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Entrevista al filósofo, poeta y ensayista, Jorge Riechmann

«La velocidad se ha convertido en una suerte de enfermedad cultural; vivir despacio es contrahegemónico»

Fuentes: Rebelión

Filósofo, poeta, ensayista, matemático, traductor, militante ecosocialista… Polifacético y transversal, el profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, Jorge Riechmann, se enfrenta al conocimiento con la perspectiva del viejo humanista, de manera integral y sin divisorias artificiales entre las ciencias y las letras. Su vasta obra incluye ensayos («Moderar Extremitán»; «Qué hacemos […]

Filósofo, poeta, ensayista, matemático, traductor, militante ecosocialista… Polifacético y transversal, el profesor de Filosofía Moral en la Universidad Autónoma de Madrid, Jorge Riechmann, se enfrenta al conocimiento con la perspectiva del viejo humanista, de manera integral y sin divisorias artificiales entre las ciencias y las letras. Su vasta obra incluye ensayos («Moderar Extremitán»; «Qué hacemos ante la crisis ecológica», con otros autores; «Interdependientes y ecodependientes»; «El socialismo puede llegar sólo en bicicleta»; «Meter al dinero en cintura» o «¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena»). En el campo de la poesía su obra es también profusa. Ha publicado textos como «Poemas lisiados», «El común de los mortales», «Futuralgia» o «Pablo Neruda y una familia de lobos». Los comentarios de Jorge Riechmann en torno a la actualidad pueden leerse en el blog «Tratar de comprender, tratar de ayudar».  

Afirma que, en las sociedades contemporáneas, «la velocidad se ha convertido en una suerte de enfermedad cultural, cuya destructividad de conjunto se nos escapa». «También en ello hay un elemento de dominación», agrega, por eso «ir despacio es contrahegemónico». A la hora de analizar la realidad, Riechmann rehúye el autoengaño y los falsos consuelos, los idealismos bobalicones y las irreales esperanzas. «Si estamos de verdad en una situación catastrófica -y lo estamos-, tratar de analizarla no es un discurso catastrofista, sino un ejercicio de realismo». Sin incurrir en el desánimo, los motivos de las luchas ecologistas de hace cincuenta años ya no están abiertas. «La revolución (ecologista y feminista) tendríamos que haberla hecho ayer».

La caída de los precios del petróleo en estos últimos meses se ha atribuido a múltiples factores. Algunos analistas han apuntado, por ejemplo, que responde a una disminución de la demanda que anticipa una nueva recesión mundial. ¿Cuál es tu opinión?

Diría que una parte de esa caída de los precios -pero probablemente no una parte tan importante- tiene que ver con lo aparecido en la «opinión publicada»: las diferencias de intereses en el seno de la OPEP por un lado, y por otro lado también el juego de Arabia Saudí para ver si consigue sacar del mercado a una parte de la competencia, particularmente la extracción de petróleos «no convencionales» que exigen inversiones muy altas y tienen tasas de retorno energético muy bajas, como es el caso del fracking estadounidense o las arenas asfálticas de Canadá. Pero otra parte más importante, y eso ya no es tan asumible por los medios de comunicación del sistema, tiene que ver -como señala entre otros Antonio Turiel en su blog (The Oil Crash, http://crashoil.blogspot.com.es/ )- con la actual situación de cenit o «pico» del petróleo, donde entramos a partir de 2005 aproximadamente, que tiene efectos económicos de largo alcance y da lugar a una mayor volatilidad de los precios. Éstos pueden subir mucho, como ocurrió en 2008 cuando se superaron los 140 dólares por barril, o bajar de manera muy acusada hasta las cotas de hoy (por debajo de 50 dólares por barril). Como señalaba Antonio, ahora la demanda cae por la mala evolución económica de Europa, Japón, China, India, Brasil y Rusia. No es que la demanda haya caído mucho, sólo un 1-2%, pero en la actualidad la producción bastante inelástica y una pequeña bajada de la demanda causa una gran bajada en el precio.

Esas oscilaciones van a continuar previsiblemente en los próximos tiempos, con efectos de gran alcance. En las fases de precios relativamente altos, se produce una retracción de la demanda y la eliminación de sectores de actividad enteros en algunos países. En la fase de precios muy bajos, hay desinversión y capitales privados que salen del negocio. Es emblemático en ese sentido cómo alguna de las grandes dinastías petroleras de rancio abolengo en el siglo XX -los Rockefeller- salieron del negocio del petróleo en Estados Unidos en otoño del año pasado.

Para estas cuestiones es también muy recomendable el blog de Gail Tverberg (en inglés en este caso), http://ourfiniteworld.com/ .

-En diferentes conferencias y textos has señalado la «tecnolatría» o confianza irracional en la técnica como uno de los problemas para afrontar los grandes desafíos ambientales. ¿A qué te refieres?

Creo que es, en efecto, un factor muy determinante en la falta de reacciones adecuadas en nuestras sociedades. Uno se pregunta: pero ¿cómo puede ser que una sociedad que dispone de más conocimiento científico que nunca en el pasado, que hasta se llama pomposamente a sí misma «sociedad del conocimiento», siga avanzando a toda velocidad hacia el abismo, cuando lo que ocurrirá en tal caso es perfectamente previsible? Una parte importante de la respuesta -no toda ella- se encuentra en esa confianza irracional en la técnica, o tecnolatría.

En una encuesta llamada «Perspectivas de futuro de la sociedad», realizada en diciembre de 2013 (a una muestra de 1.200 españoles y españolas mayores de 18 años), Ernest García, Mercedes Martínez Iglesias y otros investigadores de la Universitat de València preguntaban si el calentamiento climático, el «pico» del petróleo o los problemas con los otros combustibles fósiles (carbón y gas natural) podían llevar a dificultades en el abastecimiento de energía. Nueve de cada diez personas consideraba que sí. Pero la siguiente pregunta era si se opinaba que estas carencias energéticas podían traducirse en una merma en el crecimiento económico o en el bienestar, a lo que la gran mayoría de la gente respondía que no. Por tanto, podían fallar los combustibles fósiles y podía haber calentamiento climático, pero la economía seguiría creciendo y el bienestar aumentando. ¿Por qué creían eso? Confiaban en que o bien las energías renovables, o bien éstas más la energía nuclear, o bien estas dos más una tercera, que no se sabe cuál es pero ya está inventada, y que estas grandes corporaciones que conspiran contra el bien común sacarán al mercado cuando hiciera falta, evitarían la crisis energética. Lo cierto es que cuatro de cada cinco encuestados tenían esa confianza irracional en la técnica. Digo irracional porque si analizáramos la cuestión con la objetividad desapasionada del ingeniero, veríamos que ninguna de estas opciones nos resolverá los problemas…

-Has titulado una de tus últimas conferencias «¿Aún es posible hacer lo que deberíamos haber hecho?» Y te preguntas si transición o colapso…

Creo que un colapso de las sociedades industriales -o más bien colapsos: hablemos en plural tanto de colapsos como de transiciones- hubiera sido evitable si hubiéramos hecho caso a los buenos análisis que se realizaron en los años setenta, comenzando por el estudio Los límites del crecimiento de 1972 (actualizado ahora con un libro imprescindible de Ugo Bardi, Los límites del crecimiento retomados, Catarata 2014); y si los procesos de aprendizaje colectivo que estaban en marcha en las sociedades industriales en los años sesenta y setenta hubieran continuado adelante. Si en lugar de torcerse este aprendizaje de nuestra interdependencia y ecodependencia en los años ochenta, con el ascenso de la versión del capitalismo que llamamos neoliberal para abreviar, hubiéramos continuado por el camino iniciado… Así tal vez habríamos podido construir sociedades industriales sustentables mediante transiciones graduales, buscando un menor crecimiento demográfico, un uso mucho más eficiente de los materiales y la energía, una socialización paulatina de los medios de producción, estrategias de biomímesis y economías «homeostáticas» en grado creciente (así prefiero traducir yo la expresión inglesa steady-state economy, muchas veces vertida al castellano por «economía de estado estacionario»).

Pero ahora las opciones son bastante peores. Vamos efectivamente a colapsos de las sociedades industriales a lo largo del siglo XXI…

-Pero ¿no es ésa una visión desesperanzada y catastrofista?

Si estamos de verdad en una situación catastrófica -y lo estamos-, tratar de analizarla no es discurso catastrofista sino un ejercicio de realismo. Me gustaría luego desarrollar una analogía interesante, la del choque del gran buque transatlántico Titanic contra el iceberg.

Mucha gente cree que los movimientos ecologistas (y otros movimientos sociales de supervivencia y emancipación) tienen sobre todo un problema de discurso, de comunicación: «hablando del colapso no se liga», apuntando a la crisis ecológica no se ganan votos. Creo que el fondo de nuestros problemas no es comunicativo (aunque haya que tomarse en serio la comunicación): está más bien en las duras realidades contra las que chocamos (la fenomenal masa de poder que tenemos enfrente, y la dinámica productivo-destructiva del capitalismo). No creo que tengamos ya tiempo para alterar sustancialmente estas duras realidades en los perentorios plazos que son los del Siglo de la Gran Prueba (así titulé un libro publicado el año pasado).

Insistí en la conferencia pronunciada en Valencia el pasado 12 de enero en que había que luchar por evitar lo peor: ninguna imposibilidad de evitar lo peor, por tanto; ningún fatalismo. Pero dije que, al mismo tiempo, las buenas trayectorias por las que los movimientos ecologistas han luchado medio siglo ya no están abiertas. Nuestras sociedades han dejado pasar demasiado tiempo sin reaccionar. En lo ecológico-social no nos movemos ya entre lo bueno y lo malo, creo, sino entre lo malo y lo peor.

¿Esto resulta desmoralizador? Mi límite es el respeto a la verdad. Si creyera en una «necesaria, difícil, pero posible, transición a la Sostenibilidad» con mayúsculas (como me decía estos días Daniel Gil Pérez, un profesor de la Universitat de Valencia que lleva mucho tiempo trabajando sobre estas cuestiones), lo plantearía en esos términos. Pero me parece que esa trayectoria histórica ya no está a nuestro alcance. Lo argumento en un libro, Autoconstrucción, ahora en imprenta (Catarata). También ahí me esfuerzo en indicar pistas para la acción colectiva y vías para evitar el desánimo: pero ya no pueden ser, creo, las mismas que indicaba yo hace veinte años, o diez. El capítulo primero de ese libro se titula «La revolución (ecosocialista y ecofeminista) tendríamos que haberla hecho ayer».

-¿Y no es ésta una perspectiva apocalíptica?

El colapso de una sociedad no supone necesariamente un apocalipsis o el final del mundo. Es el final de un mundo, y luego vendrán otros: eso convendría tenerlo claro. Ahora, por cierto, se ha publicado por fin el libro póstumo de Ramón Fernández Durán, que Luis González Reyes -su albacea intelectual- completó y que puede resultar muy útil para reflexionar sobre estas cuestiones: En la espiral de la energía (Libros en Acción, 2014; http://www.ecologistasenaccion.org/tienda/editorial-libros-en-accion/1400-libro-en-la-espiral-de-la-energia.html ).

Colapso, dicho en pocas palabras, significa una reducción rápida de la complejidad social, una disminución del trasiego de energía y de materiales, fenómenos de des-diferenciación… Esto es algo que no sería necesariamente muy negativo en ciertas circunstancias sociales y materiales: las sociedades muy igualitarias y muy resilientes podrán responder mucho mejor a los colapsos que vienen. Esto ya indica dos vías muy importantes de re-construcción y auto-construcción social para hoy mismo.

Titulé un libro, hace un par años, Fracasar mejor (editorial Olifante). Podríamos decir también: colapsar mejor. La diferencia entre un mejor o peor colapso vendrá determinadas, a mi juicio, por el hecho de que haya o no un genocidio (la pendiente actual nos lleva a un ecocidio, que traería consigo un genocidio). Si llegamos a finales del siglo XXI habiendo logrado construir sociedades mucho más sencillas, frugales e igualitarias, basadas en tecnologías intermedias robustas (es de mucho interés, para esto, el blog http://www.es.lowtechmagazine.com , subtitulado «revista de baja tecnología») que se olviden del PIB como supuesta medida de bienestar, que usen muchos menos materiales y energía, lo habremos hecho lo mejor posible en las difíciles circunstancias actuales.

-Decías que querías hablar del Titanic…

Sí, creo que nos proporciona una buena analogía. El hundimiento de aquel gran transatlántico en abril de 1912, en su viaje inaugural, ha proporcionado durante un siglo una metáfora muy potente para pensar acerca del progreso, y del rumbo que iban tomando las sociedades industriales. Recuerdo aquel largo y memorable poema de Hans Magnus Enzensberger, El hundimiento del Titanic…

-¿Lo tienes a mano?

Espera que lo busco en mi biblioteca… Mira estos versos por ejemplo: «No hay duda de que somos inteligentes. Pero lejos/ de cambiar la faz del mundo, en escena/ seguimos sacándonos conejos del cerebro,/ y palomas blancas, bandadas de palomas/ que invariablemente se cagan en los libros./ No hay que ser un Hegel para darse cuenta/ de que la Razón es a la vez razón y no razón:/ basta mirarse en el espejo de bolsillo…» Es de la sección DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA, así que me lo tomo como algo personal. Y es que en efecto, sobrevaloramos la razón instrumental y la capacidad de control de los seres humanos… Enzensberger publicó este largo poema en 1978 en alemán, y aquí lo tradujo Anagrama (hay otra edición posterior de bolsillo, en 1998, en la estupenda colección de poesía «de kiosco» que dirigió Ana María Moix para Plaza & Janés).

Pero tratemos de hacer útil esa potente metáfora del Titanic para el siglo XXI. Hay algo importante que recuerda Ferran Puig Vilar en una de las entregas de un importante libro (¿Hasta qué punto es inminente el colapso de la situación actual?) que a finales de 2014 comenzó a publicar por entregas en su blog Usted no se lo cree, y es lo siguiente: el Titanic ya estaba técnicamente hundido algo antes de que nadie viera el enorme iceberg e intentara, inútilmente, bordearlo. Dada su posición y velocidad, su masa, su capacidad máxima de frenado, su radio máximo de giro, la resistencia mecánica de los laterales, la configuración interna del buque, etc., hubo un momento en que ya era imposible evitar el hundimiento, mientras pasaje y tripulación seguían de fiesta. Comenta Ferran que «ése es el tipping point auténtico, el punto a partir del cual la vida propia del sistema convierte en inútil la mejor estrategia de los gestores más lúcidos» ( http://ustednoselocree.com/2014/12/27/hasta-que-punto-es-inminente-el-colapso-de-la-civilizacion-actual-3/#more-9713 )

Creo que ésa es nuestra situación ahora: aún no hemos visto del todo el iceberg, desde luego la mayoría de la tripulación y el pasaje no lo han visto, y sin embargo ya no podremos evitar el naufragio. Ahora bien, ¡eso no quiere decir que no podamos hacer nada! Cabe todavía maniobrar para que, por ejemplo, el choque sea algo menos dañino y eso nos deje más tiempo para desalojar el barco. Y cabe emplear ese tiempo para organizar mejor el salvamento. Recordemos que el Titanic histórico sólo llevaba botes salvavidas para 1178 pasajeros, ¡poco más de la mitad de los que iban a bordo en su viaje inaugural y un tercio de su capacidad tota! (En el hundimiento murieron 1514 personas de las 2223 que iban a bordo, estratificadas por clases sociales.) Con tiempo suficiente, podemos construir más botes o balsas salvavidas, a partir de otras estructuras del barco que va a hundirse…

Hay otro aspecto en este paralelismo que quiero destacar -tiene que ver con los problemas de comunicación que evocábamos antes. En un naufragio, hay que evitar causar pánico, o poner en marcha los resortes peores de la interacción humana (la lucha por los recursos escasos, por ejemplo). Si alguien grita «¡estamos hundiéndonos, sálvese quien pueda!» según en qué momentos del proceso, puede provocar estampidas que arruinarán las posibilidades de todos los náufragos, o de la mayoría. Tenemos por delante un camino difícil: se trata de comunicar responsablemente la gravedad de la situación, sin por ello inducir al desánimo o a las reacciones insolidarias.

-Descrito el escenario, ¿por qué vías deberían, a tu juicio, transitar las posibles alternativas?

Sin un análisis objetivo de cómo son las cosas, ¿cómo podríamos poner en marcha políticas que sean adecuadas ni transformaciones sociales importantes? La gran mayoría de la sociedad no quiere ver, o prefiere creerse las mentiras «tecnolátricas» a mirar de frente lo que tenemos ante nosotros. Como suele decir Fernando Cembranos, aceptar estas realidades duras implica pasar por una suerte de duelo -por las oportunidades perdidas, por el porvenir dañado de la especie humana–: y quizá, al igual que en los duelos individuales -por la muerte de un ser querido, por un abandono amoroso-debemos atravesar aquí varias etapas. A la inicial de negación/ denegación seguirán otras más productivas (en el clásico modelo en cinco etapas de Elisabeth Kübler-Ross, a la negación siguen la ira, la negociación, la depresión y finalmente la aceptación que nos permite seguir adelante).

Hoy vamos hacia grandes discontinuidades históricas: el futuro no se parecerá al pasado -en los decenios próximos menos que nunca.

A corto plazo, advertimos perspectivas de descenso energético y crisis económica prolongada, con elevados niveles de paro y desprotección social. A escala planetaria, la hegemonía del neoliberalismo apenas ha sufrido quebranto. En este corto plazo la capacidad para emprender un cambio de modelo socioeconómico se diría muy limitada. Y las perspectivas de colapso civilizatorio no dejan de hacerse más reales y cercanas. Todo ello aconseja, en mi opinión, una estrategia compleja que incluiría, en primer lugar, prever oleadas de «depresión social» y desencanto e ir ingeniando formas de «vacunar» contra las mismas…. En algunas dimensiones muy básicas de las luchas sociopolíticas no hay atajos. Y el fascismo va a ser -ojalá me equivoque- un peligro constantemente presente a lo largo de los decenios que vienen.

En segundo lugar, hemos de potenciar las iniciativas de construcción comunitaria a todos los niveles. Sin grandes avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado resulta difícil imaginar buenas salidas a la crisis presente (o al menos, salidas no tan malas). Construir iniciativas comunitarias de base -siempre que logren esquivar los peligros del particularismo- resulta esencial en este horizonte incierto.

Y en tercer lugar, quizá deberíamos practicar una «estrategia dual», en el sentido siguiente: por un lado, pelear con fuerza por las máximas cuotas posibles de poder institucional, para democratizar las instituciones (buscando esos avances en las dimensiones de igualdad, cooperación y cuidado). Pero al mismo tiempo, por otro lado, deberíamos no ilusionarnos demasiado con esas perspectivas institucionales y ser bien conscientes de los estrechos límites impuestos al ejercicio de ese poder, y los muchos condicionantes a que estará sometido; y propiciar entonces la «tolerancia» de esas nuevas autoridades electas para formas extensas de experimentación social poscapitalista autoorganizada desde abajo.

Digámoslo metafóricamente: igual que en la resistencia contra la guerra del Vietnam en los años sesenta se coreaba que hacían falta «dos, tres, muchos Vietnams», nosotros quizá necesitáramos «diez, cien, mil Marinaledas», tomando este municipio sevillano como modelo de construcción política, que nos propone formas de hacer, pensar y hablar muy diferentes a los de la mayoría social que nos rodea. «Diez, cien, mil Marinaledas» -pero con una dimensión ecológica y feminista mucho más marcada (y sin caer en la ingenuidad de pensar que la «Marinaleda realmente existente» sea una realidad ejemplar en todas sus dimensiones).

-Parece que hoy predomina una especie de ética de la autosuperación permanente, como si todo individuo llevara interiorizado un «superhombre» nietzscheano urgido a competir sin descanso. Basta escuchar a los deportistas de élite y a su jerga, que gira en torno a una permanente épica individual. En pocas palabras, el emprendedor que se autoexplota y rinde hasta la extenuación. ¿Es ésta la ética del capitalismo neoliberal a día de hoy?

La cultura dominante apenas conoce más valores que la satisfacción del individuo-consumidor, y el rendimiento del individuo-empresario de sí mismo (ambos individuos coinciden). «No se deje explotar -explótese usted mismo», reza el cartel de un empobrecido hombre-anuncio en un dibujo de El Roto, que se diría acertada síntesis de las tesis del germanizado filósofo coreano Byung-Chul Han. La patología de esta cultura, entregada a tales imperativos de satisfacción y rendimiento, hay que entenderla en términos de narcisismo y depresión (afecciones que hoy tienden a volverse epidémicas). Pero eso nos incapacita para dimensiones básicas de la existencia humana: la política democrática, la moral igualitaria, la ética del cuidado, el amor (el amor en sus esenciales variantes: eros, filía, ágape). Pues todas estas dimensiones básicas comienzan con el reconocimiento de la existencia del otro.

  -En una entrada reciente en tu blog, titulada «No competir», escribías lo siguiente: «Situarse más allá de la competición. Si lo logras con treinta años mejor que con cincuenta, y con cincuenta mejor que después. Pero apóyate en las muletas de la piedad y el humor, y álzate hasta ese pequeño mirador del no competir». ¿Son los cuidados, la humildad, la piedad y el humor, formas de resistencia a la moral dominante?

Así es… Formas de resistencia, y recursos morales valiosísimos en tiempos duros.

-En mayo de 2012 publicaste El socialismo puede llegar sólo en bicicleta (Catarata). Hace una semana impartiste una conferencia en Valencia. Para el traslado preferiste el tren regional (siete horas de viaje en lentos vagones) al de alta velocidad. ¿Consideras que hoy la velocidad se ha convertido en una forma de dominación? Si es así, ¿hasta qué extremo?

Para no ponerme medallas que no merezco: hice uno de los trayectos -el de ida- en AVE, porque ahí disponía de menos margen; y el de vuelta sí que lo hice en un lento tren regional, tenía tiempo para ello… Y siempre que puedo aprovecho esas ocasiones. El viaje es potencialmente una experiencia de desconexión, de extrañamiento, de cuestionamiento, de meditación: pero todo eso se pierde en los medios ultrarrápidos como el AVE o el avión, que por otra parte -bien lo sabemos- son los más dañinos en términos ecológico-sociales (aquí no puedo dejar de recomendar el impresionante trabajo reciente de Alfonso Sanz, Pilar Vega y Miguel Mateos, Las cuentas ecológicas del transporte, http://www.ecologistasenaccion.es/article27000.html ). La velocidad, en las sociedades contemporáneas, se ha convertido en una suerte de enfermedad cultural, cuya destructividad de conjunto se nos escapa. Y también hay en ello una dimensión de dominación, en efecto, que ha puesto de relieve -entre otros- Zygmunt Bauman. Ir despacio es contrahegemónico (y en muchos sentidos más satisfactorio que ir deprisa, aunque no siempre podamos permitírnoslo).

-Por último, es posible que se haya criminalizado tanto el ecologismo que utilizar el término «ecología» (más o menos como ocurre con la palabra «izquierda») asuste a mucha gente, cuando realmente se trata de plantear cosas bien simples (respeto por el entorno, frugalidad en el consumo, austeridad energética, fraternidad con el resto de seres vivos). ¿Serías partidario de un «populismo ecológico»?

Soy partidario de una reconstrucción cultural de largo alcance, que nos lleve a vivir bien en el mundo real que habitamos: el planeta Tierra, con todas sus posibilidades de florecimiento y todas sus constricciones. «Una humanidad justa en un planeta habitable» era el lema de la revista mientras tanto que fundaron Manuel Sacristán y Giulia Adinolfi. Hoy por hoy, en el segundo decenio del siglo XXI, la política y la economía dominantes siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica -y eso nos está precipitando en un abismo…

El blog de Gail Tverberg se llama Our finite world. «Nuestro mundo es finito» debería ser la premisa básica de cualquier reflexión económica o política, pero la férrea ideología dominante sostiene férreamente lo contrario, y dice todo el tiempo: puesto que nuestro mundo es infinito…

No podemos olvidar la dimensión ecológico-social de la crisis civilizatoria, porque está en la base de todo lo demás. Si la política y la economía, en este segundo decenio del siglo XXI, siguen ignorando la segunda ley de la termodinámica, vamos a un abismo. No es hora sólo de reclamar derechos, sino también de asumir responsabilidades.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.