Traducido por Gorka Larrabeiti
Como estaba ocupado con las convulsiones constitucionales turcas, sólo he podido seguir la primera aparición del detenido Radovan Karadzic ante los jueces del tribunal de La Haya por televisión. Mucha atención mediática en busca de aplausos. La celebración de la Justicia mayúscula, que antes o después golpea. Aplaudo también yo, pero con un regusto amargo en la boca. El peso de los recuerdos. Lo que vi en aquellos cuatro años infernales en Bosnia, en la Sarajevo asediada, en los pueblos de masacres de poca monta, de limpieza étnica, entre las mujeres violadas a quienes me avergonzaba entrevistar siendo un hombre. No recuerdo a muchos angelitos alrededor del diablo de Pale. Pero sí a muchos Poncios Pilatos. Mediadores que no hacían valer ningún elemento de fuerza. Una Europa indignada de palabra y comprometida para acudir en ayuda de los intereses del marco, el franco o la lira. La ONU militar con la orden de interposición preocupada en protegerse a sí misma. Un mundo de indignación a intensidad variable. Para Bosnia se necesitaron 4 años de carnicería, 100.000 muertos confirmados, tal vez un millón de prófugos. Tuvieron suerte los albaneses del Kosovo, quienes en nueve meses de guerrilla con mil víctimas entre ambas partes obtuvieron la «guerra humanitaria» a favor suyo.
En resumen: Bosnia como vergüenza colectiva que no podemos pretender descargar sobre un Karadzic obviamente culpable, mas no el único. Srbrenica. Por suerte o por desgracia me tocó entrar allí unos diez días después de la matanza. Éramos los primeros occidentales, el primer equipo televisivo, Tg1RAI, junto a los de la CNN. No vi los muertos, pues los habían sepultado ya en las fosas comunes, pero sí que sentí la peste a muerte por todas partes. Ni siquiera imaginé, lo confieso, el tamaño del horror que intuía a mi alrededor. Vi y transcribí, para que luego me las tradujeran del flamenco, las pintadas que adornaban las paredes del cuartel donde se habían resguardado los 400 cascos azules holandeses. De su cobardía, de la entrega de 7 u 8 mil hombres inermes al carnicero de Mladic todo se ha dicho y escrito. Pero de aquellas pintadas, no. Racismo, nazismo, vergüenza absoluta de llamarse hombres. ¿Qué se hizo de aquellos cabrones uniformados? ¿Siguen en algún ejército? ¿Pagaron con tan sólo un día de cárcel?
Por último, el Karadzic «estadista», y el Karadzic fugitivo. Embajadas de diplomáticos en Pale, Lukavica, en las instalaciones de esquí de Jahorina, en Trebevic, para encontrar al «estadista», hoy detenido en Scheveningen. En Zenica, por el contrario, vi tres formaciones de muyahidines socorriendo a los hermanos musulmanes de Sarajevo. Vi entonces por primera vez los «pakol», los pañuelos con los que se cubren la cabeza los afganos. Yo, que soy miope, veía; otros, no. Karadzic amenaza ahora con desvelar los salvoconductos «internacionales» que le habían garantizado la inmunidad mediante la fuga y el paradero desconocido. Después de lo que yo vi en Bosnia, no me cabía la menor duda. Ahora toca desearle larga vida a Karadzic, en la cárcel, por supuesto, a la espera de poder conocer a través de su testimonio a algún otro diablo de aquel infierno que se vivió en Bosnia. Confiando que pueda gozar de mejor salud que el desaparecido Slobodan Milosevic.