«La verdad no está de parte de quien grite más» Tagore El fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que dispone el pago de indemnizaciones para los deudos de 41 víctimas de la matanza del penal Miguel Castro Castro en mayo de 1992, ha impactado especialmente al presidente Alan García quien salió por […]
«La verdad no está de parte de quien grite más»
Tagore
El fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), que dispone el pago de indemnizaciones para los deudos de 41 víctimas de la matanza del penal Miguel Castro Castro en mayo de 1992, ha impactado especialmente al presidente Alan García quien salió por calles y avenidas a despotricar contra ese organismo.
García y sus aliados fujimoristas están asustados de que el brazo de la justicia se extienda y alcance no solamente al fugitivo ex presidente Alberto Fujimori sino también al mismo García quien debe pagar alguna vez por haber masacrado a cientos de indefensos prisioneros en dos cárceles del Perú, durante su primer nefasto gobierno.
En realidad, los crímenes cometidos por Fujimori y su maquiavélico asesor Vladimiro Montesinos con sus escuadrones de la muerte, quedan opacados frente a las matanzas y violaciones de los derechos humanos que tuvieron lugar durante el gobierno de García entre 1985 y 1990. Mientras Fujimori y sus secuaces mataron e hicieron desaparecer a cientos de personas, durante el gobierno de García fueron masacrados miles de peruanos. ¿Quién no se acuerda de ejecuciones extrajudiciales y masacres en las comunidades campesinas, desapariciones, detenciones arbitrarias y torturas en aquellos oscuros años cuando el país fue sumido en la guerra civil que borró el límite que separaba a los culpables de los inocentes?.
De acuerdo a las estadísticas oficiales, confirmadas por la Comisión Especial de Derechos Humanos del Congreso, durante el primer gobierno de García, hubo más de 18,000 víctimas de la violencia política.
Un 50 por ciento fueron civiles, 7 por ciento miembros de las fuerzas armadas y policiales y 43 por ciento insurgentes, en su mayoría los senderistas que se sublevaron contra el estado peruano. También está probado que un 75 por ciento de las víctimas civiles fueron ocasionadas por los militares y policías y que más de un 40 por ciento de los muertos senderistas eran inocentes civiles.
Como declaraba sin empacho su ministro de defensa general Luis Cisneros, «cuando los militares matan a unas 60 personas, de las cuales en el mejor de los casos unos tres individuos pudieran ser senderistas, en el informe oficial, los 60 muertos son catalogados como terroristas».
Esto se llamaba el uso de «la violencia racional» del estado contra «la violencia irracional» de los subversivos. Bastaba que le encontraran a un detenido algún libro de Lenin, Mariátegui, Mao o Vallejo para que esta persona desapareciera. A tal extremo llegó la situación que de acuerdo a la representante Sofía Macher de la Amnistía Internacional en el Perú en 1988 – 1991, para el final del 1990, la cantidad de peruanos desaparecidos ejecutados en el Perú «democrático» superó el número de víctimas de la represión en Chile y Argentina.
Los casos más aberrantes fueron las masacres de los presos senderistas de la isla penal El Frontón y de la cárcel de Lurigancho, donde los reos se habían amotinado para llamar la atención de los asistentes al XVII Congreso de la Internacional Socialista. Para aplacarlo, Alan García ordenó a la Marina bombardear el Frontón con material bélico demoledor. De más de 300 prisioneros, sólo 32 se salvaron (aunque después desaparecieron); los demás quedaron sepultados bajo los escombros.
En Lurigancho, bajo la consigna del ex ministro de la marina Julio Pacheco Concha: «la gente irrecuperable tiene que eliminarse de la sociedad», 119 internos fueron capturados vivos, torturados y posteriormente ejecutados uno por uno, sin contar un gran número de desaparecidos. Lo paradójico es que esta acción fue avalada por el líder de la Internacional Socialista Willy Brandt que presidía la Conferencia.
Las acusaciones contra Alan García son innumerables.
Como le deben perseguir los susurros de los muertos y desaparecidos por su escuadrón de la muerte Comando Rodrigo Franco. La Espada de Damocles se le acerca a él y sus aliados, y les hace temblar. Por el momento, la única forma de protegerse es protegiendo a Fujimori y rechazando el último veredicto de la CIDH.