A Salvador López Arnal, un africano del Barça En un mundo presidido por la muerte y la injusticia, es fácil dejarse llevar a la conclusión de que el mal es más real que el bien y de que, por tanto, hay algo no sólo banal sino engañoso en las caricias, que no dejan marcas, […]
A Salvador López Arnal, un africano del Barça
En un mundo presidido por la muerte y la injusticia, es fácil dejarse llevar a la conclusión de que el mal es más real que el bien y de que, por tanto, hay algo no sólo banal sino engañoso en las caricias, que no dejan marcas, o en la risa y el juego, incapaces de doblegar una tiranía. Cuando el placer individual depende además de una gran maquinaria de beneficios empresariales y de estupefacción colectiva tenemos quizás motivos más que fundados para sustraernos a la tentación e incluso para denunciar tanto a sus gestores como a sus víctimas. En este sentido, el fútbol, secuestrado y sobredimensionado por el comercio y la iconopatía, ofrece el ejemplo más insoslayable.
En el sur de Túnez está el campo de refugiados de Choucha, donde permanecen -digámoslo con toda la crudeza- los posos de la guerra de Libia: 200 subsaharianos de todas las edades que malviven en tiendas, en pésimas condiciones higiénicas y alimenticias, y que han sido abandonados por el gobierno tunecino y por las Naciones Unidas. Hace dos semanas, gracias a la ayuda de algunos solidarios, consiguieron llegar hasta la capital para protestar ante el edificio de la UNRWA, frente al cual durmieron durante cuatro días antes de regresar al desierto con las manos vacías.
Fatma y sus tres hijos durmieron una noche en nuestra casa. La guerra los persigue. De Darfur, en Sudán, Fatma había huido a Libia, donde desapareció su marido. Robada y acosada por los partidarios de Gadafi, robada y acosada por los enemigos de Gadafi, esta jovencísima madre sudanesa acabó cruzando la frontera de Túnez en febrero de 2011, con el pequeño Mohamed recién nacido. Desde entonces cuece allí su vida redundante bajo el sol, pendiente solo de sus hijos, para los que reclama una escuela y una vivienda digna.
Ali y Yamal, sus hijos mayores, tienen 14 y 13 años respectivamente. Durante la cena, mientras hablábamos de sus recuerdos de Libia, me dijeron de pronto que estaban deseando volver al campo de refugiados para el «klasku». Por más que buscaba en mi léxico árabe no conseguía descifrar esta palabra. ¿Klasku? Entonces me explicaron que Ali era del Real Madrid y Yamal del Barça y comprendí que «klasku» era un alófono de «clásico», término con el que se anuncia en Al-Jazeera cada nuevo enfrentamiento entre los dos equipos españoles. Me quedé un poco perplejo y casi conmovido por la alegría y la erudición con las que los dos chavales, sin conocer nada de España, hablaban de Messi y de Cristiano y de los resultados de los «clásicos» anteriores. Les pregunté intrigado: «¿y por qué sois cada uno de un equipo distinto?». «Bueno», respondieron, «nos pusimos de acuerdo». Eran rivales, pues, por un amigable reparto de papeles.
La forma más antigua de huir de la muerte, como bien señalaba Pascal, es la de lanzarse una y otra vez una pelota. Si el fútbol se ha convertido en la forma más rentable y sospechosa de olvidar el mal es porque contiene inocencias de las que carecen el tenis o el balonmano: una relación más fuerte con el espacio, la dignificación racional de los pies, el triunfo de una geometría colectiva. Pero si el capitalismo puede ensuciar todos los orígenes, no puede controlar todos los destinos. El chovinismo madridista o blaugrana entiende sin duda que los africanos vivan los «klaskus» como un «acontecimiento mundial», pero no podrá entender en cambio sus razones. La recepción de un mismo espectáculo en Madrid y Sudán no homogeneiza a los espectadores sino que marca sus diferencias culturales y las muchas formas posibles de reciclar un deporte pervertido por el comercio y la iconopatía. Aquí en Túnez, en el barrio del Nasser, cientos de subsaharianos abarrotan los cafés delante de la televisión, cortados en dos mitades un poco arbitrarias pero muy concienzudas, y la pasión ecuánime y luminosa con que viven las jugadas de Iniesta o de Benzema tiene que ver, precisamente, con la total ausencia de chovinismo.
El «klasku», sí, es un acontecimiento mundial, pero como la llegada de los reyes magos. Mejor aún: como el advenimiento de los colores o el descubrimiento de los números: a todos nos gustaba de niños tener nuestro rey favorito y todos tenemos nuestro número o nuestro color preferido. Uno no se juega ahí ni su honor ni su autoestima ni la sublimación de una venganza. Se toma partido por el acontecimiento mismo y ese alineamiento un poco fortuito o arbitrario (Melchor, el azul, el 5) es sólo una astucia antropológica para formar parte de la erupción, para vivirla más intensamente, para poder narrarla; es decir, para convertirla en un mito. Porque los mitos consisten en eso: los pueblos toman partido por la Osa Mayor o eligen el Kilimanjaro para declarar al mismo tiempo la independencia del mundo y su compromiso con él.
Se puede despreciar el fútbol en España, pero no en Africa. Hay una posible recepción no capitalista en Choucha de lo que el capitalismo mancilla en Madrid. Gane quien gane, Ali y Jamal no acaban los partidos ni frustrados ni deprimidos; tampoco rehabilitados. Su felicidad purísima debería hacernos más intolerantes aún con el comercio y la iconopatía, pero menos puritanos y severos con los placeres y sus «engaños». El olvido del mal es a veces sencillamente… un bien.
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