington aceptara continuar las conversaciones sobre el tratado de libre comercio entre Estados Unidos y Egipto, y que había sido rechazada hasta entonces por el gobierno egipcio, implicaba la creación de Zonas Industriales Cualificadas (QIZ) entre ambos países vecinos en territorio egipcio. Los productos elaborados en estas zonas serían aceptados sin cuota y sin derechos de aduana en Estados Unidos, siempre que llevaran como mínimo un 11’2% de componentes israelíes y que fueran resultado de una tasa de integración económica del 35%.

Sea lo que fuere del futuro de la política interna en Egipto, se augura mucho menos tranquila de lo que lo ha sido en los últimos 25 años.

1 La «apertura» de Sadat (el famoso infitah) se dirigió principalmente a la inversión extranjera y privada en las empresas públicas y al comercio exterior. En la práctica, las inversiones no acudieron en la medida deseada, y en cuento al comercio exterior, la principal consecuencia fue la importación desaforada de productos de consumo relativamente «de lujo». La medida más impopular que Sadat intentó acometer fue la retirada de la subvención estatal a los productos de primera necesidad en 1977, pero las revueltas populares que se desencadenaron, y que tuvieron que ser reprimidas por el ejército, ante la impotencia de la policía para hacerlo, le obligaron a dar marcha atrás.

2 Al-Ahram Hebdo, 7 de enero de 2004.

3 Al-Ahram Weekly, semana del 30 de diciembre de 2004 al 5 de enero de 2005.

4 «From A to b» (Entrevista realizada por Shaden Shehab), Al-Ahram Weekly, 15-21 de diciembre de 2005.

5 AL-ERIÁN, E.: «Dodging political landmines», Al-Ahram Weekly, 1-7 de marzo de 2006).

El autor es profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante