Si bien la guerra en Ucrania no es aún un choque militar directo entre grandes potencias, marca un peligroso acercamiento en ese sentido.
En El imperialismo en tiempos de desorden mundial (Ediciones IPS, 2021) discutíamos algunas de las principales tendencias que caracterizan el imperialismo en la actualidad. Entre ellas, el declive del poderío norteamericano, el rol disruptivo que jugó Trump en la presidencia de ese país para las relaciones interestatales, y el desafío de China. Estos eran algunos elementos de dicha tendencia al “desorden mundial” o “caos sistémico”, como lo definían algunos de los autores que abordamos en el libro. La guerra en Ucrania, cuyo desenlace continúa abierto, ¿acelera la tendencia previa o replantea todo el escenario y define nuevos cursos?
Ilusiones del atlantismo recargado
Transcurrido más de un mes de la guerra, un clima de euforia triunfalista permea las opiniones de la mayor parte del mainstream mediático y los centros de decisión de EE. UU. El cumplimiento de los pronósticos realizados casi en soledad por Biden sobre la invasión rusa; la capacidad de articular rápidamente a los países de la OTAN para responder con duras sanciones económicas que no tienen precedentes y estuvieron bien por encima de lo que se pronosticaba previamente; y, finalmente, el empantanamiento del ejército ruso –que en las evaluaciones que circulan desde el Pentágono respondió tanto a debilidades y errores varios de Rusia como a la asistencia que desde 2014 viene recibiendo Ucrania en formación militar y pertrechos–, condujeron a un optimismo sobre el resultado de la contienda. La euforia llevó a Biden a sostener, en Polonia, que Putin no puede continuar en el poder, frase cuyo sentido algunos de sus colaboradores buscaron contextualizar y relativizar, pero de la cual el mandatario norteamericano no se desdijo al día de hoy.
La decisión de Rusia de invadir a Ucrania le permitió a EE. UU. forjar una unidad de propósito en el bloque atlantista que no se observaba desde los momentos inmediatamente posteriores al 11 de septiembre de 2001. El vigor de las sanciones económicas estuvo determinado por la firmeza europea en las mismas, y EE. UU. se pudo dar el lujo de quedar en un segundo plano y dejar que sus aliados llevaran la voz cantante. Si la dependencia de la energía de Rusia que condiciona a Europa podía hacer esperar mayores titubeos o ambivalencias, por lo pronto el cierre de filas fue contundente. Las medidas tomadas para acelerar la llegada de armamento europeo a Ucrania, y el giro de Alemania hacia incrementar su gasto militar –nutriendo por lo pronto las fuerzas de la OTAN aunque es al mismo tiempo un primer paso para recuperar un margen de maniobra propio en este terreno del que Alemania carece desde el final de la II Guerra Mundial– completaron la respuesta del bloque a la agresión rusa.
Después de los cuatro años de Trump y su América Primero, durante los cuáles buscó imprimirle a EE. UU. una orientación entre prescindente y subversiva respecto de las instituciones centrales con las cuales este país cimentó su dominio desde el final de la II Guerra Mundial, Biden llegó al gobierno prometiendo el retorno de EE. UU. a su posición de liderazgo del “mundo libre”. Pero la debacle en Afganistán marcó su primer año de gobierno y escenificó la continuidad de un poderío imperial en ostentoso deterioro. Medida con ese punto bajo, la situación actual aparece como una clara ganancia para el imperialismo estadounidense.
Después de la debacle en Afganistán, los contratiempos del ejército ruso en el terreno ucraniano también son motivo de celebración en el Pentágono según informan medios periodísticos como Whasington Post en base a opiniones de diversos funcionarios. Algo que puede resultar un poco exagerado considerando la sumatoria de traspiés que acumula EE. UU. en sus aventuras militares de envergadura.
Entonces, ¿se frena o se revierte la tendencia, no lineal pero sí observable, a la decadencia del poderío norteamericano que veníamos caracterizando antes de la guerra?
Esta sería una conclusión demasiado apresurada. Por supuesto que, como todo lo demás, dependerá del resultado final de la contienda, pero ya el hecho de que Rusia haya realizado este desafío al “orden basado en reglas” que EE. UU. dice defender, debería inducirnos al escepticismo respecto de esta noción. Algunos otros límites claros se alzan en contra de la pretensión de que se revierte la declinación estadounidense. Veamos.
La respuesta que están ejerciendo EE. UU. y la OTAN ocurre por fuera de cualquier participación directa en el teatro de la guerra, en el que solo juega un papel a través de la asistencia al ejército ucraniano, calibrando en todo momento lo que pueda ser tomado por Rusia como una agresión militar que pueda justificar acciones militares que vayan más allá de Ucrania (algo que tampoco las fuerzas rusas podrían sostener muy fácilmente). Esta intervención sin fuerzas en el terreno tiene para el imperialismo norteamericano y sus aliados la ventaja de evitar el desgaste que representa el esfuerzo bélico. Pero también limita la capacidad de incidir en la decisión del conflicto. Las sanciones provocarán severos trastornos en la economía rusa, que se sentirá durante un largo período, pero no aseguran torcer los objetivos militares del Kremlin.
Por otra parte, la UE y EE. UU. no lograron arrastran en sus sanciones a numerosos países, entre ellos compradores importantes de materias primas de Rusia como la India. Ni siquiera fueron acompañadas por Israel, un ariete central del imperialismo yanqui en Medio Oriente –aunque en este momento los opone la cuestión del acuerdo nuclear con Irán–, lo que responde al rol que juega Rusia en Medio Oriente y específicamente en Siria donde, como señaló el experto en política exterior israelí de la Institución Brookings, Natan Sachs, a la BBC, “Rusia permite a Israel ejecutar operaciones militares específicas dentro de Siria para contrarrestar la amenaza de Hezbolá”.
Entre los países que no se sumaron a las sanciones occidentales está nada menos que China, que desde el comienzo del conflicto se pronunció “por la paz” pero sin dar ningún paso hacia cuestionar a su aliado. Ante la desconexión parcial de Rusia del sistema internacional de pagos SWIFT, el CIPS de China apareció como alternativa. Si bien es cierto que las empresas chinas no quieren quedar expuestas como Huawei, cuya directora financiera, Meng Wanzhou, fue detenida en Canadá en 2018 bajo el argumento de que la firma había realizado maniobras para esquivar las restricciones impuestas por las sanciones a Irán, el gigante asiático no tiene motivaciones para separarse de Rusia y jugar con EE. UU., que se prepara para ir contra la propia China. Sin embargo, China tampoco pretende quedar expuesta a sanciones, aun sabiendo que aplicarlas en su contra sería algo de una magnitud completamente distinta, y mucho más costosa, para los imperialismos occidentales, cuyo comercio está completamente enlazado al de este país en todos los terrenos, y no solo en las materias primas y combustibles como en el caso de Rusia. En la evaluación de Alexander Gabuev, del Cargenie Moscow Center, “China está haciendo todo lo que es legítimo y que está fuera del alcance de las sanciones de EE. UU.”, al mismo tiempo que se prepara para, llegado el momento de la posguerra y un eventual relajamiento o levantamiento de las sanciones, asistir rápidamente en la recuperación de Rusia.
Agreguemos que las medidas tomadas contra Rusia generan un efecto de rebote que golpea a los propios países que las aplican, sobre todo a la UE (ya que EE. UU. puede al menos sacar tajada de jugosos negocios como la venta de gas licuado a sus socios de la OTAN a un precio bastante más elevado que el del gas ruso), y ya han alcanzado probablemente un nivel en el cual resulta muy peligroso seguir escalando. La inflación que ya venía en ascenso –como resultado de las medidas tomadas en 2020 para contener la crisis pandémica y de la disrupción de las cadenas de producción globales– se potencia por el alza de los precios de los alimentos y del petróleo, que suben por la propia guerra, pero agravado por el efecto de las sanciones en la oferta. Si bien EE. UU. y la UE se dejaron margen para aplicar sanciones todavía más duras si Putin continúa endureciendo las acciones militares, los efectos para la economía mundial que esto traería puede actuar como un disuasivo para aplicarlas.
Finalmente, la solidez del bloque atlantista podría empezar a descomponerse con la prolongación de la guerra. Tras décadas durante las cuales se fue poniendo de manifiesto, de manera cada vez más marcada, la divergencia de intereses y perspectivas entre EE. UU. y sus aliados europeos –frente a la invasión a Irak, la pos crisis de 2008 y su secuela europea con la crisis de deuda en la zona Euro, y en reiterados choques durante el gobierno de Trump–, no hay ningún fácil retorno a “foja cero”. La dependencia de la energía proveniente de Rusia se mostró desde el primer momento como un riesgo inherente al golpe económico propinado con las sanciones, y se agravará aún más a medida que se prolongue el conflicto. Como advierte el editorialista de Financial Times Gideon Rachman, “el peligro es que Rusia logre continuar la lucha durante muchos meses”, mientras que “los efectos de la ruptura económica con Moscú comenzarán a sentirse de manera mucho más aguda en Europa en forma de aumento de precios, escasez de energía, pérdida de empleos y el impacto social de tratar de absorber hasta 10 millones de refugiados ucranianos”. A medida que aumente la presión económica, advierte Rachman, “la unidad occidental podría fracturarse, lo que generaría presiones contradictorias sobre los líderes políticos”. Agreguemos que la industria alemana, que desde la implementación por el gobierno de Gerhard Schröder del programa de reformas neoliberales conocido como Agenda 2010 entre 2003 y 2005, peleó por reestructurarse y volverse competitiva avanzando sobre las condiciones de la clase trabajadora alemana, no va a sacrificar sin más una parte de las ventajas logradas aceptando por tiempo indefinido la compra de energía más cara de fuentes alternativas a la rusa, lo que dispararía sus costos desplazando las mercancías “made in Germany” de los mercados globales.
Para Rachman, los riesgos para la unidad de propósitos en el bloque imperialista occidental no están solo en estas divergencias, sino en la posibilidad de que, al calor de estos desbordes económicos que preexisten a la guerra pero esta agrava infinitamente, se genere un “terreno fértil para el resurgimiento de populistas como Donald Trump en los EE. UU., Marine Le Pen en Francia o Matteo Salvini en Italia, todos los cuales han sido admiradores de Putin en el pasado”.
La foto del consenso entre EE. UU. y la UE para responder a la invasión de Rusia no puede tomarse entonces como el final de la película.
Rusia, ¿triunfo pírrico o derrota estrepitosa?
Putin lanzó la “operación especial” en Ucrania confiando, todo lo indica, en un éxito rápido en sus objetivos. Nada prueba la intención de tomar más territorio que el del Este del país, el Donbas, donde habita la población rusófona y se encuentran, además, buena parte de los recursos energéticos de Ucrania. Pero estas pretensiones territoriales acotadas iban acompañadas, según lo manifestaban las declaraciones oficiales al momento de iniciar la campaña, de la aspiración de producir un cambio de régimen en Ucrania, bajo la pretendida “desnazificación”, y asegurar a futuro una neutralidad en este país, abortando cualquier integración a la OTAN (que no era tampoco una perspectiva inmediata más allá de las manifestaciones del presidente de Ucrania a favor de avanzar hacia allí).
Muy probablemente había en la estrategia del Kremlin dos importantes cálculos que se probaron equivocados: que la resistencia ucraniana sería más débil, y que la respuesta por parte de EE. UU. y la UE en términos de sanciones sería más limitada, más en línea con las que fueron aplicadas desde la invasión a Crimea en 2014.
Al cabo de un mes de guerra, Rusia anunció un giro en sus objetivos, disfrazado tras la idea de que se habían cumplido los objetivos de la “primera etapa” de la Guerra. Sobre esta base, ahora se concentrarían en la ocupación del Este del país. Si bien desde entonces continuaron los bombardeos en el resto de Ucrania, es una forma de sincerar las dificultades y ajustar las pretensiones para mostrar una salida exitosa, a pesar de que hoy la perspectiva de un “cambio de régimen” para imponer un gobierno más favorable a Rusia parece mucho más lejana. Como observa con alguna ironía el analista estadounidense George Friedman,
La tragedia es que el acuerdo que se discute parece afirmar lo que había sido originalmente. Los rusos ahora afirman que su única intención en la guerra era asegurar la región oriental de Donbas, no ocupar Ucrania. Ir a la guerra por eso parecería inútil, ya que gran parte de la región de Donbas ha estado bajo un control ruso informal pero muy efectivo desde los eventos de 2014. Es una región dominada por rusos étnicos, y aunque Ucrania no estaba contenta con la ocupación del territorio ucraniano, difícilmente estaba en condiciones de desafiar seriamente a Rusia. Lo que hizo dudosas las afirmaciones rusas, por supuesto, fueron las columnas de tanques que se dirigían al sur desde Bielorrusia hacia Kiev, entre otras cosas. Parecían estar haciendo la guerra a Ucrania en general y no simplemente formalizar el control de un área que ya controlaban. Es probable que sus demandas sean más extremas, exigiendo el control de la tierra entre Donbas y Crimea, apoderándose de hecho del sureste de Ucrania. Pero como dije, libraron una guerra diseñada con ambiciones aún más amplias […] La tragedia es que se necesitaron miles de muertos para llevarnos al punto en el que todo comenzó [1].
Con el lanzamiento de la “operación especial”, Putin hizo gala de un desafío sin precedentes al derecho que se arroga EE. UU. para definir, junto a sus aliados, qué operaciones militares y ocupaciones son legítimas o, a falta de dicho acuerdo, para ser el único país que puede ejecutar operaciones que no cuentan con el respaldo en el consejo de seguridad de la ONU o su asamblea, como la de Irak, y no sufrir consecuencias. El cálculo de Rusia era desafiar las advertencias de EE. UU. y la OTAN, pero surfear las consecuencias económicas de las sanciones durante la conflagración para alcanzar sus objetivos militares y forzar un levantamiento de las mismas concluido el conflicto. Apoyado en la experiencia de 2014 se preparó para resistir las consecuencias económicas de sanciones como las de entonces, y contaba con holgadas reservas de USD 640.000 millones de dólares. El Banco Central ruso perdió acceso a casi la mitad de esos fondos como resultado del congelamiento impuesto por las sanciones.
El desenlace de la guerra está abierto y, más allá de los avances, el resultado de las negociaciones es todavía incierto. La apuesta de EE. UU. y sus aliados europeos es que la combinación entre la resistencia ucraniana y las sanciones produzca el máximo desgaste y obligue a Putin a hocicar, consiguiendo mucho menos de lo que ambicionaba. Pero, más allá de los costos que afrontó Rusia –mucho mayores a lo esperado– en el terreno y en los impactos económicos –aunque su moneda recuperó valor luego de las medidas tomadas para cobrar en rublos las exportaciones de gas y petróleo–, y de la moderación de sus ambiciones iniciales, el resultado podría ser muy distinto de la encerrona catastrófica que describen para Putin y su régimen algunos editorialistas occidentales. Otras miradas más sobrias reconocen que difícilmente pueda haber otro camino que negociar con Rusia. Como advertían hace unos días Thomas Graham y Rajan Menon en Foreign Affairs:
No hay un camino obvio hacia una victoria temprana y decisiva sobre Rusia. Estados Unidos y sus aliados han rechazado la posibilidad de una intervención militar directa para defender Ucrania, ante el riesgo de que pueda desencadenar una guerra nuclear. Las armas occidentales que fluyen hacia Ucrania aumentarán las pérdidas ya sustanciales de Rusia en soldados y armamentos, pero Putin parece estar preparado para aceptar el costo si eso es lo que se necesita para someter a los ucranianos […] Aunque Ucrania y sus patrocinadores occidentales no están en condiciones de derrotar a Rusia en un plazo razonable, sí tienen influencia para impulsar las negociaciones.
Desafiar el orden internacional, avanzar en objetivos territoriales en Ucrania y no quedar en total aislamiento sino ser parte de una salida negociada, puede ser menos de lo que Putin esperaba inicialmente, pero no se parece para nada a una derrota en toda la línea. Por eso, aunque los estrategas de la OTAN aspiran a que Rusia salga de la guerra mucho peor que como entró, la mancha de esta impugnación al orden imperialista por parte de una potencia “revisionista”, como la suelen definir los documentos de los think tanks occidentales por su ubicación contraria a Washington, que comparte con China, difícilmente pueda borrarse.
Un paso más hacia el enfrentamiento entre potencias
Si bien la guerra en Ucrania no es aún un choque militar directo entre grandes potencias, marca un peligroso acercamiento en ese sentido. Y así como aun en plena escalada EE. UU. no perdió de vista en ningún momento que el terreno donde se dirimen las cuestiones estratégicas cruciales para su dominio no se encuentra en el Este de Europa, sino en Asia, también Pekín observa con atención el desenvolvimiento de la guerra en Ucrania, con miras a lo que pueden ser los escenarios de un hipotético conflicto por Taiwán. Como señala Ho-Fung Hung en un reciente debate, cómo le va a Rusia en su desafío puede resultar definitorio para China en la hoja de ruta para pugnar por sus reivindicaciones respecto de Taiwán. La revitalización del bloque atlantista, a pesar de la endeblez y contradicciones que señalamos más arriba, es una advertencia para China y una señal favorable para EE. UU. con miras a esa disputa estratégica. El pasado viernes Xi Jinping fue advertido en una cumbre por video con la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, y el titular del Consejo Europeo, Charles Michel, de que China recibiría represalias si ayuda a Moscú, a lo que el líder chino respondió exhortando a la UE a romper con “la mentalidad de la Guerra Fría” y actuar con independencia de EE. UU. Por supuesto, no está nada dicho, y mientras hay sectores “globalistas” en el establishment norteamericano que pugnan por este alineamiento, también, como resultado de esta guerra y los desbordes económicos que va a agravar, pueden revitalizarse los sectores más afines a la línea de Trump, que apuntaba a otra articulación –que buscaba incluso acercarse a Rusia– para ir contra China.
Volviendo entonces a la pregunta del comienzo, la tendencia al desorden mundial da un salto cualitativo con esta guerra. A pesar de las apariencias inmediatas, la revitalización del bloque atlantista no necesariamente tendrá larga vida. Lo que es seguro es que nos acercamos un paso más hacia los enfrentamientos para los cuales se viene preparando largamente el imperialismo norteamericano con la ascendente potencia oriental.
Nota:
[1] También están, sin embargo, quienes trazan la hipótesis de que el objetivo estuvo desde el comienzo acotado al Donbas, y la campaña más amplia estuvo dirigida a vencer la resistencia de Ucrania. Pero suena a una estrategia excesivamente costosa para objetivos relativamente limitados como esos, por más apetecibles que puedan resultar.