Recomiendo:
0

La obligación moral de protestar

Fuentes: Rebelión

En su libro La mosca azul, el pensador y activista brasileño Frei Betto afirma que el capitalismo no caerá a causa de sus contradicciones económicas, sino por el rechazo a la miseria, la desigualdad y la opresión que ha traído. Y es que nunca antes, como lo nota Stéphane Hessel, el poder del dinero había […]

En su libro La mosca azul, el pensador y activista brasileño Frei Betto afirma que el capitalismo no caerá a causa de sus contradicciones económicas, sino por el rechazo a la miseria, la desigualdad y la opresión que ha traído. Y es que nunca antes, como lo nota Stéphane Hessel, el poder del dinero había sido tan grande, insolente y egoísta.

La caída del casino planetario del capitalismo es cada vez más posible; la hoguera de la ambición desenfrenada derrite la cubierta retórica que sólo convence a los que se enfermaron -para parafrasear a Wittgenstein-con una dieta unilateral de ideas. Margaret Thatcher no bromeaba cuando decía que sus medidas económicas eran sólo el método: de lo que se trataba realmente era de cambiar el alma.

Thatcher ignoraba que el reino de la conciencia no se puede cambiar porque ahí radica la capacidad crítica del ser humano. No en balde para referirnos a la conciencia usamos metáforas que enfatizan su profunda ubicación en la subjetividad humana. La conciencia aguijonea, cuestiona, grita, se rebela. Mariano Rajoy dice que la mayoría se resigna silenciosamente a los recortes que supone la construcción de un mundo con la mejor de las «gobernanzas». No ve que su problema es una sordera moral. Una persona que es incapaz de oír el clamor de cientos de protestas debe tener afectado el tímpano de la conciencia. Hay algo peor que un sordo que no quiere oír: el sordo que obtendrá beneficios por no oír.

La conciencia supone la ética, y como tal, la justicia. Y como lo decía el siempre imprescindible Camus, la justicia es inseparable de la rebeldía. La rebeldía es inseparable, por lo tanto, de la juventud, de la cual sin duda obtiene gran parte de su impetuosidad. Se puede aplicar a todos los jóvenes lo que Stéphane Hessel y Edgar Morin dicen de los adolescentes: que la debilidad de no estar plenamente integrados en el mundo establecido se encuentra en contraste con su vigor y su capacidad de revuelta y rebelión. La conciencia juvenil es un compromiso no sólo con su futuro sino con el del mundo venidero.

El grito de la protesta también es una manifestación de la aquella esperanza que hacía pensar a Sábato que las posibilidades de una vida humana están más a la mano. Pero como conciencia no se agota en la manifestación, en la marcha; se expresa también en ese rechazo a seguir funcionando como un engranaje en la maquinaria de la opresión. Los cambios profundos de la historia suelen ser silenciosos, de otra manera no se entendería como una rebelión nace de las entrañas de la historia.

Los que protestan deben estar seguros de que se les llama «antisistema» no porque busquen el caos sino porque contribuyen a manifestar el rechazo al orden de la injusticia. El orden no atrae por sí mismo; los instrumentos más mortíferos supone una secuencia ordenada, previsible. Pueden existir órdenes invertidos como el que refería Adorno cuando se preguntaba por la perspectiva de aquéllos que veían el mundo en una lenta agonía de los crucificados de cabeza.

Al criminalizar la protesta social se atenta contra la dignidad del ser humano. Porque, como lo han hecho ver Charles Tilly y Wesley J. Wood, el desvanecimiento de los movimientos sociales conlleva la disolución de una forma de participación política del ciudadano.

No se puede criminalizar la protesta por la misma razón por la que no se puede castigar la conciencia. El batón del policía, sus balas de goma, hieren los cuerpos pero no la conciencia. En la interioridad moral nos percatamos no sólo de que tenemos derecho a protestar, sino que tenemos la obligación de hacerlo. No es válido usar cámaras, espías, y otros artilugios para transformar la conciencia en delito. La voz política de la conciencia se manifiesta en las calles, en los cafés, en la misma interacción humana; no se puede ir a protestar a un lado en donde la protesta no cause molestias a los que ponen el orden por encima de cualquier otra virtud.

Quisiéramos que pasara algo diferente. Tan fácil que sería plantar cámaras en tantos consejos de administración para revelar las triquiñuelas con las que se decide de manera no democrática la vida de millones. Porque el cinismo se sabe efímero y tiene una solución: aprovechar el tiempo que queda para expoliar lo que aún no le pertenece. Por lo tanto, protestar es una obligación moral para detener esta carrera al precipicio.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.