Recomiendo:
0

La muerte de Milosevic: un acto de guerra judicial

Fuentes: Rebelión

Se vuelve a hablar hoy del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia a raíz de la muerte en cautividad de Slobodan Milosevic. El ex-presidente serbio, como quizá no se sepa, es el sexto preso que «se les muere» en la prisión de Scheveningen cercana a La Haya. Extraña mortalidad en una cárcel que, según […]

Se vuelve a hablar hoy del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia a raíz de la muerte en cautividad de Slobodan Milosevic. El ex-presidente serbio, como quizá no se sepa, es el sexto preso que «se les muere» en la prisión de Scheveningen cercana a La Haya. Extraña mortalidad en una cárcel que, según parece, sería casi de lujo. Extraño tribunal también este, desde el punto de vista del derecho penal, y ello por diversos motivos. En primer lugar por su carácter de tribunal especial, de órgano destinado a castigar los crímenes de guerra y de lesa humanidad perpetrados exclusivamente durante el conflicto que determinó la destrucción de Yugoslavia. En segundo lugar, por la absoluta falta de independencia de la que ha dado sobrada muestra en sus años de desempeño: se trata de un tribunal prácticamente financiado por los Estados Unidos que no sólo ha actuado después de la guerra como hiciera el de Nüremberg, sino que ha ido siguiendo de cerca el desarrollo del propio conflicto, siendo los Estados Unidos y la OTAN a la vez su policía judicial y su brazo ejecutor.

La temporalidad del crimen y del juicio y castigo se ve invertida en el caso de tribunal tan singular, conforme al esquema que imaginara Philip Dick en Minority report y que se ha convertido en el modelo de todo tipo de actuaciones «preventivas». En el relato de Dick, la policía conocía a través de un grupo de personas con poderes de precognición las intenciones de los criminales y era capaz de detenerlos antes de que perpetraran sus actos; en la crisis yugoslava, la OTAN tenía entre sus funciones la de detener y poner en manos de la justicia a los protagonistas del conflicto en curso que considerase culpables potenciales de crímenes de guerra. No se trata ya de limitarse a enjuiciar los actos, sino de intervenir directamente en el escenario donde se perpetran a fin de evitarlos. Se trata de una fantasía contrafáctica propia de la ciencia ficción, pero al mismo tiempo de un extraordinario dispositivo real por el que se justifica la intervención en un conflicto y se establece su interpretación oficial. Este nuevo tipo de intervención desdibuja los contornos de la guerra y la justicia en un modo de articulación entre ambas cuyo precedente más evidente son las guerras santas medievales. Lo que nos enseña el TPIY como instrumento y motor de la «guerra justa» es una nueva relación con el tiempo, desde el punto de vista de la justicia y de la política.

El tiempo de la justicia penal pretende ser un tiempo lineal. El esquema es el siguiente: un sujeto responsable de sus actos realiza un determinado acto, este acto es descubierto y reconocido como constitutivo de un delito previamente tipificado, tras lo cual el sujeto es juzgado por ese delito. Lo que se juzga es siempre un hecho consumado y, además, un hecho cuyas características deben corresponder de la forma más precisa posible a tipos delictivos previamente establecidos y descritos con la máxima precisión. No cabe en derecho penal, al menos en el derecho penal de los Estados que se consideran «de derecho» la aplicación de ningún principio de analogía: no puede enjuiciarse a nadie porque su comportamiento hubiese sido parecido o análogo al descrito en un tipo delictivo. El encaje del acto en la descripción tipificada del delito debe ser pues riguroso. En caso contrario, nos encontraríamos ante una puerta abierta a la arbitrariedad de las que nos da sobrados ejemplos la legislación sobre ese delito indefinible e indefinido que es el terrorismo, donde lo que se juzga no son sólo ni siempre los actos, sino sobre todo la intención (política) con la que se cometen. En el decurso clásico de la justicia penal del Estado de derecho, se reconoce que unos determinados actos corresponden a un arquetipo previamente definido por el legislador. Esta necesaria posterioridad temporal del acto respecto de la norma corresponde al principio «nullum crimen sine lege«, no hay crimen sin ley que también supone la aplicación del principio general de legalidad al ámbito del derecho penal. Esta temporalidad lineal puede, sin embargo quedar subvertida por una interpretación analógica del delito según la cual lo que debe juzgarse no es ya el acto sino la intención o incluso el agente como tal.

Cuando se persigue que todo crimen sea debidamente castigado, el nullum crimen sine lege queda sustituido por el principio contrario, nullum crimen sine poena, no hay delito sin castigo que centra la acción de la justicia y de sus instrumentos no ya en hechos consumados sino en el conjunto de posibilidades de que estos se cometan. Para pasar de la realidad a la potencialidad, del pasado al futuro anterior, la doctrina penal securitaria recurre tradicionalmente al principio de analogía.

Gracias a la analogía, la descripción precisa de los actos se ve sustituida por una reagrupación de estos en categorías de mayor o menor universalidad en función del reconocimiento de cierta característica abstracta común. Puede así darse una analogía de intención que permite considerar que la finalidad con la que se lleva a cabo un acto equivale al acto mismo, o una analogía de agente por la cual el acto queda calificado en función del sujeto que lo realiza. Ejemplo de la analogía de intención es el delito de «apología del terrorismo» en el que se considera que el apologeta o justificador de los actos terroristas comparte la opinión y los fines de sus perpetradores o incluso, de manera más general, el propio delito de terrorismo en el cual de manera modélica toda una serie de actos delictivos ya castigados por el derecho penal se unifican bajo una intención política. La analogía del sujeto se ve a su vez ilustrada por la definición de personalidades «criminales» o «peligrosas» en la que las «ciencias humanas» y la psicología en particular son valiosos auxiliares de este tipo de justicia. En aplicación del principio de analogía se pasa así de juzgar un acto a juzgar una persona o una intención, elementos, como se sabe, anteriores al acto. El sueño de todo agente de la justicia penal que aplique el principio «nullum crimen sine poena» es adelantarse a los actos para impedir que estos tengan lugar, previendo los distintos grados de peligrosidad de las personas o viendo en intenciones análogas a las de los delincuentes el motor siempre ya delictivo de posibles delitos. Se trata, en nombre de un determinado orden social que se pretende defender, de borrar ni más ni menos que la historia y la política, en cuanto estas constan de acontecimientos y de actores a menudo imprevisibles y peligrosos.

La actuación conjunta de la OTAN y del Tribunal Penal Internacional para la antigua Yugoslavia se inscribe en el punto de convergencia entre esta peligrosa tentación judicial y policial y el no menos peligroso proyecto de imponer en las actuales circunstancias de la historia humana la paz mediante un pretendido derecho cosmopolita. Sabemos que el pacifismo de las grandes potencias siempre consistió en que cada una de ellas se arrogase para sí y sus aliados el derecho exclusivo a emplear la violencia «legítima» contra los demás. Para ello, resultaba indispensable acabar con las categorías que habían regido y limitado la guerra en épocas anteriores, al menos en suelo europeo, sustituyéndolas por categorías jurídicas o morales. El pacifismo oficial prohibe la guerra. De hecho, desde el pacto Briand-Kellogg, la guerra de agresión se convierte en un crimen y quien la promueve en un criminal. Con ello, se pone fin a varios siglos de derecho público europeo, ese ordenamiento europeo común que, tras la paz de Westphalia, permitió a Europa vivir una paz relativa entrecortada por conflictos limitados. Según interpreta este fenómeno el politólogo Hedley Bull, la sociedad de Estados europeos postwestphaliana se había convertido, no ya en un modelo de orden jurídico conforme a la analogía nacional en la que un poder único guardian del derecho preserva el orden, sino en una «sociedad anárquica». Esa anarquía sustentaba el equilibrio europeo en correlaciones de fuerzas en permanente proceso de corrección y adaptación, sin que mediara ningún tipo de derecho común y aún menos cosmopolita. Y es que se había llegado en Europa a esta situación precisamente porque el derecho de base teológica común a la cristiandad se desmoronó tras las guerras de religión que sólo pudieron concluir con la afirmación del principio «cujus regio ejus religio«, a cada país la religión de su príncipe. El universalismo cristiano quedó sustituido por un pluriversalismo sin base teológica. Cada Estado era juez absoluto de su propia conducta, y ningun otro podía enjuiciarla desde un punto de vista más elevado o universal. En tales circunstancias, la idea de una guerra justa propia de la teología política cristiana pierde toda pertinencia. Todo príncipe puede recurrir a la guerra sin ningún tipo de justificación universal, siempre y cuando haga la guerra a otros príncipes. No hay ya ningún criterio común de la guerra justa, pero sí una norma para determinar al enemigo legítimo. En este contexto, la guerra desteologizada se convierte en una guerra limitada por el reducido número de sus agentes legítimos que sólo son los príncipes y sus ejércitos y por las numerosas restricciones que el equilibrio entre Estados impone. Así si la población civil no es ni puede ser un objetivo militar, ello se debe no a que hayan prevalecido los valores humanitarios, cosmopolitas, ya sean cristianos o ilustrados, sino al riguroso equilibrio de fuerzas entre Estados soberanos que no podían ni necesitaban recurrir en sus relaciones internacionales a tan altos valores.

El Tribunal penal para Yugoslavia, como instrumento y motor a la vez de la primera guerra humanitaria del siglo XX llevada a cabo por las democracias (las anteriores las llevaron a cabo los fascismos alemán e italiano en los Sudetes y Etiopía), marca el fin de lo que quedaba de esta tradición de derecho internacional para abrir una nueva era con sesgos declaradamente medievales.

Con la teoría de los derechos humanos vuelve a entrar en escena precisamente la instancia universal que había desaparecido con la paz de Westphalia. En nombre de estos derechos que se sitúan por encima de cualquier ordenamiento político y jurídico, es ahora posible cuestionar las soberanías terrenas. Naturalmente, quien lo hace no es una Razón universal, sino potencias de este mundo, Estados cuyo interés consiste en descalificar a sus enemigos políticos como enemigos morales de la Humanidad. La política internacional, basada al igual que la nacional o interior en el antagonismo y el equilibrio de fuerzas, se ve sustituida por una gigantomaquia simplista en la que se enfrenta el Bien contra el Mal, la Humanidad contra los Monstruos que son enemigos suyos. Las principales potencias político-económicas dirigidas por el dúo EEUU-Unión Europea defienden el Bien y los derechos humanos contra el Mal. Eso naturalmente les permite pasar por encima de las molestas limitaciones que imponía el derecho internacional en épocas menos humanistas y violar la soberanía de los Estados, atacar objetivos civiles, destruir las estructuras productivas de los países, invadirlos y alterar su ordenamiento jurídico y político, y, por supuesto juzgar a sus dirigentes. Quien actúa en nombre del bien es a la vez guerrero y juez, el problema es que se ve condenado a una guerra ilimitada pues carece de enemigo y sólo con el enemigo, nunca con el criminal, se puede hacer la paz.

Un proceso judicial basado en estas premisas es un acto muy singular. En él, naturalmente, el acusado no tiene ninguna posibilidad de absolución. Si la tuviera, sus propios captores y jueces tendrían que ser condenados, pues la guerra que han llevado a cabo contra el monstruo para sentarlo en el banquillo de los acusados perdería toda justificación si este pudiera ser inocente. De que no lo pueda ser se ocupa una cuidadosa gestión del tiempo judicial en la que la norma se estructura en conceptos que se rigen por el más riguroso principio de analogía. El concepto de genocidio puede aplicarse así al responsable de la muerte de un millón de personas, de 1000 o de 40, puede, según los casos aplicarse a situaciones en las que las víctimas se han producido en actos de combate, como en el célebre caso de la aldea de Raçak en Kosovo. Por no hablar del los actos de lesa humanidad. Tesoros de imprecisión jurídica como los que estos conceptos albergan dan bastantes garantías de que la farsa judicial culmine en condena. En el caso de Milosevic al que fue sumamente difícil imputarle responsabilidad directa en los actos de los que se le acusaba, el proceso se alargó hasta el ridículo, cambiándose durante su transcurso los motivos de acusación. Milosevic, al igual que los otros seis serbios muertos en la siniestra prisión humanitaria de La Haya estaba condenado desde el principio, pues contrariamente a lo que pretenden los partidarios del derecho cosmopolita, el enjuiciamiento del enemigo degradado a criminal no constituye nunca un primer acto de paz sino un nuevo acto de guerra.