Irán no es Irak pero no está claro que los enloquecidos criminales de Washington e Israel comprendan con quién se las tienen.
Curiosa guerra la de los doce días contra Irán, en la que las tres partes implicadas, Israel, Estados Unidos e Irán, se declaran vencedoras. Falta un informe de daños fiable, pero es evidente que Irán ha sufrido: han devastado su sistema de defensa antiaéreo y sus infraestructuras, lo que agrava su frágil situación económica, y también han dañado sus instalaciones nucleares (no sabemos cuánto). El gobierno iraní admite todo eso. Pero aunque su economía esté muy tocada, en la población hay más apoyo al régimen que antes de esos doce días.
Respecto a Israel, nunca había sufrido un ataque de tal envergadura. Se ha acabado el mito de su invulnerabilidad militar. Toda la ayuda antiaérea y de intercepción de Estados Unidos y las potencias europeas, con cazas, barcos e interceptores que se sumaron a su propio sistema, no ha impedido que su territorio fuera un coladero para los misiles del adversario. The Telegraph informaba el 5 de julio de que los misiles iraníes impactaron directamente en cinco instalaciones militares. Además, el combate parece haber revelado la fragilidad industrial del bloque occidental, como informó The Guardian el 8 de julio: el conflicto ha consumido el grueso de los misiles interceptores Patriot de Estados Unidos. El agotamiento de los stocks israelíes y americanos habría determinado el alto el fuego. En Israel, estricta censura de los daños encajados, revelador alcance de lo que el exanalista de la CIA Larry C. Johnson describe como “el síndrome Samsonite” (por el elevado número de ciudadanos israelís que hicieron las maletas hacia Chipre y otros lugares), y el habitual parte de victoria, pese a que el objetivo de la guerra ha fracasado:1) un cambio de régimen en Teheran, a la siria, 2) debilitar a los Brics, Rusia y China, y 3) difuminar el genocidio.
Respecto a Estados Unidos, no hay información de satélites que confirme la afirmación de Trump, y de los propios israelíes, de que el programa nuclear de Irán haya sido “devastado”. En lo que sí hay coincidencia es en el pronóstico de que esta guerra tiene futuro asegurado. “Ha sido la primera guerra directa entre Irán e Israel y probablemente no será la última”, dice Amos Yadlin, presidente del think tank israelí Mind Israel. “El alto el fuego es frágil y la guerra puede reanudarse en cualquier momento”, opina el politólogo irano-estadounidense Kaveh Afrasiabi. “La sensación en Teherán es que Israel volverá a atacar porque la primera agresión no ha acabado muy bien para ellos. Irán se prepara para responder con fuerza ante tal eventualidad”, dice Seyed M. Marandi, profesor de la universidad de Teherán.
Más allá de estos pronósticos, la continuación de la guerra contra los persas se desprende del hecho de su contexto. Esta guerra forma parte de un movimiento general que define las actuales tensiones del mundo: el intento occidental de preservar militarmente su menguante hegemonismo y conjurar el ascenso de las nuevas potencias independientes que lo disputan, en primer lugar China, Rusia e Irán.
En Washington, los generales han puesto fecha al futuro enfrentamiento militar con China y hasta en Berlín algunos generales desvergonzados e históricamente amnésicos anuncian una guerra con Rusia en los próximos años. En Moscú nadie cree en la mediación de Trump en la guerra de la OTAN contra Rusia en Ucrania. ¿Qué mediación puede haber en un conflicto del que se es parte? Lo de Trump no es más que un torpe ejercicio de economía de recursos. Estados Unidos no tiene fuelle para lidiar militarmente con los tres grandes países adversarios, así que transfiere, por lo menos parcialmente, a Europa el frente ruso, mientras Israel “hace el trabajo sucio por todos nosotros”, en palabras, que quedarán para la historia de la infamia, del canciller alemán Friedrich Merz, y los americanos se concentran en su batalla perdida contra China en Asia Oriental. El vector de presionar a Rusia en su entorno continúa a toda máquina, como puede apreciarse en Moldavia, Armenia y Azerbaiyán. En Teherán se cree que muchos de los drones que atacaron las provincias del norte y este del país el 13 de julio fueron lanzados desde Azerbaiyán… Así que todo eso tiene su propia geografía, pero forma parte del mismo conflicto fundamental que está subiendo en intensidad.
Si la unidad de acción de Occidente (Estados Unidos, Unión Europea, Australia…) está clara, la de sus tres adversarios lo está menos. La relación ruso-iraní es ambigua como lo demuestra el hecho de que en los últimos años Moscú no haya suministrado sus cazas Su-35 ni sus sistemas de defensa antiaérea S-400 a Irán, cosa que sí ha hecho con India y Turquía, miembro de la OTAN. Tras la guerra de los doce días, los rusos han respondido con cierto rubor diciendo que los iraníes no solicitaron tal cooperación militar, algo que no parece muy creíble, y que el acuerdo bilateral en la materia con Teherán dice que “si una de las partes es atacada, la otra se compromete… a no ayudar al agresor”. Dicen que tal curioso articulado fue iniciativa de los iraníes para no irritar a los americanos, pero es un hecho que tampoco los rusos quieren irritar a los israelíes con quienes mantienen una relación importante y sutil, no solo por los casi dos millones de rusoparlantes, exciudadanos de la URSS, que viven en el Estado genocida. Rusia es aliado virtual de Irán en muchos aspectos pero también objeto de recelo histórico por su tradición imperial en el XVIII y XIX (conquista del Cáucaso y Transcaucasia de influencia y presencia persa), y sus diversas ocupaciones militares del país en el siglo XX, la última de ellas después de la Segunda Guerra Mundial. Respecto a China, su principal cliente petrolero, la relación es más fluida. Seguramente Pekín ya está haciendo lo que Moscú no ha hecho: suministrar sofisticados sistemas de defensa antiaérea. Con China hay más fluidez seguramente también porque tanto China como Irán pertenecen al pequeño grupo de las entidades políticas más ancianas de este mundo. Tradiciones políticas y culturales de civilización de más de tres mil años determinan cierta sintonía.
En ese mismo contexto civilizatorio, los delirios supremacistas bíblicos de Israel no deben impresionar demasiado a Irán. Después de todo, un emperador persa, Ciro el Grande, fundador de la dinastía aqueménida, es mencionado en la Biblia como liberador de los judíos de su cautiverio babilónico en el siglo VI antes de Cristo. Como sucede con los chinos, el milenarismo judío tampoco impresiona a los persas. El Zoroastrismo, o mazdeísmo, nacido seguramente entre 1400 y 1000 años antes de Cristo fue una de las primeras, si no la primera religión monoteísta. Su cosmología, cielo, infierno, purgatorio, paraíso (en antiguo persa “pardis” significa jardín), la idea de un profeta salvador y de un mesías nacido de una virgen, inspiró, o fue adoptada por el judaísmo y su posterior desviación sectaria, el cristianismo. Autores como R.C. Zaehner defienden que los mitos mazdeístas de la creación, el fin del mundo y el juicio final, en el que las acciones de cada uno son enjuiciadas después de la muerte, son anteriores a los judíos y que éstos las adoptaron tras su contacto con la cultura persa (Katouzian, 2009).
Habiendo sufrido a lo largo de su larga historia las invasiones y dominios de árabes, turcos, mongoles y, más recientemente, de rusos, británicos y americanos, Irán siempre recuperó su autonomía política y preservó su cultura. A diferencia de los egipcios que perdieron su antigua identidad preislámica y se convirtieron en árabes, los persas continuaron siendo persas en el Islam. Persia fue dominada por grandes potencias, pero nunca colonizada. A diferencia también de muchos de sus vecinos de la región, su territorio no es producto del trazado occidental de las fronteras. Su sistema político fue casi siempre despótico, pero al mismo tiempo estuvo atravesado por todas las corrientes de pensamiento y fue muy permeable a ellas. Su fuerte identidad persa ha convivido con turcos azeríes (la mitad de los habitantes de Teherán lo son), turkmenos, kurdos, árabes, luros, baluchis y otros. Su confesionalidad chiíta no impide la existencia de comunidades sunitas (15% de la población), cristianas y judías. Irán tiene la mayor comunidad judía de Oriente Medio con entre 9.000 y 15.000 miembros, un diputado y decenas de sinagogas.
El Irán reciente
La identidad nacional de los persas no es sólo resultado de su patrimonio chiíta o preislámico, sino también de las experiencias del siglo XX, su revolución constitucional de principios de siglo, la amenaza imperial británica, rusa y americana, el movimiento nacional de Mossadeq, los traumas del golpe de 1953 y las dramáticas experiencias de la revolución de 1979 y de la guerra contra Irak, apoyado por Occidente.
Reza Shah (1878-1944): un mozo de cuadra que había alcanzado el generalato llegó al poder mediante un golpe de Estado en 1921 e instauró una monarquía militar que puso los cimientos de la primera estructura de gobierno centralizada en 2000 años de historia, extendiendo el uso de la lengua persa en un país de gran diversidad etnolingüística, junto con las carreteras y el ferrocarril. Su modernización autoritaria se impuso sobre un entramado despótico en el que los ministros del Shah, frecuentemente formados en Europa, se postraban ante él como “esclavos de su majestad” y cuya atmósfera era descrita por un funcionario británico diciendo que, “el gobierno tiene miedo del parlamento (majlis), el majlis tiene miedo del ejército y todos temen al Shah”. Los más estrechos colaboradores de aquel “rey de reyes” acababan frecuentemente en la cárcel o asesinados, como Abdul Hassan Diba, tío de la que más tarde sería emperatriz y esposa del último Shah, hijo de Reza, Mohammad Reza Pahlavi (1919-1980) derrocado por la revolución de 1979.
Como Ataturk algo después o el zar Pedro el Grande mucho antes, Reza Shah impuso códigos de vestimenta (pantalones y chaqueta) fomentando el afeitado de barbas y la moderación en la longitud del bigote. Concluida en 1930, la prisión de Qasr llegó a ser símbolo de su régimen. La llamaban faramushjaneh, la “casa del olvido” porque quienes ingresaban en ellas debían ser olvidados por la sociedad y borrar de su memoria el mundo exterior. El Shah modernizó Teherán, destruyendo la ciudad antigua, creando tiendas, cafés y cinco cines, cuyas primeras películas fueron Tarzán, la Fiebre del oro de Chaplin y Alí Babá y los cuarenta ladrones. En el resto del país, por primera vez el poder militar central se impuso sobre la tradicional fuerza militar tribal que reinaba en regiones sin control, se sometió al clero “supersticioso”, se abrieron escuelas, mejoró el estatuto de las mujeres, se eliminaron estructuras “feudales”, se crearon las primeras fábricas y, sobre todo, se unificó el país lingüística y culturalmente, fomentando la unidad y una identidad nacional.
La occidentalización era el envoltorio del despotismo con prioridad de lo militar sobre lo civil, completa ignorancia de la ley y la Constitución, asesinato de líderes de la oposición y generalización de la corrupción.
Admirador de la Alemania nazi que, en vísperas de la II Guerra Mundial, era su primer socio comercial, Reza adoptó, en 1934, el nombre de Irán como el país origen de los arios. Con la invasión alemana de la URSS, soviéticos y británicos se hicieron con el control militar del país para disponer de un corredor terrestre de suministro alternativo a la peligrosa ruta marítima del norte del puerto de Arkhangelsk. Echaron al Shah pero conservaron su monarquía, que pasó a manos de su hijo Mohammad Reza, en 1941.
Mohammad Reza se estrenó como monarca constitucional poniendo fin al absolutismo de su padre –que murió en el exilio en Sudáfrica–, hasta que en 1953, instado por Inglaterra y Estados Unidos, dio un golpe de Estado contra su primer ministro Mohammad Mosaddeq, porque éste había nacionalizado la industria del petróleo en 1951 y era una figura demasiado independiente e incorruptible. El derrocamiento de Mosaddeq fue el primer golpe de Estado de la CIA y con él, el Shah restableció el régimen despótico de su padre y la autoridad indiscutible de la monarquía. El golpe asoció al Shah con los intereses petroleros ingleses y el imperialismo, y a su ejército con los servicios secretos británicos y la CIA. De paso, destruyó la oposición de izquierdas, lo que ayudó a reemplazar el nacionalismo, el socialismo y el liberalismo por el fundamentalismo islámico. Puede decirse por eso que las raíces de la revolución de 1979 se remontan a 1953 ( Abrahamian, 2008).
Con su último Shah y lo que se denominó “revolución blanca”, Irán se convirtió en el cuarto productor mundial de petróleo, el segundo exportador, y principal gendarme regional subordinado a Israel y Estados Unidos. Su presupuesto militar se multiplicó por doce y su policía de Estado, la Savak, creada por el Mossad y el FBI, devino en un temible instrumento de represión y control, cuya acción alcanzaba hasta el pueblo más remoto, con entre 25.000 y 100.000 presos políticos en 1975. Formalmente existían dos partidos, (Irán Novin y Mardom), popularmente conocidos como el “partido del sí”, y el “partido del sí señor”. Paralelamente hubo grandes avances en sanidad y educación, el analfabetismo se redujo de casi el 80% al 60% y se multiplicó el número de estudiantes, 80.000 de ellos en el extranjero. En vísperas de la revolución, casi la mitad de la población tenía menos de 16 años y las desigualdades sociales se habían exacerbado. Los sectores intelectuales y obreros que concentraban el mayor descontento multiplicaron por cuatro su número. Pensada para prevenir una revolución roja, la “revolución blanca” del Shah creó las condiciones para una inusitada y desconcertante “revolución islámica”.
La revolución de 1979 combinó nacionalismo, populismo y radicalismo religioso. El sociólogo Alí Shariati, uno de los autores que mejor expresó el nuevo espíritu, tradujo a Sartre, Che Guevara y a Franz Fanon, recibió la influencia de la teología de la liberación y de los movimientos de liberación nacional. Shariati definió la esencia del chiísmo como la lucha contra la opresión, el feudalismo, el capitalismo y el imperialismo. Educado en Francia, y tras haber sido encarcelado dos veces, tuvo que marchar al exilio para establecerse en Inglaterra, donde murió tres semanas después de su llegada y dos años antes de la revolución, en lo que los iranís interpretaron como un asesinato de la Savak. Si el público de Shariati era la intelligentsia y la juventud estudiantil, el de Jomeini, confinado o exiliado desde 1963 por acusar al Shah de someterse al dictado de los americanos, acabó siendo el conjunto de la población que coreaba en las manifestaciones sus postulados: El islam pertenece a los oprimidos, no a los opresores / El Islam representa a los habitantes de las barriadas no a los de los palacios/ El Islam no es el opio de las masas / Los pobres mueren por la revolución, los ricos conspiran contra ella / Oprimidos del mundo, ¡uníos! / Oprimidos del mundo, cread un partido de los oprimidos / Ni Este ni Oeste, sino Islam / El Islam eliminará las diferencias de clase / El islam se origina entre las masas, no entre los ricos / En el Islam no habrá campesinos sin tierra…
Como toda revolución, la iraní conoció enseguida la división y los enfrentamientos entre sus miembros, devoró a sus hijos e hizo suyos los métodos de tortura, ejecución y encarcelamiento de opositores que habían caracterizado al régimen anterior. La facción armada apoyada por el presidente Bani Sadr intentó tomar el poder en junio de 1981, asesinando a numerosas personalidades como el presidente de la Asamblea de expertos, el jefe del Tribunal Supremo, el jefe de la Policía, el de los tribunales revolucionarios, cuatro ministros, diez viceministros, un editor de periódico, veintiocho diputados, dos imanes y al presidente Mohamad Rajai, hiriendo, además, a dos importantes colaboradores de Jomeini, incluido su futuro sucesor como líder supremo, Rafsanjani. En el año y medio anterior, los tribunales ejecutaron a 497 opositores y en los cuatro años posteriores a aquel junio se ejecutó a 8.000 opositores, la mayoría de ellos antiguos revolucionarios. Occidente respondió a la revolución animando a Sadam Husein a iniciar su guerra contra Irán, de ocho años de duración (1980-1988), que produjo unos 200.000 muertos en Irán (la cifra de un millón de muertos habitualmente barajada no es correcta) y unió al país, aunque algunos grupos se aliaron con el enemigo. Concluida la guerra, una nueva ola de terror ahorcó en apenas cuatro semanas a 2.800 presos, lo que ocasionó la dimisión en protesta y el retiro del ayatollah Husein Montazeri que, desde 1979, estaba llamado a ser el sucesor de Jomeini.
La revolución de 1979 dio lugar a un sistema sin precedentes que combinó el gobierno de los clérigos con la democracia, con tres poderes separados, incluido un presidente electo y un parlamento, así como un sistema de tutela clerical de rango superior sobre todo ello. En la práctica, este sistema ha producido un juego institucional y una alternancia entre conservadores y reformadores mayor y seguramente más vivo que el de los actuales Estados Unidos con el eterno gobierno del Estado profundo y la alternancia entre las dos facciones de lo que es en esencia un partido único absolutamente controlado por la minoría más rica. En Irán, el aperturista Hasán Rohaní (presidente de 2013 a 2021) sucedió al conservador Majmud Ajmadineyad (2005-2013), con cambios de fondo, bandazos y retrocesos más significativos que los Clinton y Obama respecto a los Bush o Trump. Bernard Hourcade, uno de los más conocidos especialistas franceses en Irán, define al régimen iraní como “una república vigilada que se demuestra capaz de cambios y evolución bajo la presión cada vez mayor de su población” (Hourcade, 2016). La siempre denostada, y con razón, situación de la mujer en Irán es manifiestamente más desahogada que en los países musulmanes de la región. El 60% de los estudiantes universitarios y el 40% de los médicos son mujeres en Irán y en general, la sociedad parece mucho más viva y rebelde en la reclamación de sus derechos. En 2003 The Economist observaba que “pese a ser un Estado islámico imbuido de religión y de simbolismo religioso, Irán es un país cada vez más anticlerical. En eso se parece a ciertos países católicos en los que la religión se da como cosa hecha, sin particular exhibición y con sentimientos ambiguos hacia el clero. Los iraníes tienden a burlarse de sus mullahs, con chistes sobre ellos y desde luego los quieren fuera de sus dormitorios. Su disgusto es particularmente vivo hacia el clero político”.
A principios del actual siglo el 70% de la población no observaba sus oraciones diarias y menos de un 2% acudía a las mezquitas los viernes. (Abrahamian, 2008). Reducir la crónica de ese país a las protestas populares contra el velo, la represión o el elevado número de ejecuciones (frecuente segundo puesto mundial después de China), es la receta segura para no entender nada sobre Irán. En lo que a mí respecta, eso es algo que percibí con bastante claridad en mi único contacto directo con políticos iraníes. Fue, durante varios años, en la Conferencia de Seguridad de Múnich, un cónclave atlantista organizado por las empresas armamentísticas alemanas al que se invitaba a algunos iraníes para mostrar un aparente pluralismo, absolutamente ausente del certamen. En medio de tanta estupidez imperial, las intervenciones de los iraníes solían ser las más interesantes y sofisticadas, y siempre eran ignoradas por el rebaño mediático allí congregado.
Que un país de 92 millones de habitantes, más grande que la suma de España, Francia, Gran Bretaña y Alemania, con tal longeva tradición civilizatoria, que tiene frontera, terrestre o marítima, con quince países sin haber protagonizado ni una sola agresión ni invasión en los últimos doscientos años, y que propone desde hace décadas el establecimiento de una zona libre de armas nucleares en Oriente Medio, pase en Occidente por ser amenaza internacional, objeto de sanciones y bloqueos, y ahora de guerra, es mérito de nuestros medios de comunicación.
Cuando se dice que Irán no es Irak, se entiende que el imperio, cuya capacidad de desastre nadie discute, tiene en los persas un adversario de otra entidad y calidad. Es dudoso que los enloquecidos criminales de Washington y Tel Aviv comprendan la diferencia.
Rafael Poch-de-Feliu (Barcelona) fue corresponsal de La Vanguardia en Moscú, Pekín y Berlín. Autor de varios libros; sobre el fin de la URSS, sobre la Rusia de Putin, sobre China, y un ensayo colectivo sobre la Alemania de la eurocrisis.