Tres días antes de que las represas de Abu Mansur y Al Bilad colapsaran en Wadi Derna, Libia, la noche del 10 de septiembre, el poeta Mustafa al-Trabelsi participó en un debate en la Casa de la Cultura de Derna sobre el abandono de las infraestructuras básicas en su ciudad.
En la reunión, al-Trabelsi alertó sobre el mal estado de las represas. Como escribió en Facebook ese mismo día, durante la última década su querida ciudad ha estado “expuesta a latigazos y bombardeos, y luego fue encerrada por un muro que no tenía puerta, dejándola envuelta en el miedo y la depresión”. Luego, la tormenta Daniel se levantó frente a la costa mediterránea, se arrastró hasta Libia y rompió los diques. Las grabaciones de las cámaras de seguridad del barrio de Maghar mostraron el rápido avance de las aguas, lo bastante caudalosas como para destruir edificios y aplastar vidas. Según los informes, el 70% de la infraestructura y el 95% de los centros educativos han resultado dañados en las zonas afectadas por las inundaciones. Hasta el miércoles 20 de septiembre, se estimaba que entre 4.000 y 11.000 personas habían muerto en la inundación —entre ellas el poeta Mustafa al-Trabelsi, cuyas advertencias a lo largo de los años no fueron escuchadas— y otras 10.000 están desaparecidas.
Hisham Chkiouat, ministro de Aviación del Gobierno de Estabilidad Nacional de Libia (con sede en Sirte), visitó Derna tras la inundación y declaró a la BBC: “Quedé conmocionado por lo que vi. Es como un tsunami. Un barrio enorme ha quedado destruido. Hay un gran número de víctimas, que aumenta cada hora”. El mar Mediterráneo se comió esta antigua ciudad con raíces en el periodo helenístico (326 a.C. a 30 a.C.). Hussein Swaydan, jefe de la Autoridad de Carreteras y Puentes de Derna, sostuvo que la superficie total con “graves daños” asciende a tres millones de metros cuadrados. “La situación en esta ciudad es más que catastrófica”, afirmó. La Dra. Margaret Harris, de la Organización Mundial de la Salud (OMS), afirmó que la inundación era de “proporciones épicas”. “No se recordaba una tormenta como esta en la región, por lo que es una gran conmoción”, afirmó.
Los aullidos de angustia en toda Libia se transformaron en ira por la devastación, que ahora se está convirtiendo en demandas por una investigación. Pero, ¿quién llevará a cabo esta investigación: el Gobierno de Unidad Nacional con sede en Trípoli, encabezado por el primer ministro Abdul Hamid Dbeibeh y reconocido oficialmente por las Naciones Unidas (ONU), o el Gobierno de Estabilidad Nacional, encabezado por el primer ministro Osama Hamada en Sirte? Estos dos gobiernos rivales —en guerra entre sí desde hace muchos años— han paralizado la política del país, cuyas instituciones estatales quedaron fatalmente dañadas por los bombardeos de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 2011.
El Estado dividido y sus dañadas instituciones han sido incapaces de atender adecuadamente a los casi siete millones de habitantes de Libia, un país rico en petróleo pero ahora totalmente destruido. Antes de la reciente tragedia, la ONU ya proporcionaba ayuda humanitaria a al menos 300.000 personas allí, pero, como consecuencia de las inundaciones, estima que al menos 884.000 más necesitarán asistencia. Con toda seguridad, esta cifra aumentará hasta al menos 1,8 millones. El Dr. Harris, de la OMS, informa que algunos hospitales han quedado “aniquilados” y que se necesitan suministros médicos vitales, como equipos de traumatología y bolsas para cadáveres. “Las necesidades humanitarias son enormes y superan con mucho las capacidades de la Media Luna Roja Libia, e incluso las del Gobierno”, dijo Tamar Ramadan, jefa de la delegación de la Federación Internacional de Sociedades de la Cruz Roja y de la Media Luna Roja en Libia.
No hay que restar importancia a las limitaciones del Estado. Del mismo modo, el secretario general de la Organización Meteorológica Mundial, Petteri Taalas, señaló que aunque hubo un nivel de precipitaciones sin precedentes (414,1 mm en 24 horas, según registró una estación), el colapso de las instituciones estatales contribuyó a la catástrofe. Taalas observó que el Centro Meteorológico Nacional de Libia tiene “importantes lagunas en sus sistemas de observación. Sus sistemas informáticos no funcionan bien y hay una escasez crónica de personal. El Centro Meteorológico Nacional intenta funcionar, pero su capacidad es limitada. Toda la cadena de gestión y gobernanza de catástrofes está perturbada”. Además, dijo, “la fragmentación de los mecanismos de gestión de catástrofes y de respuesta a las catástrofes del país, así como el deterioro de las infraestructuras, agravan la enormidad de los retos. La situación política es un factor de riesgo”.
Abdel Moneim al-Arfi, miembro del Parlamento libio (en la sección oriental), se unió a sus colegas legisladores para pedir una investigación sobre las causas del desastre. En su declaración, al-Arfi señaló los problemas subyacentes de la clase política libia posterior a 2011. En 2010, el año anterior a la guerra de la OTAN, el gobierno libio había destinado dinero a la restauración de las presas de Wadi Derna (ambas construidas entre 1973 y 1977). Este proyecto debía ser realizado por una empresa turca, pero esta abandonó el país durante la guerra. El proyecto nunca se completó y el dinero destinado desapareció. Según al-Arfi, en 2020 los ingenieros recomendaron que se restauraran las presas, puesto que ya no eran capaces de gestionar las precipitaciones normales, pero estas recomendaciones se archivaron. El dinero siguió desapareciendo y las obras simplemente no se llevaron a cabo.
La impunidad ha definido a Libia desde el derrocamiento del régimen liderado por Muamar el Gadafi (1942-2011). En febrero-marzo de 2011, los periódicos de los Estados árabes del Golfo comenzaron a afirmar que las fuerzas del gobierno libio estaban cometiendo genocidio contra el pueblo de Libia. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobó dos resoluciones: la resolución 1970 (febrero de 2011) para condenar la violencia y establecer un embargo de armas sobre el país y la resolución 1973 (marzo de 2011) para permitir a los Estados miembros actuar “en virtud del Capítulo VII de la Carta de las Naciones Unidas”, lo que permitiría a las fuerzas armadas establecer un alto el fuego y encontrar una solución a la crisis. Liderada por Francia y Estados Unidos, la OTAN impidió que una delegación de la Unión Africana diera seguimiento a estas resoluciones y celebrara conversaciones de paz con todas las partes en Libia. Los países occidentales también ignoraron la reunión con cinco jefes de Estado africanos celebrada en Addis Abeba en marzo de 2011, en la que Al Gadafi aceptó el alto el fuego, propuesta que repitió durante la visita de una delegación de la Unión Africana a Trípoli en abril. Fue una guerra innecesaria que los Estados occidentales y árabes del Golfo utilizaron para vengarse de Al Gadafi. El espantoso conflicto convirtió a Libia, que ocupaba el puesto 53 de 169 países en el Índice de Desarrollo Humano de 2010 (el puesto más alto en el continente africano), en un país marcado por los malos indicadores de desarrollo humano que ahora ocupa un lugar significativamente inferior en cualquiera de esas listas.
En lugar de permitir que se llevara a cabo un plan de paz liderado por la Unión Africana, la OTAN inició un bombardeo de 9.600 ataques contra objetivos libios, con especial énfasis en las instituciones estatales. Más tarde, cuando la ONU pidió cuentas a la OTAN por los daños que había causado, el asesor jurídico de la OTAN, Peter Olson, señaló que no había necesidad de una investigación, ya que “la OTAN no atacó deliberadamente a civiles y no cometió crímenes de guerra en Libia”. No había ningún interés en la destrucción deliberada de infraestructuras estatales libias cruciales, que nunca se han reconstruido y cuya ausencia es clave para entender la carnicería de Derna.
La destrucción de Libia por la OTAN puso en marcha una cadena de acontecimientos: el colapso del Estado libio; la guerra civil, que continúa hasta hoy; la dispersión de los radicales islámicos por el norte de África y hacia la región del Sahel, cuya desestabilización durante una década ha dado lugar a una serie de golpes de Estado desde Burkina Faso hasta Níger. Esto ha creado posteriormente nuevas rutas migratorias hacia Europa y ha provocado la muerte de migrantes tanto en el desierto del Sahara como en el mar Mediterráneo, así como una escala sin precedentes de operaciones de tráfico de personas en la región. A esta lista de peligros hay que añadir no solo las muertes en Derna y, desde luego, las de la tormenta Daniel, sino también las víctimas de una guerra de la que el pueblo libio nunca se ha recuperado.
Justo antes de la inundación de Libia, un terremoto sacudió las vecinas montañas del Alto Atlas marroquí, arrasando pueblos como Tenzirt y matando a unas 3.000 personas. “No remediaré el terremoto”, escribió el poeta marroquí Ahmad Barakat (1960-1994); “siempre llevaré en la boca el polvo que destruyó el mundo”. Es como si la tragedia hubiera decidido dar pasos de titán a lo largo de la orilla sur del Mediterráneo la semana pasada.
Un estado de ánimo trágico se instaló en lo más profundo del poeta Mustafa al-Trabelsi. El 10 de septiembre, antes de ser arrastrado por las olas de la riada, escribió: “solo [n]os tenemos los unos a los otros en esta difícil situación. Permanezcamos juntos hasta que nos ahoguemos”. Pero ese estado de ánimo se mezclaba con otros sentimientos: frustración por el «doble tejido libio», en sus palabras, con un gobierno en Trípoli y otro en Sirte; la población dividida; y el detritus político de una guerra continua por el cuerpo roto del Estado libio. “¿Quién dijo que Libia no es una?”, se lamentó Al-Trabelsi. Escribiendo mientras subían las aguas, Al-Trabelsi dejó un poema que están leyendo las y los refugiados de su ciudad y los libios de todo el país, recordándoles que la tragedia no lo es todo, que la bondad de la gente que acude en ayuda de los demás es la “promesa de ayuda”, la esperanza del futuro.
La lluvia
deja al descubierto las calles anegadas,
al contratista tramposo,
y el Estado fallido.
Lo lava todo,
las alas de los pájaros
y el pelo de los gatos.
Recuerda a los pobres
sus frágiles tejados
y ropas harapientas.
Despierta los valles,
sacude su polvo bostezante
y costras secas.
La lluvia
un signo de bondad,
una promesa de ayuda,
una campana de alarma.
Fuente: https://thetricontinental.org/es/newsletterissue/libia-inundaciones/