Texto leído en el marco del Encuentro «Red de Redes», 5 junio de 2006, Barcelona, Estado de Anzoátegui. Venezuela
Egunon, buenos días. En los próximos minutos querría compartir con ustedes un breve acercamiento a una historia oculta y lejana según los supuestos códigos cronológicos al uso, es decir, setenta años setenta, una dos tres vidas, una dos tres generaciones como cuantificación temporal o, lo que es lo mismo, decenas cientos miles de silencios después, aunque, curiosidades del devenir, para nosotros y nosotras se trate simplemente de uno dos tres segundos de ternura y ya. Querría hablarles, en fin, de un particular viaje a Itaka de ida y vuelta sin límites ni fronteras, precisamente hoy, precisamente ahora cuando, como nos susurra el poeta, los cuatro puntos cardinales han devenido en realidad en tres, a saber, Norte y Sur. Y cuando en esa Europa de la que acabamos de llegar crecen las murallas de la impotencia y el miedo al otro, se vallan mares, esperanzas y quién sabe. Hablarles, hablaros en definitiva (y entramos ya en el ámbito de las complicidades) del compromiso a tiempo completo que en aquellos años sí de blanco y negro según nuestro imaginario colectivo pero también de una completa gama de colores brillantes digan lo que digan, llevó a miles de hombres y mujeres a caminar y caminar y también, claro, a caminar siguiendo los preceptos universales de la búsqueda de la utopía como referencia, qué os voy a decir a vosotros y vosotras…
Y todo ello, permitidme una última digresión en apertura, visto desde mi particular perspectiva de ciudadano vasco, léase histórico desafecto político y por extensión estético con esa otra España kitch, soez, rancia, inquisitorial y absolutamente lejana para muchos de nosotros y nosotras empeñados en hacer visible un país que no existe. Pero precisamente por eso, identificado sin fisuras con ese otro Estado español, crítico, plural en su heterogeneidad progresista y democrático en la completa acepción del término representado como nadie por esos hombres y mujeres protagonistas hoy de esta reflexión y a los que siempre hemos sentido absolutamente cerca, absolutamente dentro
Así pues, dejadme que os proponga un vuelo sin motor, es decir, supongamos que en ala delta hasta 1936, aquel año en el que por ejemplo la ciudad de Santo Domingo pasó a llamarse Ciudad Trujillo por decreto ley y punto, aquel año en el que Chian Kai-Shek tomó Pekín y sonrió (temporalmente) y Charles Chaplin tomaba por su parte té tras té mientras rodaba «Tiempos Modernos», aquel año en el que nacieron orgullosamente Federico Luppi o Antonio Gades, aquel año y llegamos al presente continuo, en el que en el Estado español hay veinticuatro millones de habitantes y un adulto de cada tres es analfabeto, en el que dos millones de trabajadores del campo carecen de tierra y cincuenta mil propietarios poseen la mitad del suelo cultivable, aquel año en el que provincias enteras de la Península Ibérica pertenecen a una sola familia o aquel año, fin de las cifras, en el que los braceros de Andalucía, por ejemplo, trabajan una media de doscientos días cada doce meses ganando dos o tres pesetas por catorce horas de trabajo. Aquel 1936, y cerramos, en el que el kilo de pan cuesta una peseta…
¿Cómo no imaginar, entonces, el compromiso de miles de intelectuales, hombres y mujeres, con el sueño del cambio social, con una República convertida en Frente Popular para contribuir a la libertad del ser humano, a la igualdad ante la ley, a la propiedad colectiva de los medios de producción, a los derechos de la mujer, a la enseñanza laica y socializada hasta la última aldea o a las reivindicaciones de las minorías nacionales? Todo un sueño, os decía, que en 1936 alcanzó en el estado español la virtualidad de lo real, la verdadera y tangible expansión del campo de lo posible. Lo sabéis. No hay sorpresas. Bajemos por un momento a la tierra, aterricemos en el desierto, cuestión de segundos-cambio de trama, porque conocéis perfectamente el fin de la historia. Perdieron. Perdimos. La victoria del Ejército de Franco y sus generales y su Iglesia y su canesú y su Guardia Civil y sus fascistas y sus señoritos y sus paseos y sus aliados y sus miserias y sus tantas cosas, significarían tres años después en 1939, no sólo la pérdida de la guerra sino la derrota colectiva de una de las generaciones más lúcidas, creativas e interesantes que ha tenido Europa a lo largo del siglo XX, un fenómeno por lo demás tristemente similar al que se viviría décadas después en el Cono Sur de este continente sin que hasta el día de hoy, en uno u otro caso, se haya realizado el necesario y sincero ejercicio completo de la depuración histórica de las responsabilidades de la tragedia…
Volvamos sin embargo a elevarnos con la mariposa ala delta de vuelo popular para coger aire y preguntarnos qué pasó con ellos y ellas, dónde están, dónde fueron… Muchos, lo sabemos, serían asesinados en cunetas o cárceles o morirían en el exilio interno o el geográficamente cercano, entre episodios periódicos (lo cuentan sus amigos de cabecera) de pena y nostalgia. Otros y otras, sin embargo, decidieron simplemente aplazar el sueño dirigiendo sus vida a otros ámbitos, otros mares, otros lugares. Buscarían aquí, en esta América latina de los olores cercanos, las palabras hermanas y la solidaridad a flor de piel (lo repito por necesario: la solidaridad a flor de piel), la reconstrucción de sus vidas. No es un fenómeno extraño: esta América que hoy compartimos siempre formó parte de sus esencias. Y además, completando el corolario, desde esta América del compromiso llegaron miles y miles de hombres y mujeres a combatir junto a ellos contra el fascismo. Con papeles falsos o auténticos. Con ideas o la fiebre eterna de la juventud. Cubanos, mexicanos, chilenos, argentinos, venezolanos… No toros regresaron, también lo sabemos. Miles de ellos dejaron su vida para siempre en la tierra que habían acudido a defender. En Albacete, en Teruel, en la Ciudad Universitaria de Madrid, en El Escorial, en Majadahonda, en Sierra Nevada, en Guadalajara, en Segovia, en el Jarama… Nombres convertidos en leyenda que hermanarían ad aeternum geografías y voluntades. Nombres compañeros que se quedarían para siempre en España, como nos contara con la sangre de sus versos Miguel Hernández, nombres con gesto enamorado que dejaron allí las alegrías y los besos… Había escritores y poetas, sí. Y también torneros, pugilistas, fresadores, editores, fotógrafos, albañiles, campesinos, maestros y marineros en tierra. Nombres como Pablo de la Torriente Brau, Policarpo Cardón, Alberto Sánchez, Julio Valdés, Enrique Montalbán, Lino García, Jorge Martínez… Miles de nombres regando de vida el suelo. Y aquí, mientras tanto, a este lado del mundo, millones de retinas siguiendo diariamente la crónica de la resistencia y la dignidad con el orgullo de las sensaciones compartidas. ¿Cómo no detener el vuelo y pensar en todo aquello tan lejos, tan cerca? ¿Y cómo no entender entonces que una vez que el sueño se detiene, temporalmente, este lógico proceso de retroalimentación de ternuras y compromisos, acerque hasta estas costas a decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas del Estado español y, entre ellos, a la verdadera vanguardia del pensamiento del cambio y la trasgresión? Y además Neruda fletando barcos y Cárdenas abriendo puertos y vallejo y Guillén curando las marejadas… ¿No lo veis desde aquí arriba? ¿No se os eriza la piel al observar que no son más de tres centímetros los que separan realmente dos corazones solidarios? Ellos y ellas lo comprobaron empíricamente década a década mientras soñaban con el regreso a un país liberado. No pudo ser en la mayoría de los casos, también lo sabemos, aunque siempre hubo una maleta de urgencia preparada con libros y jerseys, ahora pullóveres, por si quién sabe. Y en el mientras tanto, un vendaval de abrazos en acción a este otro lado del río. Preguntémosles si no, no sé, a José Bergamín, a Luis Cernuda, a María Teresa León, a Jorge Guillén, a Margarita Xirgu, a Rafael Alberti, a María Zambrano, a Pedro Salinas, a Manuel Altolaguirre, a Ramón J. Sénder… O mejor, observemos detenidamente a Juan Ramón Jiménez paseando ahora por las calles de La Habana o San Juán viendo la caída de la tarde onubense bajo el crisol de este nuevo mestizaje que le inspira; o a Luis Buñuel bebiendo su insustituible dry martiny en el Zócalo mientras escucha en esa esquina el compás de los tambores de Calanda para agitar a sus nuevos-viejos olvidados; o a Pau Casals, quién sabe, llevando en su violoncello un pentagrama de gaviotas mediterráneas para intercambio ahora con los pájaros locales… Es cierto que algunos, los menos, no van a soportar la pena y el dolor y se nos van. Que otros, los menos también, van a regresar a sus heridas para comprobar de primera mano que, como empieza a escribir Dámaso, Madrid (es un ejemplo) se ha convertido ya en una ciudad de un millón de muertos.
Pero la mayoría se quedan, se arraigan, se mezclan, se cruzan, se contaminan de vida y nuevos sueños porque, lo han comprobado en carne propia, no se detienen los procesos sociales. Década a década, los hijos y los nietos de aquellos hombres y mujeres que llegaron un día huyendo del miedo y buscando-encontrando razones para seguir caminando, comenzarán a descubrir experiencias nuevas, ensayos de cambio expandiéndose como el viento y muchos de ellos, además, elaborados con las contribuciones de aquellos ya abuelitos y abuelitas que, como León Felipe, nunca ganaron una guerra pero sí miles y miles de batallas antes, durante y después de sus vidas. «Gracias, América, por acogernos»; «Gracias a vosotros y vosotras por venir». Ya lo decíamos: simple trascripción semántica de la retroalimentación de la ternura, algo sin duda no al alcance de todo el mundo.
Y ahora que se acaba ya nuestro viaje, que los cirros, cúmulos y estratos despiden esta suerte de sincretismos y alas delta-mariposas mientras sobrevuelan la Venezuela de la dignidad buscando tierra firme, es cuando nos llegan como un rumor en expansión claras, nítidas, cercanas, aquellas siempre nuevas profecías de Federico, es decir, «… sentir la brisa de ese viento Sur que lleva colmillos, girasoles, alfabetos y una pila de Volta con avispas ahogadas». Ellos y ellas lo hicieron. Y nosotros, simplemente, volvemos al lugar de donde nunca nos fuimos. Cuestión de caminar, caminar y seguir caminando. Juntos. Y revueltos, claro. Muchas gracias por su atención.