Si hay algo que la expansión del movimiento contra el liberalismo y su transformación en movimiento por la paz han puesto inequívocamente de manifiesto, se trata del fin de toda ambigüedad de tipo juvenil: el movimiento se ha hecho adulto. La lucha por la paz ha integrado los objetivos contra el liberalismo, ha permitido el […]
Si hay algo que la expansión del movimiento contra el liberalismo y su transformación en movimiento por la paz han puesto inequívocamente de manifiesto, se trata del fin de toda ambigüedad de tipo juvenil: el movimiento se ha hecho adulto. La lucha por la paz ha integrado los objetivos contra el liberalismo, ha permitido el reconocimiento de la guerra como un dispositivo feroz de legitimación del poder capitalista. De esta suerte, el movimiento se ha visto obligado a definirse como resistente siguiendo la vía del éxodo, mostrando su capacidad de oponerse a la guerra en el preciso momento en el que se propone la constitución de una sociedad anticapitalista.
Cuando la guerra se convierte en la razón de la soberanía capitalista e imperial, la resistencia es necesaria: la paz, y no la violencia, es la forma de la resistencia, la lucha anticapitalista es su contenido. Es preciso ser claros y explicar que no hay posibilidad de continuar en el éxodo ni de construir nuevas instituciones en el proceso de liberación del capitalismo si no se asume la resistencia (y la capacidad de expresarla) como un tránsito fundamental. La posguerra de los movimientos llega con esta decisión a su madurez. A la par que las multitudes que se han unificado en la lucha por la paz están compuestas de muchas singularidades, sabiendo que las articulaciones y las recomposiciones de estas diferencias se basan en el respeto recíproco y en las decisiones comunes, se plantea igualmente el problema de la resistencia como algo fundamental.
Con la guerra, el golpe de Estado de G. W. Bush se ha esclarecido en todas sus dimensiones y ha expresado los elementos de un proyecto hegemónico del capitalismo mundial organizado por la dirección estadounidense. En el terreno monetario y financiero, a través del golpe de Estado asistimos a la confirmación de que «un dólar es un dólar», de que éste es y sigue siendo una moneda de reserva mundial y de que esta condición no puede ser puesta en tela de juicio. En el terreno de las instituciones jurídicas internacionales (y de sus correspondientes garantías), se proclama que ni los ciudadanos ni el gobierno estadounidenses pueden ser procesados internacionalmente, mientras que, por el contrario, todos los demás ciudadanos y gobiernos pueden ser procesados por el gobierno estadounidense. En el terreno del desarme (y en lo que atañe, en particular, a las armas de destrucción masiva), se dice que Estados Unidos puede desarmar a cualquiera, pero que nadie puede plantear el problema de su desarme. En el terreno de las instituciones internacionales para la promoción y el control de la paz, G. W. Bush sostiene que estas instituciones deben servir a la política estadounidense, pero que los estadounidenses no están sometidos a ellas. Por último, la información: Estados Unidos informa al mundo, interviene en los ritmos biopolíticos y culturales de su reproducción, prefigura lenguajes –sin embargo, todo esto no es recíproco. El golpe de Estado de G. W. Bush confirma y refuerza todos estos principios. Él ha planteado la guerra, así como la capacidad militar de sostenerla y ganarla, como base de legitimación de una nueva soberanía imperial.
Sin embargo, la guerra no ha terminado. Bush se hace ilusiones cuando lo declara desde el puente del portaaviones Lincoln. No ha terminado porque la llegada a Bagdad no pone fin a la guerra, porque una política que se apoya tan sólo en la fuerza militar no puede resolver ningún problema, porque el universalismo democrático (cuya exportación se pretende hacer a través de la guerra) es algo que no se puede imponer unilateralmente. El golpe de Estado de Bush se ha llevado a cabo contra la nueva figura que ha cobrado la soberanía en el mundo global: una soberanía biopolítica que coloca a quien manda y a quien obedece, al empresario y al trabajador, dentro de una relación complementaria aunque no en un plano de reciprocidad: esta sociedad es demasiado compleja para que alguien pueda pretender dominarla por sí solo, Ni mucho menos desde un punto de vista exclusivamente militar. La posguerra consiste precisamente en esto: consiste en el hecho de que la guerra continúa a través de la posguerra. La guerra de los ejércitos ha terminado y, sin embargo, la guerra continúa en forma de acción de policía, de baja intensidad frente a alta intensidad, de administradores y Karzais en vez de generales y Sharons: la intensidad biopolítica no cambia, mientras que la acción policial afecta no obstante a todos los aspectos de la vida. Sin embargo, en ésta, en la vida, se presenta la resistencia y los movimientos resurgen, en primer lugar contra la explotación, luego contra la guerra y más tarde, de nuevo, contra las feroces medidas liberales de organización del mundo, las operaciones de nation-building y, por último, contra la próxima guerra.
Los vencedores en el campo de batalla tienen ahora el pequeño problema del pago de los costes de la guerra: se trata de una guerra que ha costado a Estados Unidos mucho más de lo que el petróleo iraquí podrá restituir en los próximos años. ¿Quién pagará la diferencia? Cuando no salen las cuentas, cuando queda claro que la llamada «guerra por el petróleo» ha sido una guerra por el control estratégico de los recursos mundiales (y que esta guerra no ha concedido), entonces, como se suele hacer en los Imperios, tendrán que pagarla los vasallos. En este terreno vuelve a abrirse la lucha y las consecuencias de la posguerra se revelan más contradictorias aún. ¿Hasta cuándo podrá ser mantenido el dólar como moneda de reserva en el ámbito global? ¿Hasta cuándo las políticas unilaterales de apoyo a la moneda estadounidense, a pesar de la enorme deuda de Estados Unidos con el resto del mundo, se harán sin suscitar oposición? Ahora bien, también en este terreno un movimiento maduro debe comenzar a desarrollar su propia respuesta. Los golpistas de Washington lo saben. De ahí que estén organizando, además de guerras preventivas contra los «rogue States», guerras monetarias y económicas «preventivas» contra aquellas economías que pueden oponerse a la hegemonía estadounidense. El «Washington consensus», responsable de los desastres de la pasada década, de Indonesia a Argentina, pretende presentarse ahora como un dispositivo dinámico, encaminado ya no sólo a la defensa del orden liberal del comercio y de la redistribución de la riqueza, sino orientado a la determinación de posibilidades de guerra. Así, pues, cabe esperar «ataques preventivos» contra todos aquellos que rechacen el pago de los costes bélicos estadounidenses. La situación está agravándose (antes las pretensiones de Washington) hasta tal punto que los mismos organismos internacionales que hasta hace muy poco erán súcubos de la voluntad estadounidense empiezan a preocuparse. El hecho es que organismos como el FMI o el Banco Mundial ya ni siquiera consiguen dar cobertura a sus operaciones bajo el manto de coherencia de las políticas liberales: están obligados a intervenir en favor del Estado x o y sencillamente para apoyar la aleatoria voluntad de guerra del Emperador, o para encubrir su debilidad política en determinados sectores del tablero mundial. Esperábamos la vuelta del «Big Government» en el ámbito de los Estados nacionales: lo estamos experimentando en el ámbito global, como máquina de la soberanía imperial.
Sin embargo, se trata de una soberanía usurpada. Estados Unidos no tiene dinero para pagarse esta guerra, y mucho menos para pagarse todas las guerras que tendrán que emprender para afirmar el orden neoliberal. Está quedándose solo y aun así continúa imponiendo la crisis hasta a sus aliados más estrechos. A las aristocracias multinacionales cada vez les cuesta más adherirse al unilateralismo del orden imperial. Empieza a haber defecciones. En realidad, cuando hablamos de posguerra de los movimientos, empezamos a hablar de los movimientos en la guerra venidera. La resistencia desarrollada hasta el momento ha sido una resistencia contra el «acontecimiento-guerra»: ahora se trata de comprender cómo los movimientos pueden seguir manteniendo su consistencia y su capacidad de acción en la guerra que continúa, en la «guerra infinita». El movimiento está desorientado pero no ha retrocedido: las banderas de la paz siguen ondeando en todos los balcones.
No obstante, el problema ya no consiste en limitarse a decir «no a la guerra»: consiste en articular cada comportamiento y cada reivindicación del movimiento a una batalla contra la guerra, aun cuando ésta se presenta como legitimación cotidiana y ubicua de la política imperial.
No se deben pagar los impuestos para la guerra, no se debe colaborar en los proyectos de la guerra infinita, se debe protestar contra los representantes serviles del poder imperial que gobiernan en municipios y provincias, en regiones y Estados, en definitiva, en todas las divisiones administrativas. ¡Como el primer ministro polaco, crecido en el «socialismo real», que va a dirigir el régimen militar de una región iraquí!
Así, pues, hay que trasladar la resistencia al terreno biopolítico, hay que organizarla en todos los aspectos de la vida cotidiana. Hemos dicho que los movimientos se han hecho adultos en la campaña contra la guerra: ser adultos significa moverse en el ámbito que impone la dimensión global de la política.
Traducción del italiano de Lenz / IndyACP