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Líbano: retrato de la crisis

Fuentes: La Jornada

En estos días en Líbano se dibujan dos campos básicos aunque inestables: de un lado, las fuerzas que apoyan a Washington y que éste apoya; del otro, los grupos que se acercan más a las posiciones siria e iraní. La toma de partido hacia uno u otro lado ha llevado a la formación de alianzas […]

En estos días en Líbano se dibujan dos campos básicos aunque inestables: de un lado, las fuerzas que apoyan a Washington y que éste apoya; del otro, los grupos que se acercan más a las posiciones siria e iraní. La toma de partido hacia uno u otro lado ha llevado a la formación de alianzas imposibles de imaginar hace apenas unos años. Parece que Líbano estuviera destinado a ser el terreno de combate entre Siria e Israel en su lucha por la hegemonía en la región; la política neoconservadora hacia el conflicto árabe-israelí y la guerra en Irak solamente han reforzado esta fatalidad. Es por ello que la salida a la crisis interna parece depender en buena medida del giro que tomen las relaciones de Estados Unidos con Siria y también con Irán.

Una de las razones que aceleraron la crisis por la que atraviesa el gobierno de Fuad Siniora (que Washington considera el ejemplo de la «democracia naciente» y al que, sin embargo, no supo defender de la agresión militar israelí en julio pasado) ha sido el tema de la creación de un tribunal internacional que se encargue de enjuiciar a los asesinos de Rafik Hariri, tribunal al que el Hezbollah se opone por considerarlo una violación de la soberanía libanesa (sus ministros en el gobierno dimitieron en protesta). Los planes para el tribunal elaborados por Naciones Unidas deben todavía someterse a la aprobación del presidente Emile Lahoud (maronita, «pro sirio») y del gabinete de Siniora.

La impresionante (e inimaginable hace un año) manifestación del 1º de diciembre pasado que unió en las calles de Beirut a los seguidores de Hezbollah (chiítas) y del Movimiento Libre Patriótico encabezado por Michel Aoun (cristianos), así como el sit-in que prosigue, viene a coronar la alianza entre ambas formaciones, mientras que del otro lado del espectro los militantes de las Kataeb y demás miembros de la coalición como Walid Junblat (quien en los años ochenta solía cortejar a los soviéticos y a Siria para obtener los favores de ésta y cuya milicia en esos años combatió en cruentos enfrentamientos a la Gemayel), Samir Geagea (ex miliciano que pactó con israelíes y estadunidenses durante la guerra civil) y Saad Hariri (quien heredó el liderazgo de la comunidad musulmana sunita de Líbano luego del asesinato de su padre) aseguran, con el aura de líderes político-religiosos que suelen adquirir particularmente en momentos de crisis, que el gobierno no cederá a la tentativa de putsch de la oposición, sobre todo cuando la «comunidad internacional» acaba de reafirmar su apoyo a Siniora.

La plataforma de buena parte del liderazgo de la coalición antepone la soberanía a la unidad nacional. El objetivo es sin duda loable; el problema es que, al no existir un poder central ni instituciones nacionales efectivas, los «cónsules extranjeros» seguirán siendo los encargados de vigilar este sistema de confesiones que carece de centro, tal como sucede desde tiempos del imperio otomano. En el centro de esta tendencia existe un problema de identidad fundamental que los libaneses aún no han resuelto. Simplificando, Líbano sigue dividido entre dos perspectivas divergentes: por un lado están los que, como la coalición del 14 de Marzo (así nombrada a raíz de las manifestaciones nacionales del 14 de marzo de 2005 contra el asesinato de Hariri y la presencia siria) sostienen que «Líbano pertenece a Occidente y debe estar cerca de las posiciones de Estados Unidos». Por el otro están quienes consideran que «Estados Unidos sólo aporta guerra, división y recientemente una nueva invasión israelí». Para este segundo campo Líbano pertenece a la nación árabe (para algunos también al Islam), y por lo tanto debe estar cerca de Siria. Un ejemplo del pasado que recuerda la crisis actual es la conmoción interna que se vivió en 1958: el Pacto de Bagdad (1955), el liderazgo del presidente egipcio Gamal Abdel Nasser y la guerra del Suez (1956) fueron polarizaciones de la guerra fría que representaron un reto insuperable para el equilibrio libanés; opusieron los pro occidentales a los pro árabes apoyados por Nasser y el campo socialista, rompiendo el frágil consenso nacional que existía en materia de política exterior. La tensión alcanzó el clímax cuando Líbano se convirtió en el único país de la región en aceptar la doctrina Eisenhower.

La guerra fría terminó hace años. Pero Líbano no ha dejado de ser una válvula de escape de tensiones y conflictos regionales. El inicio de una solución a la crisis política actual depende de la existencia de una dinámica regional que disipe tensiones y facilite el entendimiento entre los representantes de ambos campos. Eso es difícil de esperar en tanto estadunidenses y franceses insistan en considerar a Líbano una isla de democracia al tiempo que manipulan las divisiones religiosas según sus intereses económicos y estratégicos, sigan premiando a Israel y castigando a los palestinos, y excluyendo a Siria e Irán de todo diálogo regional. Los mensajes de Washington han sido contradictorios en este último aspecto. En un reporte elaborado recientemente por un grupo de consejeros encabezados por el ex secretario de Estado James Baker y el republicano Lee Hamilton, se pide urgentemente a Washington que involucre a Irán y a Siria en los proyectos de pacificación de Irak. La Unión Europea, que desde el año pasado se había unido a la política estadunidense contra Siria, empezó a contactar nuevamente al ministro de relaciones exteriores Walid Moualem desde la guerra de Israel contra Líbano en julio pasado y Bruselas habla ahora de la necesidad de concluir acuerdos con Damasco. El primer ministro británico, Tony Blair, incluso llegó a decir que con Siria e Irán se necesita «una relación de socios». El dilema de los neoconservadores no es menor: temen que Damasco les presente un paquete de demandas como la de negociar con Israel un acuerdo de paz por el que se le devuelvan los Altos del Golán, reconocer que Líbano es una zona legítima de la influencia siria, y olvidarse del tribunal internacional al que Damasco considera una declaración de guerra.

El reciente llamado de cese el fuego de George W. Bush y el primer ministro israelí, Ehud Olmert, en los territorios palestinos ocupados puede interpretarse como una maniobra más para esquivar el dilema de negociar con sus enemigos Irán y Siria. Washington ha tratado paralelamente de crear un frente de países árabes «moderados» sunitas de la región. Sin embargo, Egipto, Arabia Saudita y Jordania se han resistido (a pesar de su rivalidad con Siria y su aprehensión hacia Irán) a hacerse eco del simplismo con el que Estados Unidos analiza los conflictos de la región; han dicho a Washington que si pretende impedir guerras civiles en Palestina, Líbano e Irak, la asistencia de poderes regionales como Damasco y Teherán es imprescindible. Incluso múltiples figuras políticas y periodísticas en Israel han estado exigiendo a Olmert que se aleje de la política estadunidense y no eche en saco roto los llamados de paz que le ha hecho el presidente sirio, Bashar al Asad. Desde la perspectiva de muchos israelíes dicho acercamiento contribuiría a alejar a Siria de Irán. Pero el equipo neoconservador de Bush está atado de manos por su propia política hacia lo que denomina «estados paria», y se antoja difícil que acepte la colaboración de países a los que desde 2003 se ha empeñado en excluir y amenazar. Ello equivaldría a reconocer que su gran estrategia para el Medio Oriente ha sido un rotundo fracaso.