Las amigas del movimiento Slow Food me pidieron que participara en su evento anual, el Día Tierra Madre del pasado 10 de diciembre, y lo hice con mucho gusto, aunque tengo que reconocer que medio que les mentí. Sí, porque al comenzar mi exposición dije que intervenía en mi calidad de experto zoólogo. Y concretamente […]
Las amigas del movimiento Slow Food me pidieron que participara en su evento anual, el Día Tierra Madre del pasado 10 de diciembre, y lo hice con mucho gusto, aunque tengo que reconocer que medio que les mentí. Sí, porque al comenzar mi exposición dije que intervenía en mi calidad de experto zoólogo. Y concretamente como experto malacólogo, es decir, especialista en el estudio de los moluscos. Como el caracol, el símbolo del Slow Food.
El movimiento de la comida lenta nace en Italia desde un grupo de gastrónomos para defender una relación de corresponsabilidad entre productores, consumidores, gastrónomos y restauradores en favor de una alimentación justa, sana y de calidad. El Slow Food, desde un ángulo diferente apoya, como la Soberanía Alimentaria, una producción y consumo de alimentos de temporada, local y ecológica, con un protagonismo central del pequeño campesinado. Y añaden a su discurso el valor de la lentitud, el placer de degustar la comida tranquilamente, en buena compañía, disfrutando del tiempo y la conversación. Frente a la homogeneización de la comida y el frenesí por la aceleración, que se encarna a la perfección en el «fast food», anteponen al caracol. Y fíjense, -dije con tono de experto- el caracol, que aún siendo un animal parsimonioso, se ha demostrado científicamente, que si no se estresa vive más. Vive más un caracol no estresado que un caracol estresado. Es sencillo, las prisas provocan un gasto energético del metabolismo. Con calma y sosiego entonces el organismo libera energías que podrán ser utilizadas para otras actividades como la reproducción o pasear por un camino.
El ser humano dejó de pasear y se subió a un automóvil para ganarle tiempo al tiempo. Pero, como ya expliqué en otra ocasión, el pensador Ivan Illich demostró que si descontamos a la velocidad promedio a la que nos desplazamos a lomos de un automóvil, el tiempo que trabajamos para pagar los costes del automóvil, la velocidad punta que obtenemos baja a unos 6km/hora. Sólo un poco más rápido que la marcha que lleva una vaca paseando por un camino. La vaca a ese ritmo puede observar que por ese camino pasea también un caracol austero.
Si el camino pasa por Chiapas, México, observaríamos otros caracoles, las pequeñas comunidades campesinas autogobernadas que, como explica el Subcomandante Marcos, son «una pequeña parte de ese mundo a que aspiramos, hecho de muchos mundos». El caracol simboliza lo que allí están alumbrando: revoluciones que giran y giran como la espiral del caracol, hacia fuera para alejarse de los dolorosos modelos capitalistas, y hacia atrás buscando enseñanzas arrinconadas o extraviadas pero necesarias.
Pero el caracol (o la caracola, otro molusco apasionante para mis compañeros de especialidad) nos reserva otra enseñanza. En su crecimiento construye su concha en base a espiras que inicialmente se van haciendo cada vez más grandes, más anchas. Pero llega un punto que el caracol sabe que si hace una nueva espiral eso le provocará graves problemas, le sobrecargaría con un peso que no podrá acarrear… y fabrica las nuevas espiras cada vez más pequeñas, en decrecimiento. Por eso también el caracol es la metáfora que aglutina a un nuevo movimiento social «el decrecimiento» que aplicado a la agricultura lo podríamos entender como la vuelta hacía una agricultura de pocos insumos y respetuosa con los límites de la naturaleza. La propuesta es clara, igual que hace el caracol o caracola hemos de adoptar un cambio brusco y con celeridad. Retroceder parte de lo caminado por la senda de la agricultura industrializada para retomar el camino donde, en lugar de chimeneas, podamos observar a la vaca, al caracol austero y a las mujeres y hombres del campo, avanzando en revolución.
Sabemos y vemos de la realidad del campo, y si además fijamos la atención en la prensa diaria encontraremos entre líneas hasta donde llegan los impactos de otro modelo de producción de alimentos insostenible: la pesca industrial o el engorde de pescado industrial. En los últimos meses hemos tenido ejemplos muy claros. Primero un golpe de Estado en Honduras impulsado por una oligarquía neoliberalizada temerosa de perder sus privilegios, entre ella, las empresas que -destrozando los manglares- cultivan langostinos. Pescanova tiene en Choluteca unas 1.200 hectáreas de langostinos en remojo. El secuestro del Alakrana evidenció la explotación que nuestro país hace en aguas que deberían beneficiar a la población local. Y finalmente con el ejercicio de lucha y dignidad de la Sra. Aminetu Haidar nos enteramos que algunas empresas españolas se benefician de acuerdos con Marruecos que permiten la pesca en caladeros de aguas territoriales del Sáhara Occidental. Todo está escondido «en el fondo del mar», pero todo se sabe.
Entonces -concluía en mi relato de caracoles y otras bestias- ¿lentitud en el caminar o celeridad para desandar? La zoología nos lo vuelve a explicar. Un ratoncito dispone de poco tiempo para disfrutar de la vida, dos años como mucho. Mientras un elefante podrá pasar de los sesenta. ¿Es injusto? Recién me explicaron que como el corazón del ratón va mucho más rápido que el del paquidermo, finalmente los dos viven aproximadamente los mismos latidos de corazón. Así que lo importante es eso: asegurarnos que nuestro corazón [de caracol] palpita.
Rebelión ha publicado este artículo con permiso del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.